El 23 de diciembre de 2012 una joven apareció ahorcada en uno de los pabellones del Complejo Penitenciario Federal IV de Ezeiza. Desde 2009, otras siete mujeres murieron asfixiadas, apuñaladas o golpeadas. A esto se agrega el recrudecimiento de las condiciones de vida en la Unidad 31, donde en octubre pasado falleció un bebé de 15 días por causas que aún se investigan. Los casos revelan una circulación inédita de la violencia en la historia de ese penal.
Por Roxana Sandá
Por Roxana Sanda “En el penal estamos en una época de cambios; cambió el director y algunas celadoras, la Dirección Nacional hace sus recorridos, después de semejante desgracia acontecida en uno de los pabellones, inducida por la desidia y la sangre de pescado de unos cuantos. Luego de muchas verdugueadas y martirios hacemos mártires, siendo que jueces, habiendo quejas y quejas de las que vivimos adentro de estos muros donde nos trajeron, necesitan ver no sólo a una sino a varias mártires, para que en cámara lenta vayan naciendo en ellos sentimientos o raciocinios naturales que dan voluntad, ánimo de justicia. Mientras tanto, lo importante es terminar pronto con cualquier problema, así tengamos que echarle unas bolsitas de arena, tapamos la mugre y ya podemos caminar por ahí sin que el olor se disperse.” El texto, un ensayo producido desde la cárcel de mujeres de Ezeiza para ser leído durante un evento en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, surgió como una queja amarga luego de la muerte de dos presas en agosto del año pasado y se releyó como presagio después del 23 de diciembre último, cuando otra joven apareció ahorcada en el baño de un pabellón colectivo del Complejo Penitenciario Federal IV (CPF IV). Entre 2009 y 2012 se contabilizaron ocho decesos violentos en ese complejo, prácticamente una muerte por semestre, mientras que en la Unidad 31, donde se alojan madres con sus niños, la situación de vulnerabilidad recrudeció. Organizaciones y especialistas coinciden en señalar la existencia de “una circulación diferente de la violencia”, aumentada por circuitos anárquicos y consolidados de la droga, a esta altura calificados como negocio intramuros que compromete al Servicio Penitenciario Federal. Recuerdo de las muertes Florencia Cuellar, La China, tenía 23 años, una hija de 9, ganas de salir pronto, entusiasmo por el taller de periodismo y escritura que da la asociación civil Yo No Fui en el CPF IV, la ex Unidad 3. Solía proponer la creación de una biblioteca, arengaba con la edición de un libro de prosa y poesía colectiva, reía a diario y soportaba bastante bien la convivencia con otras dos compañeras en esa unidad considerada uno de los peores destinos. El 23 de diciembre último apareció colgada en el baño del Pabellón N° 21, entre las tres y las cuatro de la tarde. Como sucedió con todas las muertes anteriores, las autoridades hablaron de suicidio, de una depresión (inexplicable para quienes la conocían), de una visita familiar interrumpida, de lo que a todas se las acusa y por ende se las revictimiza, una autoagresión. La U3 es el único penal del Servicio Penitenciario Federal donde acontecen suicidios dudosos. Su padre no encuentra consuelo y busca respuestas en el Juzgado Federal N° 1 de Lomas de Zamora. Lo que ocurrió con sus otras dos compañeras de pabellón no es menos alarmante: una quedó detenida y la otra se autolesionó “apenas la sacaron del pabellón”, relatan las fuentes, por lo que fue internada en un hospital “y no se acordaba de nada”. Cuando personal de la Procuración Penitenciaria se presentó para conocer su testimonio, la mujer ya no se encontraba en el lugar: le habían dado el alta y la libertad. A la fecha, nadie pudo informar si en efecto estaban por otorgarle el egreso definitivo. El abogado Ramiro Gual, que coordina el Equipo de Investigación de Fallecimientos en Prisión, de la Procuración Penitenciaria, considera que el hallazgo del cuerpo de Florencia en ese sector de pasillos abiertos, a la vista de todos, “consolida un fenómeno inexistente antes de 2009, el de las muertes violentas en los penales de mujeres, que en su