"Laura, vida y militancia de Laura Carlotto", de editorial Planeta, reconstruye la infancia y el compromiso de la hija de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. La vida en La Plata en los ’70 y la búsqueda de su familia.
Por María Eugenia Ludueña
Laura necesitaría que el día tuviera mil horas. El tiempo nunca le alcanza para todo lo que quiere hacer. Trabajar, estudiar y militar. Se levanta muy temprano y va a la fábrica de pintura a trabajar con su papá. A Guido le gusta que sus hijos lo ayuden en el transcurso de los veranos y conozcan lo que cuesta ganar el pan, pero ahora que su hija mayor terminó el secundario, pasa todas las mañanas en el local de Berisso. A ella la atrae el barrio, de perfil obrero, y estar en contacto con los empleados que trabajan en la fábrica. Es algo que también sintoniza con lo que se debate en las reuniones entre los compañeros. Los de la Tendencia Revolucionaria sienten que aún no han logrado incidir de forma orgánica en la clase obrera, aunque crece la Juventud de Trabajadores Peronistas (JTP). Laura siente que desde la fábrica también aporta su granito de arena a la causa y disfruta de las conversaciones con su padre. Puede hablar con él de política sin que se escandalice. Guido no despliega una militancia pero está muy informado, vive atento a las noticias, opina, discute. Detesta a la Iglesia y a los militares.
(...)
Laura trabaja con su padre pero a la casa familiar no va tan seguido. Una tarde calurosa queda en encontrarse con su madre en una confitería de la calle 8, casi 60. Estela sabe que el contexto es peligroso: por la mañana las maestras llegan a la escuela azoradas por las imágenes de las que son testigos camino al trabajo. Una de las docentes cuenta que pasaba por una casa donde personal policial estaba en pleno operativo, y le pidieron que se hiciera cargo por un rato de dos nenes: sus padres habían sido secuestrados. La docente, dolorida y sin saber qué hacer, había terminado llevándolos a la Casa Cuna a ver si podían ubicar a otros familiares.
A Estela le irrita que Laura, a la que siempre ha visto como una chica con los pies en la tierra, permanezca tan serena, imperturbable ante esas noticias. Los encuentros entre madre e hija, por seguridad, deben ser breves. Laura pregunta, antes que nada, por cada uno de sus hermanos, especialmente por Claudia. Ella y Jorge llevan meses escondidos. A Kibo y a Remo puede verlos cada tanto. Remo ha llegado a conocer a Victorio. Pregunta también por la salud de la abuela May. En un momento Estela se pone seria. Laura la conoce lo suficiente. Va a empezar con la perorata.
–Mamá, por favor, no empieces...
–No soy yo, Laurita. También tu papá.
–¿Qué pasa con papi?
–Hija, tu papá también quiere que te vayas.
Laura toma un trago de su gaseosa, sin levantar la vista del vaso.
–Ya tiene la plata, el lugar –continuó Estela–. Está todo lo que hace falta para sacarte.
–...
–Si te quedás acá estás corriendo riesgos. ¿No entendés? ¡Te puede pasar algo!
Laura deja de mirar el vaso, observa por la ventana que no haya movimientos inesperados.
–Decime, hija. ¿Cuál es el problema? ¿No te dejan ir? ¿Los de la organización no te dejan ir? Si vos te vas, ¿te consideran traidora? ¿te matan?
Laura se ríe a carcajadas, la mira, sacude la cabeza.
–¡Mamá! ¡Pero qué estás diciendo! Si yo me voy cuando quiero. Pero no quiero irme.
–Pero papá...
–No, mamá. Estoy acá. Estoy bien. Haciendo lo que debo.
Estela la observa. Laura le dice convencida, como si tranquilizara a un niño:
–Ay mami... lo mío no es nada importante. No me van a venir a buscar.
Estela pide la cuenta. Laura recoge su cartera y mira a su madre con dulzura. Como si ella pudiera ver algo que Ñata no alcanza a entender.
–Mirá, mami. Nosotros tenemos un proyecto de vida. Vivir es lo más lindo que hay. Yo quiero vivir. Que todos podamos vivir bien. Nadie quiere morir. Pero seguramente miles de nosotros moriremos...
–¡Laurita! No hablés así.
–Sí, hablo. Pero nuestra muerte, mamá, no va a ser en vano –dice Laura.
Y en esa época a nadie le importaba que las palabras suenen a frases hechas, porque para ellos todo está por hacerse.
