Todavía hoy tiene vigencia la denuncia que sobre la situación de los pueblos originarios compartiera la líder indígena y defensora de los derechos humanos Rigoberta Menchú Tum, en una carta al ex secretario de Naciones Unidas Koffi Annan, dieciséis años atrás. En la misiva, la Premio Nobel de la Paz de origen guatemalteco alumbraba con agudeza la realidad trágica de los pueblos originarios en una posmodernidad high tech inequitativa. “Se enfrentan a una grave situación de marginación y discriminación que aun con los avances recientes no se ha podido superar”, protestaba Menchú Tum para despertar al mundo.
Su visión crítica se aplica correctamente a la realidad actual de los pueblos originarios de la Argentina. En nuestro país hay más de 600 mil indígenas o descendientes de aborígenes que, en su gran mayoría, no habla la lengua original ni la comprende y, que además, a diferencia de sus abuelos que crecieron en el campo, vive en ciudades.
En efecto: en el país hay 600.329 personas que asumen que pertenecen y/o son descendientes directos de una gran diversidad de pueblos indígenas. Un sexto de ellos son mapuches y poco más de un 10 por ciento son kollas o tobas. Eso es lo que surge de la última Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas (Ecpi) que se llevó a cabo entre 2004 y 2005 en el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) sobre la base de las muestras del Censo Nacional de 2001.
De acuerdo con los resultados, la comunidad más populosa es la mapuche, con 113.680 habitantes que residen mayoritariamente en Chubut, Neuquén, Río Negro, Santa Cruz y Tierra del Fuego. En cantidad de habitantes le sigue el pueblo kolla, con 70.505 personas que viven, en su mayoría, en Jujuy y Salta. Y, en tercer lugar, el pueblo toba, con 69.452 habitantes, concentrados sobre todo en Chaco, Formosa y Santa Fe. Así, 13 de un total de 31 pueblos originarios residen en la región Noroeste (NOA). Y otros seis en la región Noreste-Litoral (NEA-Litoral).
Los de menor población son los pueblos quechua (561), los chulupi con 553 habitantes, los sanavirón con 528, los tapiete con 484 y, finalmente, el pueblo maimará con 178 personas.
También surge de la encuesta que apenas una porción pequeña de ellos conserva una práctica adecuada de la lengua originaria. Según revela el Ecpi, el 85 por ciento del pueblo wichi, conformado por unas 40.036 personas en todo el país (representan menos de la mitad del pueblo mapuche y 30 mil habitantes menos que el kolla y o el toba) habla o comprende el wichi. El 88 por ciento de los 4.465 habitantes pilagá puede hablar o comprender su lengua Y de los 2.613 chorote que habitan en el país, el 77 por ciento es capaz de usar su lengua originaria. “Lo que surge en la encuesta en relación al grado del conocimiento de las lenguas indígenas es que éste no se relaciona con la cantidad de población que tiene cada comunidad. Es decir que las comunidades con mayor población no necesariamente son las que más dominio de la lengua poseen”, explica un análisis abreviado hecho por expertos del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (Inai) sobre la base de los datos de la Ecpi.
De los registros surge también que poco más del 99 por ciento de los habitantes de los pueblos aymara, querandí, pampa, lule, ona y tehuelche viven en ciudades. Al igual que el 80 por ciento de los mapuche y el 37,7 por ciento de los kolla.
Estos resultados expresan la marginalidad en que fueron encerrados los pueblos originarios después de la conquista y la colonización. Al centenario proceso de aculturación de las comunidades aborígenes, se sumó en el último siglo la pérdida masiva de su lengua originaria producto de que sólo reciben una enseñanza escolarizada en español, lengua diferente a la propia, a la de su memoria, a la de su historia.
La pérdida de las comunidades originarias de sus raíces culturales se ha visto agravada por el hecho de que la mayor parte de los descendientes de pueblos aborígenes vive en ciudades que les ofrecen un contexto de vida completamente distinto al de sus ancestros. Esto es: en las ciudades carecen de condiciones comunitarias para sostener una cultura de carácter tradicional.
La realidad arrojada por la Ecpi indica que en las comunidades indígenas de nuestro país se ha profundizado el proceso de marginación e inequidad. Una tendencia que, desde los primeros momentos del siglo XXI, se viene agudizando con la masividad de las comunicaciones y con las más nuevas formas de expansionismo de “la globalización”.