mayoría replican condiciones estructurales de pabellones conflictivos ocupados por las más jóvenes, y en número creciente ingresan por delitos contra la propiedad. Eso termina de configurar un colectivo donde además se hace fuerte la presencia de drogas de libre circulación”. Entronizado, un Servicio Penitenciario Federal que facilitaría “la autonomía de acción para que ocurran situaciones violentas”, agrega la psicóloga María Santos, del Equipo de Trabajo de Género y Diversidad Sexual de la Procuración. “Efectivamente, algunas de las mujeres que son allí detenidas, independientemente de sus características y padecimientos particulares, encuentran la muerte como respuesta y límite posible. La violencia más perversa habilita e induce a que los cuerpos sean utilizados como vehículos para frenar, paradójicamente, tanta violencia”, advierte Santos. Embate que no condice con los casos declarados. Según el Informe Anual 2011 del organismo, “La situación de los derechos humanos en las cárceles federales de la Argentina”, durante ese período nueve mujeres fueron víctimas de malos tratos físicos por parte de agentes del Servicio Penitenciario Federal, una cifra irrisoria, si “la mayoría de los casos de violencia que atraviesan al penal de mujeres quedan silenciados, formando así el perverso entramado de prácticas naturalizadas y/o inenarrables”. La Procuración sólo pudo presentar denuncias por dos casos, porque el resto de las mujeres se negó a denunciar. “Los casos que no son denunciados, pero sí registrados, conforman el cinturón de impunidad, entre otras variables, que protege y multiplica las violentas prácticas estatales”, remarca el informe. Las futuras represalias, las amenazas de traslado, los períodos prolongados en sectores de aislamiento y el temor fundado al fracaso y/o complicidad del sistema judicial “son algunos de los ejes que potencian el subregistro de hechos de violencia”. En ese escenario, la espiral agresiva alcanza su auge de efectividad entre las más jóvenes. El “Mapa de la violencia de género en la Argentina”, elaborado por la Asociación Para Políticas Públicas, recomienda “prestar especial atención y desarrollar políticas respecto de las mujeres adolescentes y jóvenes, que son el principal grupo de riesgo de suicidios”. Lo urgente de la cuestión radica en traducir el real significado del “suicidio” en el CPF IV. A diferencia de años anteriores al período que analiza el informe de la Procuración, las autoridades del SPF habrían comunicado de inmediato los fallecimientos. “Sin embargo, las explicaciones ensayadas por los directivos penitenciarios fundamentan las muertes en las características y problemáticas particulares de cada una de las mujeres fallecidas. (...) Se encontraron acciones aisladas a cargo de profesionales de la Salud de la Unidad, pero de ningún modo se constituyó un programa de prevención integral que aborde la violencia por parte del sistema como fenómeno emergente.” TRANSPARENTES No se puede tapar el sol con la mano ni pretender deconstruir muertes anunciadas con el pretexto excluyente de la autoflagelación. A María Laura Acosta le faltaban cuatro meses para recuperar la libertad y reencontrarse con su hijo. Cecilia Hidalgo aún transitaba un período largo de condena, que atenuaba siendo el sostén económico de sus sobrinos. María Laura había cumplido los 35 años con cierto entusiasmo. Cecilia, a sus 24, sabía determinar prioridades. La depresión era casi una extrañeza. Sus ex compañeras aseguran que nunca se autoagredieron; ninguna había iniciado el mapa de los cortes en el cuerpo. El 28 de agosto de 2012 aparecieron muertas en su pabellón, el 8. María Laura ahorcada y apuñalada; Cecilia asfixiada sobre la cama. Las otras tres mujeres que compartían el espacio fueron derivadas casi de inmediato a penales de provincia. El titular de la Procuración Penitenciaria, Francisco Mugnolo, dijo entonces a este suplemento que “se trata de un episodio grave porque es la primera vez, desde que soy procurador, que se produce un asesinato en la cárcel de mujeres. El deber de vigilancia del Estado cuando priva a