jueves, 12 de enero de 2012

CUANDO EL PODER PASO DE LA CASA ROSADA AL EDIFICIO LIBERTADOR


La trama de cómo, en el gobierno de Isabel, los militares tomaron el control operacional del país. El penoso papel de Ítalo Luder.
Por Ricardo Ragendorfer
El ataque montonero al Regimiento de Infantería 29, de Formosa –en el que murieron 12 insurgentes, diez conscriptos, un subteniente, un sargento y un policía– dejó su huella en la Historia. De hecho, lo ocurrido en ese ya lejano 5 de octubre de 1975 propiciaría una efeméride oficiosa: el denominado “Día de las Víctimas del Terrorismo en Argentina”. Pero también dio pie a una hipótesis algo antojadiza: dicha acción guerrillera habría provocado el golpe militar de 1976, tal cómo –por caso– sostiene Ceferino Reato, un ex vocero del polémico ex embajador Esteban Caselli, en su libro Operación Primicia (Sudamericana/2011). Lo cierto es que tal creencia se basa en que 24 horas después del copamiento, el presidente provisional Ítalo Luder firmó los decretos de aniquilamiento, que extendían a todo el país las facultades represivas que tenía el Ejército en Tucumán. Sin embargo, los sucesos que rodearon aquel acto, digamos, protocolar, estuvieron precedidos por un plan urdido con notable antelación por los militares para avanzar en su desfile hacia el sillón de Rivadavia. Esta es la crónica de aquel lunes.Hacía 24 días, Luder había escalado a la presidencia. Su interinato concluiría cuando Isabel Perón regresara de la localidad cordobesa de Ascochinga, a donde había viajado para reponerse de una colitis ulcerosa que se había convertido en una cuestión de Estado; esa incómoda dolencia solía obligarla a interrumpir de modo súbito actos oficiales, reuniones de Gabinete y hasta recepciones a dignatarios extranjeros. Luder soñaba con reemplazarla definitivamente. Los uniformados tenían otros planes.Durante la mañana del 6 de octubre, Luder se reunió en el Salón de los Acuerdos con los jefes de las Fuerzas Armadas –Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Héctor Fautario– y el jefe del Estado Mayor del Ejército, Roberto Eduardo Viola. También estaban todos los integrantes del Gabinete.Videla, sentado a la derecha de Luder, miró su reloj. Viola habló por él:–El señor comandante tiene que viajar a Formosa y su avión sale en dos horas.Videla, a modo de disculpas, acotó:–Debo dar allí mis condolencias a los familiares de los soldados muertos.–¡Que desgracia la de estos muchachos!– se le oyó decir al ministro de Economía, Antonio Cafiero. El ministro de Defensa, Tomás Vottero, pronunciaría entonces una frase que haría historia:–A los extremistas hay que matarlos y perseguirlos como ratas.–Mejor sería primero perseguirlos y luego matarlos– corrigió el ministro de Trabajo, Carlos Ruckauf, en tono de broma. Nadie festejó la humorada. Videla consultó nuevamente su reloj, antes de tomar la palabra. Su voz carecía de matices. Pero reemplazaba ese vacío acompañando sus dichos con ademanes secos y elocuentes. Primero se refirió a “la vocación democrática de las Fuerzas Armadas”, haciendo hincapié en “su compromiso irrenunciable de garantizar el libre juego de las instituciones”. Luego, se lanzó de lleno al análisis del “flagelo terrorista”, apelando a una metáfora oncológica: “La subversión es un tumor maligno que debe ser extirpado con los métodos y los instrumentos que fueran necesarios”. Y concluyó:–No existe otra alternativa, señor Presidente, que extender el Operativo Independencia a todo el país. Se refería a la represión contra la guerrilla rural del ERP en Tucumán. En esa lucha se había privilegiado el rol de la inteligencia militar. Y las batallas decisivas se libraban en los interrogatorios a los pobladores y prisioneros del ERP. De hecho, allí ya funcionaban los primeros 14 centros clandestinos de detención del país. El Jardín de la República se había convertido en un laboratorio del terrorismo de Estado. La mirada de Luder seguía clavada sobre Videla. En ese instante, Cafiero se permitió una objeción:–La realidad del país, general, tiene algunas diferencias con respecto a lo que pasa en Tucumán. Videla lo fulminó con una expresión poco amigable:–Doctor, hay un denominador común: esta es una guerra de inteligencia, con todas las particularidades que ello acarrea. Esas “particularidades” aludían a la obtención intensiva