Los que no se resignan, “ese exceso que no se disciplina” son, para la autora, los trabajadores de las fábricas sin patrón o los integrantes de las asambleas barriales, que “constituyeron otros modos de lazo social”. Pero su silueta podría ser también la que, súbitamente, en un taller de producción grupal, hizo presente la memoria de los desaparecidos.
En las noches del 19 y 20 de diciembre de 2001, cuando desde distintos barrios una multitud salió a la calle en el “cacerolazo”, el Centro Telefónico de Atención al Suicida del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires constató que casi no había recibido llamados de potenciales suicidas. El caso puede ilustrar una idea freudiana muy mencionada pero, en general, poco elucidada: la de que toda psicología individual es psicología social. Lacan realiza al respecto: “Lo colectivo no es sino el sujeto de lo individual”. ¿Cómo operaban esas multitudes que se manifestaban de modo tan inusual, unidas por el frágil hilo de una consigna inviable, sobre el desasosiego mortífero de aquellos suicidas potenciales? ¿Qué amparo, qué horizonte podían ofrecer en tan álgido momento, donde toda esperanza política había colapsado? No es posible reconstruir exactamente cómo operó entonces lo colectivo, pero situaciones como ésta interpelan fuertemente a aquellas capturas de sentido que psicologizan los padecimientos humanos y sus modalidades de abordaje: la psicologización-despolitización de lo social hace invisibles las estrategias biopolíticas de las lógicas capitalistas, que producen y reproducen soledades y desamparos.
Otro caso, tomado de las investigaciones sobre las asambleas barriales, se fecha más de un año después, cuando, en el puente Avellaneda, policías mataron a los jóvenes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, del Movimiento de Desocupados Aníbal Verón. Ese día fue el elegido por una señora para concurrir por primera vez a la asamblea de su barrio: les explicó a sus vecinos que estaba mirando por televisión la represión policial, feroz, y que “tuve mucho miedo, por eso vine”. Generalmente se supone que, para buscar amparo frente a desmanes, la gente se encierra en la casa con su familia. Ahora, en cambio, ante el horror que la pantalla de la tele llevaba a su casa, la señora buscaba amparo en la asamblea, junto a otros, desconocidos; ellos la ampararían, o se ampararía con ellos. En una ciudad cada vez más “insegura”, el entre-vecinos desplegado por el movimiento asambleario hizo de la calle y de esos desconocidos un ámbito de hospitalidad que inventó lazos de vecindad donde sólo habitaban aislamientos y soledades.
En un sentido contrario podría pensarse la tragedia de Cromañón, donde, antes, durante y después, en una trampa mortal y desquiciante, instituciones y subjetividades estalladas no sólo hicieron posible la tragedia, sino que la multiplicaron y la vuelven cada vez más feroz, en un implacable “todos contra todos” sin destino. (Cabe aclarar que este “todos contra todos” no viene a dar cuenta de un supuesto estado de naturaleza, tal como lo planteaba Thomas Hobbes, sino que, muy por el contrario, es producido por eficaces políticas de Estado, que operan destruyendo lazos sociales mediante nuevas y variadas estrategias biopolíticas de vulnerabilización: véase, por ejemplo, “Vulnerabilización de los jóvenes en Argentina: política y subjetividad”, por A. M. Fernández y M. López, revista Nómadas, Nº 23, Universidad Central de Bogotá, 2005.)
Desde esta perspectiva, puede decirse que lo colectivo es el sujeto de lo individual. Se trata de indagar cómo ciertas configuraciones colectivas –y no lo social en general– crean condiciones de posibilidad para determinada producción de subjetividad. Por ejemplo, se trata de captar cómo, en ciertos momentos, un colectivo, a contramano de las biopolíticas de subjetivación, instala otras modalidades de actuar, de imaginar, de vincularse, determina otras afectaciones y establece, a través de otros agenciamientos, sus experiencias singulares.
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Las fábricas sin patrón y las asambleas barriales basan su acción en asambleas autogestivas, rehusando formas de delegación o jerarquías internas. Esta horizontalidad, este tomar en sus propias manos lo que hay que hacer, dio a estos colectivos una dinámica que plantea fuertes correlaciones entre autogestión y lógicas de multiplicidad.
En los procesos autogestivos, las interacciones presentan particularidades específicas; al no establecerse la diferenciación entre representantes y representados, la potencia de imaginar, de inventar y de hacer no queda capturada en unos pocos. No sólo se produce una potencia colectiva, sino que cada quien puede tener registro de ella. Esto se percibe en los cuerpos cada vez más activos, en los estados de ánimo de mayor euforia; se puede más y se anhela más. Cuando un colectivo arma máquina en horizontalidad autogestiva y actúa en lógica de multiplicidad, sus capacidades de invención y de acción pueden ir mucho más allá de lo que sus integrantes hubieran podido calcular.
En los procesos de producción de subjetividad que allí se despliegan, pareciera inagotable la capacidad de invención que el colectivo puede desplegar. Se corren o desdibujan los bordes de los posibles instituidos.