(...)
Al fin, la familia Carlotto logra coordinar algo que hace meses no sucede: reunir a los cuatro hijos en Junín, lejos del teatro de operaciones, en casa del tío Ñato, el hermano mayor de Estela. Laura viaja en tren desde Retiro, con Kibo, Claudia y Jorge Falcone.
“¡Qué envidia! ¡La capacidad de sueño de esta mujer!”, dice Jorge al ver a su cuñada dormida, acostada en el piso, en el espacio entre los vagones.
Los padres se sorprenden al verla llegar a casa de Ñato. Laura ha perdido peso, está muy flaca, sin maquillaje; el pelo revuelto, jeans y remera. El arquetipo de una militante aguerrida, bastante rea, aunque sigue siendo sexy. Estela lleva varias semanas sin verla. En un momento en que se quedan solas, le habla con ternura y tristeza. “Pero Laura... cómo me decís que estás viviendo en esa precariedad. ¡Mirá las liendres que tenés! Vos que eras siempre puro perfumito. ¿Por qué no te cortás el pelo?”
Es mirarla y notar que la mayor de los Carlotto está en problemas. Guido se queda preocupado al escuchar de boca de su hija cómo vive, dónde duerme, de casa en casa. El tano siempre soñó para ella un futuro dorado, al que ahora no logra desentrañar cómo se llega.
Laura sigue militando en la Regional de La Plata, de la que su hermana Claudia y Jorge han salido eyectados por las caídas de sus compañeros. La mayor intenta tranquilizar a sus padres: ya está por conseguir un lugar más estable, con unos amigos que pueden aguantarla unas semanas.
(...)
Guido, cada vez que la ve, trata de sugerirle que se vaya. Laura se ríe: aunque la lleven dormida, ella es capaz de despertarse y volver por sus medios.
El 16 de noviembre de 1977, llama a la escuela para hablar con su madre:
–Sabe que últimamente me siento un poco descompuesta...
–Ay Silvia, por favor, cuídese mucho.
–Sí, sí. Tengo que ir al ginecólogo.
Estela deja de recibir noticias. Lo único que llega es una carta de Laura, con fecha del mismo día que hablaron por última vez. Unas semanas después de su liberación, la Gordi camina frente al rectorado de la universidad y se cruza con Estela de casualidad. Se detienen a conversar.
–¿Y Laura?
–La verdad que estoy un poco preocupada por mi hija.
–¿Qué pasó?
–Hace días que no sabemos nada de ella.
El sábado 26 de noviembre Estela se despierta con la certeza: si Laura no llama es porque le ha pasado algo. ¿Por dónde empezar? Sólo sabe que su hija vive en Buenos Aires. Le llegan comentarios de una joven detenida en una confitería porteña, y cree que podría ser ella. Estela lo contará muchos años después, en el Juicio a las Juntas:
La primera noticia que tenemos de que mi hija había sido secuestrada fue por un abogado. Desconozco su filiación. Tenía acceso a estos lugares de secuestro y estaba buscando a otra joven secuestrada de la ciudad de La Plata, una joven de apellido Dall’Orto,(1) cuyo papá era amigo de mi esposo y estaba con el mismo terrible problema encima. Ese abogado se lo comenta a un amigo común, o sea que nosotros nos enteramos por interpósita persona de que esa chica Dall’Orto no estaba donde él había podido ingresar, pero sí estaba una joven de La Plata, Laura Estela Carlotto. Este muchacho nos vino a avisar, fue la primera noticia que tuvimos.
Estela y Guido deciden repetir el camino que dio resultado para la liberación de Guido. Ñata llama a la madrina de su hija mayor. Ya no espera que le pidan rescate, lo ofrece directamente para ganar tiempo. Del relato de su marido le ha quedado la imagen fija: los primeros días de tortura, la fila de jóvenes, la inyección letal. La contraparte le manda a decir a Estela que el valor no es el mismo: se necesitan 150 millones de pesos (2). Es mucho más de lo que ha pagado por su esposo, pero Guido, desesperado, logra juntar toda la plata. El 13 de diciembre Estela entrega 150 millones de pesos a la misma persona, para el mismo destinatario.
Por cábala, por pragmatismo, por las dudas, Estela repite el otro procedimiento que siguió con Guido: pedir a la hermana del general Bignone que el militar le conceda una entrevista.
