viernes, 31 de diciembre de 2010

EL LADO OSCURO DE LOS NOBEL

Detrás del mito que rodea a los famosos galardones suecos. La historia celosamente guardada por los albaceas de la Fundación bautizada con el nombre Del misántropo, que no dudó en compatibilizar la industria bélica con la entrega de un premio por la paz.

Por tercer año consecutivo, el Comité noruego negó el Premio Nobel de la Paz a las Abuelas de Plaza de Mayo. La decisión de ignorar el monumental trabajo de la institución que ha devuelto su identidad a 102 nietos apropiados por la dictadura, no puede explicarse sólo por las otras 230 nominaciones. Las razones deben buscarse en el sesgo ideológico de la Academia, más preocupada por ocultar la historia negra que rodea a su fundador y a sus continuadores, que en actuar con justicia y ecuanimidad.
Detrás del mito altruista que rodea a los premios Nobel, hay una historia celosamente guardada por los albaceas y los circunspectos miembros académicos. La historia comienza con Alfred Nobel, pero se prolonga hasta nuestros días.
Además de ser el padre de la industria bélica moderna, este químico sueco fue el inspirador de la doctrina del balance por el terror entre las superpotencias, sin que ello le resultara incompatible con la instauración de un premio internacional a quienes trabajaran por la paz.
Alfred Nobel (1833-1896), que se hizo rico gracias a la invención de la dinamita, terminó horrorizado por las aplicaciones bélicas de su invento y se transformó en un fervoroso pacifista. Lo quiso demostrar recompensando a quienes hubieran brindado los mayores servicios a la humanidad. Hasta aquí, la versión oficial. Pero la otra historia, tiene más aristas.

Un secreto explosivo. En el otoño de 1864, volaba en mil pedazos la primera fábrica de nitroglicerina montada improvisadamente por Nobel en Suecia. Cinco personas murieron en la catástrofe. El hecho de que una de las víctimas fuese su hermano menor no causó mella en aquel hombre que, años más tarde, sería llamado el padre de la dinamita.
Sin que importase lo macabro de la idea, Nobel consideraba que el desarrollo de un nuevo explosivo debía cobrarse, de manera inevitable, vidas humanas. Una nueva era surgiría antes de que cesase el eco mismo de las detonaciones, prometía el inventor.
La pasión por escribir cartas y la manía de contabilizar todos sus gastos abrieron muchos interrogantes sobre la personalidad oculta detrás del bronce. Muchas de las 216 cartas escritas por él están guardadas en el Archivo Nacional Sueco.
La mayoría de las misivas estaban dirigidas a “mi pequeña protegida”, Sofie Hees, una muchacha veinteañera a quien Nobel conoció cuando ya era cuarentón y a quien instaló en un lujoso departamento de París. Nobel satisfacía los requerimientos y caprichos de Sofie y, a la vez, los registraba meticulosamente en sus libros de contabilidad bajo el sugestivo rubro de Diablito.
Veinte años duró el romance que terminó cuando Sofie comenzó a extorsionar a Nobel, amenazándolo con hacer públicas sus fogosas cartas.
Además de amante ardiente, Nobel era un incansable escritor de cartas. Podía redactar treinta por día. Ese epistolario lo delata como un misántropo incurable. Nobel se define a sí mismo como un hombre prematuramente envejecido y desgarrado internamente, “un monstruo que debía haber sido estrangulado al momento mismo de nacer”, según escribiría en una de sus tantas depresiones.
Sin embargo, existen fundadas evidencias de que había algo de pose en esa misantropía de Nobel: la ambición de lograr con la palabra una mezcla de pesimismo y alegría tan temeraria y devastadora como la nitroglicerina.
De allí que una noche se animara a sugerir, ante un grupo de pensadores franceses, que la Policía debía habilitar un hotel para suicidas, a fin de evitar que los desesperados se arrojasen a las aguas del Sena, causando un bochornoso espectáculo para los habitantes de París.
“Es una idiotez pretender ser algo o alguien en esta manada de mil cuatrocientos millones de monos bípedos y sin rabo que deambulan por este descontrolado proyectil que es el planeta Tierra”, sentenció el padre de la dinamita en uno de sus tantos ataques de misantropía.
Su famoso testamento, que desde 1901 convierte a una media docena de individuos en millonarios la noche del 10 de diciembre de cada año, no es más que otro gesto arrogante que ilustra la actitud de Nobel hacia sus congéneres. En el documento fechado en París el 27 de noviembre de 1895 y que consta de diez escuetas líneas escritas con letra cursiva y no pocas faltas de ortografía, Nobel expresa su voluntad de que sus bienes se transformen en un fondo, “cuya renta anualmente se reparta entre quienes durante el año anterior hayan hecho los aportes más significativos para la humanidad en las áreas de la física, la química, la medicina, la literatura, y para aquel que se haya dedicado a la tarea de hermanar a los pueblos, abolir los ejércitos, etcétera”.
El concepto de “abolición de los ejércitos” adquiere un sentido particular en boca del padre de la dinamita, la nitroglicerina y los devastadores cañones Bofors. En las cartas de Nobel a la dirigente pacifista Berta von Suttner se pueden encontrar los primeros indicios de lo que más tarde se daría en llamar “el equilibrio por el terror”, teoría que hasta la fecha sólo logró colocar al mundo al borde de la hecatombe nuclear.
Nobel estaba convencido de que, con el aumento de la potencia detonante de las armas, los ejércitos se volverían innecesarios. El terror a las armas efectivizaría la guerra, elevándola a su condición más pura. En ese sentido, el Premio no significó el arrepentimiento por los millones de víctimas que sus inventos cobraron sino, sencillamente, su objetivo fue que su nombre quedara inscripto en la historia.

Inversiones no develadas. Uno de los secretos mejor guardados por los integrantes del Consejo de Administración de la Fundación Nobel se refiere a los lugares donde está invertido el capital que produce tan buenos dividendos. Pese al hermetismo que rodea el tema, se sabe que a fines de los años ’80 controlaba importantes partidas accionarias en el conglomerado japonés Sony, en la Compañía de Gas de Washington y en empresas suecas, como Volvo, Atlas Copco y AGA.
El propio Nobel sentó las bases de lo que hoy es uno de los más importantes consorcios fabricantes de armas, la fábrica Bofors, famosa en todo el mundo por sus piezas de artillería, municiones y explosivos, presentes a ambos lados de la línea de fuego en todos los conflictos bélicos de la historia contemporánea. Esa empresa fue investigada en 1987 por su presunta participación en el asesinato del primer ministro sueco Olof Palme.
Cada vez que se pregunta sobre inversiones en la industria bélica, los miembros de la Academia evitan dar respuestas concretas. A lo sumo dicen que, en última instancia, es el Banco de la Nación de Suecia el que cuida los bienes financieros y que, como todo banco, puede acomodar sus dineros donde más reditúen, sin que importe cómo.
Sin embargo, no existen dudas acerca de que quienes administran los fondos de la Fundación Nobel han perpetuado esa tradición iniciada por su inspirador. Stig Ramel, director de la Fundación Nobel desde 1972 hasta 1992, alternaba su tarea de administrar la economía de los premios con la labor de asesor internacional del consorcio norteamericano Rockwell, que fabricaba los superbombarderos B1 y el sistema de encendido de los misiles nucleares.
Por algo, Thomas Stearns Eliot, poeta y dramaturgo angloestadounidense ganador del Nobel de Literatura en 1948, dijo que el premio es “un billete para la tumba”.

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