Bajo esta relación entre lógicas de multiplicidad y autogestión, se despliegan potencias deseantes que marcan ciertos límites a la ontologización del deseo como carencia, instituida por la modernidad. Históricamente, esta noción se ha conceptualizado desde el a priori epistémico sujeto-objeto, es decir: un objeto a ser deseado por un sujeto; un objeto que el sujeto, para satisfacer su deseo, habría de poseer, y por lo tanto es faltante. En cambio, la idea de deseo-potencia no refiere a un objeto sino a una fuerza, una potencia en acción, que en su despliegue desconecta lo que estaba unido y conecta lo que estaba disyunto; agencia y multiplica rizomáticamente sus energías deseantes y sus inventivas y sus acciones. Claro que no se trata de negar las dimensiones del deseo-carencia, sino de desnaturalizar su ontologización.
En las asambleas barriales y en las fábricas recuperadas, como en nuestros talleres de multiplicación dramática, se ha puesto de manifiesto, por contraposición, la eficacia de las estrategias biopolíticas de fragmentación social, bajo las que vivimos. Estas no sólo consolidan, en lo cotidiano, el aislamiento y el desanclaje a pertenencias colectivas, sino que producen, en el que merece llamarse modo de producción capitalista de soledades, una repetida pérdida de la experiencia de la propia potencia, tanto individual como colectiva.
La imposibilidad de ilusión no sólo reduce nuestras vidas a estrategias puntuales de supervivencia: nuestros existenciarios se tornan grises, cada vez se puede menos y, por ende, cada vez se imagina, se hace y se anhela menos. Por el contrario, asambleas barriales y fábricas sin patrón corrieron el límite de lo que es posible, inventaron a contramano de un “destino” de expulsión, no sólo constituyendo otros modos de lazos sociales, sino configurando otros modos de trabajo y de propiedad.
Por mencionar sólo algunos de sus originales agenciamientos (tomo de Deleuze la noción de agenciamiento, como unidad mínima que produce los enunciados: el agenciamiento siempre es colectivo, no hay un sujeto individual de enunciación): desconectaron la producción de la propiedad, la eficiencia del disciplinamiento, el trabajo de la alienación, el rendimiento de la explotación, el capital del dinero. El mismo movimiento que desconectó estas lógicas capitalistas produjo nuevas conexiones: la eficiencia pasó a ser regulada por el compromiso compartido; el trabajo se vinculó con la realidad del producto; el rendimiento, con la distribución igualitaria; el capital, con el trabajo colectivo, todo en el marco de una modalidad de producción que no define propiedad.
Estas invenciones han desnaturalizado, a escala minimal, las certezas y los caminos únicos de las lógicas del capital. Los asedios a su imaginación, que amenazan fuertemente la consolidación de las fábricas sin patrón, no deben oscurecer el interés por indagar las potencias de invención imaginante que estos colectivos han desplegado.
En estos experienciarios no sólo se han habitado los espacios de otro modo. La multiplicación de estas experiencias, las mutaciones a diversos microemprendimientos autogestivos han delimitado espacios ni privados ni estatales, sino social-comunitarios que dan cuenta de una singular invención: lo público no estatal. Este otro modo de lo común, en permanente tensión con el Estado, suele sostener dispositivos asamblearios autogestivos, y genera, a contramano de la barbarización de los lazos sociales, formas de producción de subjetividad que abren sendas, pequeñas sendas, por donde ha sido posible restituir dignidad en la vida de aquellos que apostaron a no resignarse en lo ya dado.
Una vez más, no se trata de negar la categoría de sujeto, sino de producir las herramientas conceptuales para pensar una dimensión subjetiva que se despliega en instancias colectivas en los momentos en que se opera en lógicas de multiplicidad y que desbordan lo instituido.
Ese resto, ese exceso que no se disciplina, ese algo más, es lo que, en lo histórico-social, vuelve impredecible el curso de las acciones colectivas. Y es lo que en la experiencia de sí mismo, más allá de sujeciones y capturas, mantendrá lo inefable e intransferible de sus singularidades. Estas singularidades enlazan pero también pueden, una y otra vez desenlazarse de los poderes de dominio, inventando sus propias configuraciones colectivas, corriendo una y otra vez el límite de lo posible.
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En uno de los talleres del plenario de cierre de las Jornadas de producciones grupales efectuadas en la cátedra de Teoría y Técnica de Grupos de la Facultad de Psicología de la UBA (segundo cuatrimestre de 2000), los alumnos deciden confeccionar un afiche que de algún modo dé cuenta de lo acontecido en ese taller. Van a empezar dibujando una mujer. Para ello, le piden a una integrante que se recueste en el piso, sobre el papel, y dibujan su contorno. Todo esto con total espontaneidad, en medio de risas y comentarios graciosos. Sin embargo, hay un par de detalles que, a posteriori, resultarán significativos: para delinear su silueta usan color negro y no rellenan ni dibujan nada dentro del contorno. Sí, agregan muchos detalles alrededor. Todo sigue con alegría. Como es costumbre, ponen el afiche en una de las paredes del aula mayor, donde se realizará el plenario. Algunos docentes no pueden evitar ver en esa figura una fuerte similitud con las siluetas que los organismos de derechos humanos acostumbraban pintabar sobre el pavimento o en las paredes en alusión a los desaparecidos. Pero cada uno decide no decir nada, ya que podría tratarse de una lectura personal o generacional y no del sentido atribuido por los alumnos.