Pero esta vez no me atendió en su casa sino en el Comando en Jefe del Ejército. El general Bignone ya era secretario de la Junta. En diciembre, no recuerdo bien la fecha, me recibió en su despacho.
Para ingresar en ese edificio, Estela debió pasar por una cantidad enorme de controles, hasta que por un ascensor privado y acompañada por un uniformado, la llevan hasta el despacho de Bignone. Nota con bastante impresión que sobre su escritorio hay un arma, con una empuñadura de madera lustrada. Le expone al militar la nueva situación:
Le pedí por la vida de mi hija. Le dije que si ella había cometido algún delito, que la pasaran al Poder Ejecutivo, que la juzgaran, que yo la iba a esperar todo el tiempo que sea necesario. El carácter de este señor había cambiado mucho, estaba sumamente nervioso y alterado. Me dice: “Señora, usted me cuenta esto, pero vea lo que está pasando. Uno les dice que se entreguen voluntariamente, que se les reduce la pena a la tercera parte –porque ese lugar de rehabilitación que hemos inaugurado existe–, pero no, ellos se van del país y nos siguen fustigando o se quedan. Usted me dice que la pasen al Poder Ejecutivo: yo hace unos días he estado en el Uruguay y he estado en las cárceles donde están los tupamaros. Le puedo asegurar que allí se fortalecen. Y hasta convencen a los guardiacárceles y hay que rotarlos constantemente. Eso no queremos que pase aquí, señora. Acá hay que hacerlo”. Al decir “hay que hacerlo”, tácitamente estaba diciendo: “hay que matarlos”.
Durante el Juicio a las Juntas uno de los integrantes del tribunal, León Arslanian, le preguntará a Estela si esto lo infirió ella o si en aquel momento pidió alguna aclaración a Bignone:
–No cabía ninguna aclaración. Era una respuesta a lo que yo le había pedido. Recordando lo que mi esposo había visto durante su cautiverio –el ingreso de jóvenes, la tortura y la posterior muerte–, le pedí que, si ya la habían matado, me devolvieran el cadáver de mi hija. Porque yo no quería enloquecer como otras madres, buscando en los cementerios, en las tumbas NN. El me dijo que le diera todos los datos posibles. Preguntó si ella tenía algún seudónimo. Me contó la historia de un familiar por el cual le habían pedido: no lo encontraban, pero al decirle el seudónimo que tenía, lo localizaron enterrado como NN en un cementerio y pudo entregárselo al familiar. No digo que prometió ocuparse, pero tomó nota de toda esta situación. Yo me fui convencida, por la actitud de este militar, de lo que se instrumentaba, de lo que se hacía y del destino que seguramente le habría tocado a mi hija. (3)
Estela sale de la oficina pensando que a la súplica maternal, el militar ha respondido como un cobarde: ostentando el puño de su arma lustrosa. Personal del Ejército la acompaña hasta la puerta. Ella tiene que hacer un esfuerzo por no derrumbarse delante de esos hombres. Cuando sale del edificio y la dejan sola, llora desconsoladamente. Guido está parado junto al coche, retorciéndose los dedos de los nervios. El conduce de regreso a La Plata mientras ella le cuenta, sin mirarlo, del encuentro con Bignone. Después no hablan mucho más hasta llegar a su casa. En la intimidad de ese silencio imaginan lo mismo: que su hija ya no vive. Pero ninguno de los dos se anima a pronunciarlo en voz alta.
(...)
A Estela la carcome la incertidumbre por el paradero de Laura. En muchas oportunidades, a lo largo del día, se pregunta si su hija estará viva, si la estarán torturando, si en las próximas horas tendrá noticias de ella, si serán buenas. Una tarde de otoño, su marido está en la pinturería cuando una mujer entra, se acerca al mostrador y le pregunta si conoce a Guido. El la hace pasar al galpón. En los juicios, Estela contará:
Una señora, (4) con mucho temor, le cuenta a mi esposo que hacía cinco días la habían liberado de un campo de concentración. Había sido llevada por haber ayudado a un sobrino. Había estado con mi hija. Dijo que Laura estaba bien, con una panza de seis meses y medio. O sea que su embarazo continuaba. Que por esa razón a veces le daban una alimentación un poco mejor, alguna colchoneta, le permitían caminar, a veces hasta tomar alguna bebida, mate por ejemplo. Y que mi hija le había pedido especialmente que fuera a vernos para decirnos que su bebé iba a nacer en junio, y que estuviéramos atentos en la Casa Cuna.
