El proyecto de Ciencia, Tecnología y Creatividad (CTC) comienza nuevamente, junto al inicio de clases, y se realiza en 62 escuelas públicas de zonas vulnerables para que los chicos y chicas experimenten, investiguen, aprendan y nunca dejen la edad de los porqués. Pero, además, una de sus prioridades es generar igualdad de condiciones y posibilidades para alumnos y alumnas y fomentar en las niñas el conocimiento de la astronomía, la biología o la electricidad para promover una futura generación de investigadoras. Por Luciana Peker
“A mí me están gustando la tierra, el sol y la luna”, define sus intereses Ludmila, de diez años. Ludmila traspasa el techo de su escuela de Lanús, de los pasillos llenos de colores, de posters y ganas, de la vista a la plaza, de los perros que husmean en el colegio de puertas abiertas. Ella cruza, a partir del lunes que viene, la puerta del aula y empieza las clases del ciclo lectivo 2011 con un plan piloto de aprendizaje que planta a las chicas con una raíz en la tierra y las lleva de viaje por el sol y la luna. A un viaje sin techo –como la eterna edad de los porqués que permite el aprendizaje de las ciencias– y de romper el techo de oficios supuestamente femeninos (que no suele promover la formación de astrónomas, investigadoras, biólogas u otras especialidades científicas) para hacerla soñar con eso, eso que le está gustando tanto: la tierra, el sol y la luna. Pero romper el techo de la enseñanza tradicional en la escuela no es sólo un deseo de Ludmila o un buen proyecto individual, es un plan más ambicioso que se llama Ciencia, Tecnología y Creatividad (CTC) que se realiza desde el 2009, con el apoyo del Ministerio de Educación, en 31 escuelas bonaerenses y en otras 31 tucumanas que llega a 8900 chicos y chicas de zonas muy vulnerables, a través de 260 docentes, que dan clases entre cuarto y quinto grado. Tradicionalmente, la enseñanza de las ciencias estuvo relegada en los programas curriculares y cuando ingresó como disciplina lo hizo con un sesgo machista muy marcado. Se supuso, durante muchos años, que la ciencia era cosa de hombres y se supuso tanto que a los varones los mandaban a clases de ciencias y a las niñas a bordar. Las nenas ya no bordan, pero siguen recibiendo muñecas de regalo, mientras ellos abren paquetes que desenvuelven microscopios, entre otras diferencias que van corriéndolas del deseo de investigar y preguntar hasta encontrar respuestas. En la escuela primaria nº 3 “República de Brasil” de Lanús (más precisamente Valentín Alsina) se da el programa Ciencias, Tecnología y Creatividad (CTC) desde hace dos años y ya es aclamado como un favorito en la clase que genera no solamente un incentivo a esta disciplina, sino la costumbre de preguntar y buscar respuestas (que siempre lleva el sentido crítico a cuestas) y pone especial énfasis en la igualdad y el rendimiento de las alumnas en el aprendizaje. “Nos hemos sorprendido mucho de la precisión con la que trabajan los chicos y chicas y los resultados en la ampliación de su vocabulario, el relato escrito, el manejo de la oralidad”, resalta Natacha Sáenz, docente y directora de la escuela “República de Brasil”. Aunque, se sincera, que cuando aparece un nuevo proyecto muchos/as maestras/os lo sienten como una mochila más sobre sus espaldas cree que después de pasar por las aulas la ciencia generó en todos y todas una sensación de valor agregado. “Siempre los docentes tienen miedo a lo desconocido. Pero con este proyecto hay maestros/as que estaban aburridos y volvieron a aprender e incluso cambiaron su manera de enseñar. Ahora sus planificaciones son más creativas y diferenciadas. Por eso, el CTC contagió a docentes, chicos y padres las ganas de aprender”. Y Natacha resalta otro logro del ingreso de la ciencia a las aulas: “Con los proyectos los chicos se dan cuenta que se puede experimentar y que no hace falta googlear todo”. Experimento propio La ciencia no es sólo un aprendizaje de conocimientos. O un camino para formar científicas. Lo más interesante es que es