Cuando a los integrantes de ese taller les llega el turno de exponer, quien sube como vocera es la chica que había servido como molde para dibujar la figura. Contesta, se dispone a hablar sobre lo acontecido en su taller pero, ante el afiche, se detiene atónita; queda un minuto en silencio. Después, habla: “Ahora que lo miro, parece la figura de un desaparecido. Y la hicieron conmigo, eso me impresiona...”. Donde nadie lo esperaba ni lo quería, la figura del desaparecido aparece. Casi como fantasmas, los desaparecidos se cuelan desde su latencia. Como los fantasmas, no se ven sino por sus efectos. Sólo impronta, sólo inmediatez –actualización– en acto.
Una vez que ella puso en palabras el sentido “desaparecido” de la silueta, tal atribución se volvió obvia, aun para aquellos a quienes no se les había ocurrido, y borró el sentido explícito para el que había sido dibujada.
Los alumnos habían apelado a una silueta simplemente como contorno, pero este recurso gráfico se trasvistió, se transformó en la figura de un desaparecido. No se trata de una metáfora de un sentido primero: más bien se produce una metamorfosis, en la que pueden existir ambas significaciones.
El desaparecido aparece. Su fuerza disruptiva da cuenta de la potencia con que operan las marcas de este siniestro (es decir, según lo planteó Freud: familiar a la vez que extraño), cuyas tramitaciones colectivas han sido obturadas de un sinfín de maneras, en las latencias que laten-ahí-todo el tiempo en las instituciones.
Hemos desmarcado el uso del término “latencia” de su utilización clásica en los términos manifiesto-latente, donde “manifiesto” refería a aquellos sentidos visibles, evidentes, por encontrarse en la superficie, y “latente” a aquellos sentidos ocultos en las profundidades. Ubicamos la dimensión de latencia como aquello que late ahí todo el tiempo, insistiendo en la escena grupal, no en profundidades sino en los pliegues de la superficie.
¿Cómo de un magma de significaciones imaginarias –de múltiples latencias– surge una forma, una figura, un sentido? Es decir, ¿cómo, ante una silueta que había sido elaborada en el taller, en clima festivo, en el plenario de cierre la participante compone un sentido diferente y ve un desaparecido?; ¿cómo se produjo ese sentido que, una vez producido, se volvió tan evidente para todos?
Si bien en este ejemplo la fuerza disruptiva de desaparecido está dada por la especificidad de la tramitación colectiva de este siniestro social, operan allí similares procedimientos de significación que en la producción cotidiana de subjetividad. El ejemplo abre tres fuertes interrogaciones: ¿cómo pensar las latencias que laten en un colectivo social?, ¿es posible pensar este acontecimiento de sentido “inesperado” desde una idea clásica de sujeto?, ¿cómo se produce sentido?
La latencia “desaparecidos” insiste para existir e irrumpe en el espacio del plenario; no está oculta sino tan ahí que para muchos no se veía. Constituye una insistencia en los pliegues de la superficie que recién se visibiliza para esos muchos a partir de las condiciones de plenario final.
Gracias a este modo de pensar la latencia como lo que late ahí todo el tiempo, es posible abrir la pregunta: ¿cómo del magma de significaciones sociales operando en latencia se produce una forma de sentido?. Y, lo que es más: ¿cómo la irrupción de “desaparecidos” toma a muchos o algunos de sorpresa?, ¿cómo se actualiza la forma-figura desaparecido, previamente existente en lo histórico-social pero aparentemente ausente hasta minutos antes en esa jornada?
Si ese afiche se hubiera dibujado, por ejemplo, en un taller en la Casa de las Madres, la referencia a “desaparecido” hubiera sido obvia para todos, explícita y no implícita. La institución hubiera texturado produciendo un cerco de sentido muy definido y habría conectado de un modo evidente esta referencia. Pero en el aula mayor de la Facultad de Psicología, en 2000, la silueta no refirió a desaparecidos desde un principio, y la referencia no se produjo en todos los presentes o, por lo menos, no de igual modo ni en igual momento. También hay que señalar que, para que se produzca sentido, la conexión entre la imagen de la silueta del afiche y la significación imaginaria social “desaparecidos” tiene que volverse evidente en una modalidad colectiva, para más de uno, aunque no necesariamente para todos. No hay sentido propio, es decir que no puede producirse sentido sólo para uno. Tampoco las palabras pueden tener un único sentido. También en esto puede decirse que no hay sentido propio.
* Extractado de Las lógicas colectivas. Imaginarios, cuerpos y multiplicidades, que distribuye en estos días Editorial Biblos.
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