La señora le transmite a Guido un deseo, tal como se lo ha encargado Laura: que cuando les entreguen el bebé, si es varón, le pongan el nombre de su padre. Guido se quiebra. La señora le describe algunas escenas del cautiverio, demasiado parecidas a lo que él ha visto. Pero el sitio que le describe parece muy diferente. La mujer le habla de galpones, de noches campestres en las que el ladrido de los perros no cesa, del silbido de un tren una vez al día. Guido se despide de la mujer y llama a su esposa para contarle. Estela se siente renacer cuando escucha que su hija está embarazada. Recuerda el último diálogo con Laura, cuando la llamó a la escuela. Esboza hipótesis, posiblemente ella esperara el verano para darles la noticia de su embarazo, no querría preocuparlos.
Esa noche, Guido, Estela, Kibo y Remo se sientan a cenar con alegría, casi como en otros tiempos. Hilvanan los fragmentos, pedacitos de conversaciones, imágenes de los últimos encuentros con Laura y sus compañeros en bares y confiterías de Buenos Aires. ¿Será alguno de ellos el padre del bebé? En las cartas, Laura había contado a su mamá y a sus hermanos que estaba con un compañero. Lo describía “petisito”, “del interior”, “del campo”. Kibo recuerda que ha visto a un muchacho bajito junto a su hermana. El creía que era un compañero de militancia. No se le había ocurrido preguntar el nombre. La regla para sobrevivir era escapar a cualquier marca de identidad.
(...)
El viernes 25 de agosto de 1978, el vigilante salió con la citación de la Comisaría 9a, ubicada frente al departamento de la Gordi. Caminó hasta la casa de los Carlotto. El mensaje era breve: “A los progenitores de Laura Carlotto se los cita con carácter de urgente a la comisaría de Isidro Casanova. A los efectos que se le comunicarán”.
Remo y Kibo se ilusionaron.
(...)
Anochecía cuando Estela y Guido, acompañados por Ricardo, el padrino de Laura, encararon en el Rastrojero para Isidro Casanova. Entre los tres se alegraban y entristecían sucesivamente con las conjeturas.
–A lo mejor está detenida en esa comisaría.
–A lo mejor la blanquean como detenida común.
–¡Miren si nos volvemos con el bebé! –fantaseaba Estela.
–Cuidado. No vaya a ser cosa que estos desgraciados nos digan lo peor.
Era de noche cuando llegaron a la comisaría y se presentaron en el mostrador. Estela mostró el telegrama al oficial de guardia. El tipo leyó, los miró. La Ñata, Guido y el padrino prestaron mucha atención a esa mirada, los ojos de saber un secreto horrible. No es que tuviera un tono compasivo cuando dijo: “Esperen acá. Ya vuelvo”.
Por la cara con que el agente les devolvió el papel, intuyeron que pasaba algo grave. Después de unos minutos, el oficial les hizo señas de que pasaran al despacho del subcomisario, que los recibió de pie, detrás de su escritorio. En ningún momento les hizo señas de que se sentaran. Estela, su hermano y su esposo permanecieron parados, mirando una figura de Cristo apoyada sobre la mesa de trabajo. El subcomisario abrió un cajón, sacó una libreta cívica y extendió la mano hacia ellos para que la vieran. “¿Conocen a esta persona?”, les dijo con frialdad, mientras Ñata reconocía que era el documento de su hija.
La última fotografía que existe de Laura: 4 x 4, tres cuarto perfil, la belleza despreocupada e invencible de la juventud. La piel luminosa, el pelo lacio y oscuro, las cejas ultradepiladas y los ojos inconfundibles, con mucha sombra y máscara de pestañas, maquillados para ir a la fiesta de la vida.
–Sí, es Laura.
–¿Y qué son de ella?
–Los padres.
–Bueno, entonces lamento informarles que falleció –les dijo el hombre.
–¿Cómo que falleció? –alcanzó a preguntar Estela en voz baja.
La madre de Laura sintió que se volvía loca y se quedó un instante en blanco. Cuando logró subir a la superficie del dolor más brutal, gritó como nunca, como jamás en su vida había gritado, como nunca más volvería a hacerlo.
–¡¿Cómo que falleció?! ¡¡¡Ustedes la asesinaron!!! ¡La tuvieron nueve meses para matarla! ¡¿Por qué?! ¡Asesinos! ¡Cobardes! ¡Canallas! ¡Criminales!