alguien de la libertad es superlativo, porque es el que tiene la responsabilidad por la vida de las personas”. La muerte de Florencia reavivó el miedo de las demás a no salir vivas, pero no agitó la capacidad de sorpresa. “Son siempre los mismos hechos”, dice G., una de las mujeres alojadas en el mismo complejo. “Con más o menos ruido según la hora del día o de la noche en que se cometa el asesinato, porque son asesinatos, con la misma violencia y el mismo ensañamiento siempre. Después separan y trasladan a las que estuvieron más cerca, 48 horas de luto y a otra cosa. Seguimos siendo las invisibles.” El recuerdo de otras muertes por ahorcamiento en esa unidad, cuestionando hipótesis de suicidio, se sostuvo en el tiempo. El 3 de febrero de 2012, Yanina Hernández Painnenfil sufrió una crisis nerviosa cerca de las 15. Luego de pasar por el centro médico volvió al pabellón. Dos horas después la encontraron colgada en un baño. Antes, en 2009, hallaron muerta a Silvia Romina Nicodemo en circunstancias parecidas. Lo mismo les sucedió a Romina Leota, Vanesa García Ordóñez, Ema Alé y Noelia Randone. El informe “Mujeres en prisión. Los alcances del castigo”, revela un SPF con rol protagónico en el despliegue de estas prácticas violentas. Elaborado por equipos del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), del Ministerio Público de la Defensa de la Nación y de la Procuración Penitenciaria, el trabajo descubre al SPF “como el agente directo que ejerce la violencia” y “como responsable indirecto de las situaciones violentas dentro de la cárcel”. Esta segunda forma “implica un rol más multifacético (del SPF): ya sea al intervenir después de permitir que los hechos de violencia se desencadenaran, o bien al adoptar una actitud pasiva frente a ellos, sin hacer nada al respecto”. El análisis de las prácticas violentas “deja al descubierto un vasto repertorio de técnicas: el uso directo del cuerpo de las detenidas para el ejercicio de esas prácticas que combinan golpes, patadas, torniquetes de pelo; la utilización simultánea de golpes y patadas mientras las detenidas están esposadas; el uso de instrumentos como palos; técnicas de ahogamiento; la violencia sexual, que tiene lugar en su forma más extendida durante las requisas y, en menor proporción, el abuso sexual”. Las opciones se complementan con “la desproporción del número de agentes estatales que ejercen la violencia sobre una sola detenida, la sucesión de actos agresivos o vejaciones corporales en una secuencia temporal repetitiva y extensa, y su escenificación, donde la exhibición del ejercicio del castigo físico busca un efecto aleccionador”. Desde el Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (Cepoc), la abogada y magister en criminología Claudia Cesaroni plantea la desmilitarización urgente de la fuerza, limitándola “a una función de custodia externa” de las unidades penitenciarias. “Es preciso derogar la Ley orgánica del SPF N° 20.416, creada por la dictadura de Lanusse en mayo de 1973, días antes de la asunción del gobierno democrático, y discutir un nuevo Servicio Penitenciario, desmilitarizado, reducido. El resto de las actividades que se realicen dentro de la cárcel deben desarrollarse desde las instituciones públicas respectivas, como los ministerios de Educación, de Desarrollo Social, de Trabajo, de Salud y la Secretaría de Deportes, entre otros”. En octubre de 2012, a dos meses de las muertes de Hidalgo y Alonso, un bebé de 15 días falleció en la Unidad 31, donde se alojan mujeres en período de gestación y lactancia junto con niñas y niños de hasta 4 años. Las causas y circunstancias que provocaron el fallecimiento del bebé están siendo investigadas, pero varias fuentes consultadas lo relacionan con el incremento de episodios de agresiones físicas y verbales en la planta de madres más jóvenes, y el “agravamiento de la comercialización y el consumo de sustancias psicoactivas”. Para la misma época, un informe social que acompañaba la solicitud de arresto domiciliario de una madre, advertía sobre “las dificultades de la mujer para ejercer la función materna”. En el