un camino para justamente poder probar, probar y probar. “En un recipiente con lombrices cambiamos la tierra y en otro dejamos la misma tierra que había. Así pudimos comprobar que creció la población en el que cambiamos la tierra y en el otro no”, cuenta del experimento de la clase Aldana, que aunque es niña ya es toda una experimentada, al menos en eso de cambiar para ver qué cambia. Ayelen Attias, coordinadora de tutores del Programa CTC, subraya que los alumnos/as no sólo tienen un plus en su cuaderno de planificaciones escolares sino que también ellos y ellas le dan un plus al propio proyecto. “Los chicos/as fueron más allá de lo que habíamos pensado en el libro y decidieron hacer sus propios experimentos”, valora. El programa es igual para nenes y nenas, pero igual ya es un paso porque, justamente, pone especial énfasis en romper con los estereotipos de género que dejan a las mujeres en la casa y a los varones en la investigación o que permite a las chicas soñar con ser maestras jardineras, princesas frustradas, empleadas domésticas o secretarias ejecutivas sin darles libertad a sus propias fantasías. La mamá de Dina, de 11 años, no trabaja. “Está en mi casa”, relata ella que siente como un orgullo poder hablar de lo que aprendió sobre los ciclos de vida. A ella no se le ocurre no trabajar de adulta. La pregunta no es muy ocurrente, pero se impone: –¿Qué querés ser cuando seas grande? –Científica y veterinaria –contesta. Segura. Tanto como le gustan sus perros. Tanto como no los quiere sólo como mascotas, sino que piensa su amor fuera de los peluches y cerca de la posibilidad de atender, curar, diagnosticar, trabajar. Dina no quiere –sin ni siquiera nombrarlo– repetir la pasividad de su mamá porque le parece natural –tan natural como el apareo– que su curiosidad se vuelva oficio. Tan natural como puede contar un apareo: “Las dos lombrices se pegaban y empezaba a salir una baba de espermatozoides y después hacían capullitos”, relata. –Lo que más me gustaría es ser científica, ya sé que requiere mucho esfuerzo el estudio, pero a mí me encanta estudiar –se enaltece Natalia que aletea las palabras con ojos marrones que se ondulan como mariposas que no pueden quedarse quietas. Pero no se trata de dar sólo respuestas (mucho menos a las preguntas sin vuelo de los adultos y, mucho menos, de las periodistas adultas) sino de lo más divertido de las ciencias: preguntar. “Yo tengo una duda: ¿Cómo vienen los meteoritos con tanta fuerza si no hay gravedad?”, pregunta Natalia. Y antes de ir a buscar enciclopedias para poder atajar alguna respuesta, por suerte (esta vez que la cronista no tiene que hacer de madre) Natalia misma explica que no es sólo una pregunta meteórica sino una costumbre la de preguntar. “Se me hacen cada vez más preguntas que yo también las investigo a través de libros y de mi propio pensamiento”, explica. Pero también impone el acosado rol de su madre: “Yo le hago las preguntas a mi mamá y al segundo que se lo pregunté para mí pasaron mil años y por eso ella me contesta ‘Natalia, no sé’”. Pero Natalia insiste y va por ejemplo con “¿Cómo es que tenemos luna?” “¿O por qué la luna está justo ahí en ese punto?”. Y no se conforma con mirar para arriba y esperar razones divinas. “Me gustan las respuestas precisas –requiere–, no me gustan las respuestas no completas, si no ¿de qué me sirven las respuestas?”. Pero sus pretensiones empujaron el carro de las expectativas familiares. “Mi mamá empezó a estudiar porque si no no podía darme respuestas”, cuenta. Ludmila, en cambio, no dice no sé como la madre de Natalia. Sí sabe. Incluso, sabe de sus propios errores. “No nos dimos cuenta que las lombrices tenían más luz de la que podían resistir y por eso los bebés no llegaron a ser jóvenes.” No se hizo la luz. Se construyó una razón. Y Natalia describe el proceso de conocimiento con su cara de nena y sus uñas disparadas de moda y colores y anillitos que pueblan sus dedos cuando explica eso que ya no es ningún misterio insondable. El conocimiento no se queda en