El subcomisario no se inmutó, estaría acostumbrado a cosas peores. Estela seguía descontrolada. Su esposo intentaba tranquilizarla. El padrino de Laura preguntó:
–¿Y dónde está?
–Está afuera. En un furgón. –El policía abrió otro cajón del escritorio, sacó una pistola y se la calzó en la cintura.
–¿Y el bebé? –preguntó Estela.
–No sé –le contestó el policía con la expresividad de un pescado muerto–. No sé nada más. Cumplo órdenes del Ejército. Del área de operaciones 114.
Estela apuntó con su dedo a la figura del Cristo. Miró al subcomisario a los ojos y le dijo:
–Ese, el que está ahí: él es quien los va a juzgar; y los va a condenar para toda la eternidad.
El policía miró al padre y al tío de Laura, y les hizo señas de que lo siguieran. Guido y el padrino de Laura caminaron detrás del tipo y salieron de la comisaría. Estela quiso acompañarlos pero su esposo la abrazó y le pidió que los esperara adentro.
El agente los condujo hasta un furgón estacionado junto al edificio. El padre encontró el cuerpo de la hija extendido sobre el piso del vehículo. No había dudas. Laura tenía el rostro desfigurado por un disparo, estaba semivestida, llevaba un corpiño de color negro y medias verdes, y yacía junto al cuerpo de un muchacho. Guido la besó, le acarició el rostro y se quedó unos minutos a solas con ella, contemplándola sin pronunciar palabra. Después volvió sobre sus pasos, entró en la comisaría y abrazó a Estela.
(...)
Después de elegir un ataúd para su hija, Estela pidió al hombre si podía prepararla lo mejor posible para que se la viera presentable. Quería velarla a cajón abierto. Mostrar a todos el horror. En su búsqueda de Laura, Estela se había cruzado con muchas personas que no creían que esas muertes fueran ciertas. Mostrar su verdad, eso quería. Pero el funebrero dijo que no había forma de recomponer la cara de Laura.
El camino de vuelta a La Plata nunca fue tan triste. Estela se quedó pensando en las palabras del funebrero. Se preguntó: si el dinero que había entregado para tratar de rescatar a su hija no había servido, ¿por qué le habían devuelto el cuerpo?
¿Por qué el privilegio? Ensayó una hipótesis: “Detrás de eso habrá estado la mano de Bignone. Después de verme, habrá dicho: voy a dar la orden para que se la entreguen a la señora”, pensaba Estela. Con el correr de los años el razonamiento se le hizo más fuerte.
(...)
Sin un papel que certificara su identidad, el domingo 27 de agosto los Carlotto enterraron a Laura en el cementerio municipal como NN. Los trámites para escribir su nombre en la tumba demorarían años. Al otro día, Estela recibió la respuesta a un hábeas corpus que había presentado hacía meses acompañada por las mujeres del grupo de madres y abuelas.
Llevaba la firma del juez Russo: “Laura Carlotto nunca estuvo detenida. Se desconoce su paradero”. Tres días después de enterrar a su hija, llegó la otra novedad: le había salido el trámite de la jubilación. La primera impresión la amargó, la ironía la apuñalaba. Un instante después, le pareció que podía ser una bendición, una señal: de ahí en más podía disponer libremente del tiempo para encontrar a su nieto.
1 Patricia Dall’Orto, estudiante del bachillerato platense de Bellas Artes. Según el testimonio de otro detenido, Jorge Julio López, la joven fue asesinada de un balazo, igual que su marido, en Arana, en octubre de 1976. Jorge Julio López, albañil y militante, desapareció el 18 de septiembre de 2006, a los 77 años, cuando se dirigía a las audiencias de alegatos en el juicio oral que se realizó en La Plata y por el que fue condenado a reclusión perpetua el ex director de Investigaciones de la Policía Bonaerense Miguel Etchecolatz, por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Su familia y organismos de derechos humanos siguen reclamando por su aparición.
2 El equivalente a unos 112.000 dólares en 2013.
3 Testimonio de Estela Barnes de Carlotto, Juicio a las Juntas, La Plata, 15 de mayo de 1985.
4 Elsa Campos se acercó a la pinturería el 17 de abril de 1978. No se la pudo localizar para llamarla a declarar en los juicios por crímenes de lesa humanidad.
Fuente: Pagina/12
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