legajo se manifiesta la existencia de un creciente nivel de violencia en la planta de madres, que es vinculado especialmente con el consumo de drogas, por lo que se establece que “no resulta posible garantizar la integridad física y/o psíquica de los niños”. Un año antes, en agosto de 2011, Nahiara C., una niña de dos años alojada en la U31 con su mamá, quedó al cuidado de una tía privada de la libertad en el mismo establecimiento, mientras la madre visitaba a un familiar internado en la unidad de terapia intensiva de un centro de salud pública. Al regresar, la mujer se dio cuenta de que Nahiara presentaba alteraciones en su estado psicofísico, que interpretó como síntomas de intoxicación. Por la gravedad del cuadro, la niña debió ser trasladada a un hospital extramuros, en el que se le diagnosticó una intoxicación por ingesta de sustancias psicoactivas. Varias mujeres privadas de su libertad tanto en el CPF IV como en la U31, que pidieron mantener en reserva su identidad, ponen reparos con respecto al ingreso de sus hijas/os como visitantes o para un alojamiento prolongado “por el clima raro que se vive, las continuas peleas y la circulación de alcohol y pastillas. Además, desde la muerte del bebé se prohibió que durmamos en la misma cama con los niños y nos entregaron cunas de madera, pero están llenas de cucarachas y tenemos miedo de que se les metan a los chiquitos por los oídos o la nariz”. La Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Sennaf) es el único organismo del Sistema de Protección Integral de Niñez que desarrolla un programa en la U 31, a través del Programa de Atención a Niños con Madres en Situación de Detención. La iniciativa no da abasto para cubrir la asistencia de la totalidad de chicas y chicos que habitan la cárcel, pero brinda asistencia directa y es una de las agencias estatales abocada a resolver situaciones cotidianas de la infancia en el lugar de detención. Al 14 de diciembre de 2012, el CPF IV alojaba 426 detenidas, de las cuales 402 eran mayores de 21 años: 272 estaban procesadas y 130 condenadas. Otras 24 eran jóvenes adultas (entre 18 y 21 años). Unas 19 eran procesadas y 5 condenadas. La U31 alojaba 174 detenidas; 172 mayores de 21, con 79 procesadas y 93 condenadas, y 2 jóvenes adultas: una procesada y otra con condena. Gual concluye que esa descripción “permite comprender que la complejidad y las dificultades que enfrenta la realidad de esta prisión están dadas en gran medida por los colectivos que componen su población. La heterogeneidad y el deterioro de las condiciones de vida exponen un cuadro que se traduce en la violación sistemática de los derechos humanos de las mujeres en prisión”. Una investigación del Comité Científico Asesor en materia de estupefacientes, del Ministerio de Justicia, confirma “los efectos nocivos del encarcelamiento de este colectivo de mujeres de ‘escasa peligrosidad social’, así como la ausencia total de efectos positivos en relación a los fines de la pena”. L., una mujer privada de su libertad y la autora del texto leído en la Facultad de Ciencias Sociales, eclipsa cualquier literatura para ponerle urgencia al reclamo. Quisiera, como el resto de las mujeres que habitan los pabellones del penal, abrirle paso al debate demorado sobre los caminos alternativos del encierro. “El sistema va saturando, agobiando a las personas hasta llevarlas a cometer un delito. Cuando ya se está listo para la delincuencia por esa situación de agobio que da el sistema ya podemos traerlos presos, y cuando ya están acá (...) el sistema adiestra muy bien, utilizando mecanismos altamente tumberos que si la persona se maneja con un lenguaje de educación y respeto, va a tener que soportar mucho más verdugueo de la policía, por gila, ya que ellos utilizan otras formas de manejo y hay que estar acorde y siempre atenta para que no te sorprendan con sus jugadas. Comienza a resocializarse la interna ya que los golpes no duelen y las glándulas lagrimales se secaron. Nada le conmueve, ya no cree en nadie. ¡Ahora es alguien!”.
Fuente: Las 12
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