el aula donde chicos y chicas juegan en un recreo de cartas de animales que pasan de mano en mano midiendo orígenes, alimentos y pesos. El conocimiento trasciende como un motor que empuja otros recursos para las niñas y otro lugar en la familia. “A mi papá le enseñé electricidad y cada vez que se corta la luz le agarro la batería del auto para solucionarlo con dos cables. Es algo importante para que mis dos hermanas (Diana, de seis años y Valentina, de tres años) no tengan miedo”, muestra la valentía que le da el conocimiento Ludmila. Dina también se enorgullece: “Aprendimos cómo prender y apagar objetos con imanes”. Las docentes no se quedan afuera. No sólo del aula. Tampoco del aprendizaje. Laura Pérez, profesora de Historia, empezó a trabajar en el proyecto de Ciencia y Tecnología de la Creatividad (CTC) con una tutora general y otra que –quincenalmente– apoya el curso de las clases. Ella valora la ciencia no sólo como una fuente de conocimiento sino como una herramienta de análisis. “A los chicos los hace tener un pensamiento mucho más crítico, observar detenidamente, buscar evidencias. Les genera una actitud científica en la vida que es aplicable en otras áreas”, sostiene. ¿Pero por qué además de incentivar las preguntas también promueve la equidad de género? Aldana remarca: “La electricidad no es de varones, es para todo tipo de gente. En un capítulo de Los Simpsons le decían a la mamá que no podía ser carpintera porque era cosa de hombres y que carpintero tenía que ser Homero. Yo también tengo un amigo que dice que el trabajo es para los hombres y las mujeres se tienen que guardar a cocinar. Pero ya no”, dice Aldana, la hija, orgullosa, de una mujer que cose carteras y limpia casas. “A mí me gustaría trabajar”, se planta y plantándose salta para adelante. “Todos los temas se tocan de manera igualitaria y jamás partimos de la idea de que la electricidad no les va a interesar a las nenas por ser nenas, por ejemplo, y esto genera un cambio en la mirada de las familias”, apunta Laura. Y su alumna, Daiana, muestra el circulo en la equiparación de distintas formas de trasmitir el conocimiento a varones y mujeres. “A mí mamá le gusta porque aprende conmigo”, se alegra. Mientras que Ludmila se alegra de aprender. “Me gusta aprender de la naturaleza”, resalta. Y resalta su sueño: “Yo quiero terminar la escuela para que mi papá, que es camionero y que siempre me dice que estudie para que no me pase lo que le paso a él que tuvo que trabajar para mantener a su papá y su mamá, se ponga contento”. Terminar el colegio ya es todo un desafío en el sur bonaerense. Pero acá, en esta aula, donde se habla de la tierra y el sol terminar no es el único destino, sino, también probar, probar, probar y no sólo aprobar. Aunque no todos los experimentos se suman. También están los que van cada uno a su lugar. “Una mezcla de aceite con otra de agua nunca se va a mezclar”, enseña Ludmila. Pero otros experimentos logran poner a las chicas de la cabeza. “Frotamos un sorbete y vimos cómo se levantaba el pelo”, reporta Dina. El aula –que mantiene símbolos tan marketineramente femeninos como a la gatita Kitty– es un espacio impregnado de algo más que pizarrones y mapas. Un balde transparente, con un globo y un silbato para mostrar como trabaja el pulmón muestra que, a través de este proyecto piloto de incentivo de ciencias en las escuelas, todo se vuelve una prueba permanente. Wanda pasó por otros colegios. Por eso, puede notar la diferencia (mientras repasa el recorrido de sus trenzas): “En las otras escuelas que fui nunca tuve un proyecto científico que vaya más allá del trabajo en la carpeta o de escribir”. Hay recreo. Hay helados. Hay juegos. Hay un aprendizaje que es como una secuela: continúa / continuará. Las chicas juegan a las cartas, a las cartas con mariposas, pumas, pájaros, peces, mosquitos, tortugas. Miran los colores, los animales, la fiesta de la naturaleza pasar y la ponen sobre la mesa. Barajan. Barajan y dan de nuevo
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