De esta manera, en las últimas décadas los pueblos indígenas de la Argentina han sufrido una segunda marginación porque el uso de la tecnología no ha producido entre ellos, respecto de las comunidades dominantes urbanas, igualdad de oportunidades sociales y educativas. Muy por el contrario, si la mayoría de los indígenas argentinos es analfabeta en su lengua originaria, y si además padece el desarraigo cultural e histórico, tampoco tiene acceso a las nuevas tecnologías.
Los Estados modernos han intentado terminar con estas diferencias entre los pueblos blancos nacidos y crecidos en ciudades en las que el uso de la tecnología es prioritario para ejercer los derechos ciudadanos y orientarse en la vida laboral. Los Estados modernos han hecho cientos de intentos por suplantar las diferencias. Por asimilar a las comunidades aborígenes, por respetarlas. Han aplicado muy distintos métodos. Pero hasta ahora, ninguno de ellos ha prosperado. Lo que sí ha tenido éxito es el modo en que estos métodos y estos intentos los han marginado nuevamente e incluido erróneamente dentro del Estado. ¿El resultado concreto? Hoy son extremadamente vulnerables. Los excluidos de los excluidos. Son muy pobres, han perdido en gran medida su memoria y su identidad, y en su mayoría son faltos de salud y educación. En su corazón, la historia de quiénes son y para qué son está desdibujada. En la actualidad concreta, no tienen para alimentar bien a sus hijos, no tienen acceso a una educación bilingüe, no viven en zonas en las que pueden desarrollar sus tradiciones culturales ancestrales y cuando alcanzan al sistema de salud, la mayor parte de las veces, el sistema no comprende quiénes son, cómo se relacionan con sus hijos, cuáles son sus representaciones respecto de los medicamentos y de qué modos, más tradicionales, suelen curarse.
Hoy, en la Argentina no hay una política educacional para las comunidades aborígenes. Tampoco se los incluye en los programas de enseñanza de informática y menos en las entregas masivas de notebooks. Tres veces marginados, una por el precapitalismo colonialista, otra por el capitalismo industrial moderno y una tercera por el posmodernismo cool y salvaje, las necesidades de los pueblos originarios aún son completamente básicas.
Es necesario pensar en un programa global que iguale las oportunidades de los más de 600 mil aborígenes de nuestro país respetando su derecho a conservar su identidad. Pero que los iguale con el resto del pueblo argentino para que los indígenas de la Argentina puedan gozar y participar activamente de las políticas de nuestra nación. Un desafío de tal envergadura que sólo el Estado nacional puede afrontarlo con políticas estratégicas sólidas, coherentes y serias.
Su visión crítica se aplica correctamente a la realidad actual de los pueblos originarios de la Argentina. En nuestro país hay más de 600 mil indígenas o descendientes de aborígenes que, en su gran mayoría, no habla la lengua original ni la comprende y, que además, a diferencia de sus abuelos que crecieron en el campo, vive en ciudades.
En efecto: en el país hay 600.329 personas que asumen que pertenecen y/o son descendientes directos de una gran diversidad de pueblos indígenas. Un sexto de ellos son mapuches y poco más de un 10 por ciento son kollas o tobas. Eso es lo que surge de la última Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas (Ecpi) que se llevó a cabo entre 2004 y 2005 en el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) sobre la base de las muestras del Censo Nacional de 2001.
De acuerdo con los resultados, la comunidad más populosa es la mapuche, con 113.680 habitantes que residen mayoritariamente en Chubut, Neuquén, Río Negro, Santa Cruz y Tierra del Fuego. En cantidad de habitantes le sigue el pueblo kolla, con 70.505 personas que viven, en su mayoría, en Jujuy y Salta. Y, en tercer lugar, el pueblo toba, con 69.452 habitantes, concentrados sobre todo en Chaco, Formosa y Santa Fe. Así, 13 de un total de 31 pueblos originarios residen en la región Noroeste (NOA). Y otros seis en la región Noreste-Litoral (NEA-Litoral).
Los de menor población son los pueblos quechua (561), los chulupi con 553 habitantes, los sanavirón con 528, los tapiete con 484 y, finalmente, el pueblo maimará con 178 personas.
También surge de la encuesta que apenas una porción pequeña de ellos conserva una práctica adecuada de la lengua originaria. Según revela el Ecpi, el 85 por ciento del pueblo wichi, conformado por unas 40.036 personas en todo el país (representan menos de la mitad del pueblo mapuche y 30 mil habitantes menos que el kolla y o el toba) habla o comprende el wichi. El 88 por ciento de los 4.465 habitantes pilagá puede hablar o comprender su lengua Y de los 2.613 chorote que habitan en el país, el 77 por ciento es capaz de usar su lengua originaria. “Lo que surge en la encuesta en relación al grado del conocimiento de las lenguas indígenas es que éste no se relaciona con la cantidad de población que tiene cada comunidad. Es decir que las comunidades con mayor población no necesariamente son las que más dominio de la lengua poseen”, explica un análisis abreviado hecho por expertos del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (Inai) sobre la base de los datos de la Ecpi.
De los registros surge también que poco más del 99 por ciento de los habitantes de los pueblos aymara, querandí, pampa, lule, ona y tehuelche viven en ciudades. Al igual que el 80 por ciento de los mapuche y el 37,7 por ciento de los kolla.
Estos resultados expresan la marginalidad en que fueron encerrados los pueblos originarios después de la conquista y la colonización. Al centenario proceso de aculturación de las comunidades aborígenes, se sumó en el último siglo la pérdida masiva de su lengua originaria producto de que sólo reciben una enseñanza escolarizada en español, lengua diferente a la propia, a la de su memoria, a la de su historia.
La pérdida de las comunidades originarias de sus raíces culturales se ha visto agravada por el hecho de que la mayor parte de los descendientes de pueblos aborígenes vive en ciudades que les ofrecen un contexto de vida completamente distinto al de sus ancestros. Esto es: en las ciudades carecen de condiciones comunitarias para sostener una cultura de carácter tradicional.
La realidad arrojada por la Ecpi indica que en las comunidades indígenas de nuestro país se ha profundizado el proceso de marginación e inequidad. Una tendencia que, desde los primeros momentos del siglo XXI, se viene agudizando con la masividad de las comunicaciones y con las más nuevas formas de expansionismo de “la globalización”.
De esta manera, en las últimas décadas los pueblos indígenas de la Argentina han sufrido una segunda marginación porque el uso de la tecnología no ha producido entre ellos, respecto de las comunidades dominantes urbanas, igualdad de oportunidades sociales y educativas. Muy por el contrario, si la mayoría de los indígenas argentinos es analfabeta en su lengua originaria, y si además padece el desarraigo cultural e histórico, tampoco tiene acceso a las nuevas tecnologías.
Los Estados modernos han intentado terminar con estas diferencias entre los pueblos blancos nacidos y crecidos en ciudades en las que el uso de la tecnología es prioritario para ejercer los derechos ciudadanos y orientarse en la vida laboral. Los Estados modernos han hecho cientos de intentos por suplantar las diferencias. Por asimilar a las comunidades aborígenes, por respetarlas. Han aplicado muy distintos métodos. Pero hasta ahora, ninguno de ellos ha prosperado. Lo que sí ha tenido éxito es el modo en que estos métodos y estos intentos los han marginado nuevamente e incluido erróneamente dentro del Estado. ¿El resultado concreto? Hoy son extremadamente vulnerables. Los excluidos de los excluidos. Son muy pobres, han perdido en gran medida su memoria y su identidad, y en su mayoría son faltos de salud y educación. En su corazón, la historia de quiénes son y para qué son está desdibujada. En la actualidad concreta, no tienen para alimentar bien a sus hijos, no tienen acceso a una educación bilingüe, no viven en zonas en las que pueden desarrollar sus tradiciones culturales ancestrales y cuando alcanzan al sistema de salud, la mayor parte de las veces, el sistema no comprende quiénes son, cómo se relacionan con sus hijos, cuáles son sus representaciones respecto de los medicamentos y de qué modos, más tradicionales, suelen curarse.
Hoy, en la Argentina no hay una política educacional para las comunidades aborígenes. Tampoco se los incluye en los programas de enseñanza de informática y menos en las entregas masivas de notebooks. Tres veces marginados, una por el precapitalismo colonialista, otra por el capitalismo industrial moderno y una tercera por el posmodernismo cool y salvaje, las necesidades de los pueblos originarios aún son completamente básicas.
Es necesario pensar en un programa global que iguale las oportunidades de los más de 600 mil aborígenes de nuestro país respetando su derecho a conservar su identidad. Pero que los iguale con el resto del pueblo argentino para que los indígenas de la Argentina puedan gozar y participar activamente de las políticas de nuestra nación. Un desafío de tal envergadura que sólo el Estado nacional puede afrontarlo con políticas estratégicas sólidas, coherentes y serias.
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