de informaciones arrancadas mediante la tortura. Tal sería la columna vertebral de las operaciones militares. Videla, con el cuello estirado hasta lo imposible, retomó el hilo de su exposición:–Los extremistas apuestan a su crecimiento geométrico. Nuestra misión, señor Presidente, es abortar precisamente eso. Luder, muy impresionado, preguntó:–¿Cuánto tiempo nos llevaría la pacificación nacional tal como usted la plantea? Videla, con la actitud de un médico que recomienda un tratamiento doloroso, dijo:–Voy a ser franco: hay cuatro opciones. Pero yo me inclinaría por una en particular. Y en un año y medio se acabó el problema. Y agitó un brazo como para espantar a una mosca imaginaria.–Podríamos aplicar un plan de operaciones tipo Honduras o Nicaragua. Pero, claro, estamos hablando de algo va para largo. No sé hasta qué punto eso nos conviene. También expuso otras dos alternativas más intensas: el modelo empleado por el general Hugo Banzer Suárez en Bolivia y el de Augusto Pinochet en Chile. Aunque –según su parecer– éstas no eran tan eficaces como la cuarta opción. Su estrategia consistía en “atacar masivamente al enemigo, en todo terreno y con recursos ilimitados”. Y con un aire piadoso, aseguró:–Sería la variante más funcional. Además tiene una gran ventaja: es la más benévola.–¿En qué sentido?– quiso saber el Presidente.–Vea, no lo quiero engañar; esto va traer abusos y algún que otro error, usted sabe. Pero, de todos modos, habría un menor costo en vidas humanas que en un conflicto prolongado. Luder, finalmente, expresó su aceptación con un tenue parpadeo. Serían las 11.30 cuando propuso un cuarto intermedio para darle forma a los decretos correspondientes. Sin embargo, para su asombro, Vottero le extendió unos folios prolijamente mecanografiados.–Tome, señor Presidente; es un borrador de los decretos. La sorpresa se extendió hacia el resto del Gabinete. Nadie sabía que la semana anterior –cuando aún no se había producido el ataque en Formosa– Vottero había visitado el Edificio Libertador en dos ocasiones. Allí, además de los tres comandantes, se encontraba el jefe del Estado Mayor del Ejército y el general Carlos Dalla Tea. Videla fue al grano y planteó la necesidad de aplicar el plan represivo cuanto antes. El borrador de los decretos ya estaba redactado Y en él figuraba la palabra “aniquilar”, lo cual derivó en un conflicto lingüístico, puesto que el brigadier Héctor Fautario –el más moderado de los comandantes– propuso un sinónimo menos letal. Videla se opuso con una razón de peso:–La palabra “aniquilar” figura en el reglamento del Ejército. En su boca, dicho verbo no significaba “acabar con la voluntad de combatir del enemigo”, sino que aludía, sencillamente, al exterminio. El plan urdido en esa oportunidad consistía en imponer la legalización del borrador ni bien algún grupo revolucionario consumara un hecho de envergadura. Ya se sabe que ello sucedería en el transcurso del 5 de octubre.Al día siguiente, Vottero le entregaría ese texto a Luder. Y ya pasado el mediodía, fue volcado a unas hojas con membrete del Poder Ejecutivo Nacional, antes de ser firmado por cada uno de sus integrantes. Así nacieron los famosos decretos 2770 y 2771. El primero dispuso la creación del Consejo de Seguridad Interna, el cual estaría integrado por el presidente, sus ministros y los tres comandantes de las Fuerzas Armadas, a los fines de “restablecer la paz y la tranquilidad del país”.El segundo delegaba en las Fuerzas Armadas –bajo el comando superior del Presidente y ejercido a través del Consejo Nacional de Defensa– la ejecución de “las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a los efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”.De ese modo, toda la estructura represiva del Estado pasaba a manos de la cúpula militar. Y, para colmo, bajo una fina cáscara de legalidad, ya que Isabel –o en su defecto, Luder– debía encabezar el asunto de una manera puramente protocolar. Durante una interminable media hora, aquellas dos hojas fueron pasando por las manos de todos los ministros. Y éstos iban estampando sus rúbricas con la actitud de quien firma un contrato de locación. El último en hacerlo fue el ministro de Educación, Pedro Arrighi, ante la atenta mirada del general Viola. Al concluir dicho trámite, el almirante Massera se levantó de su asiento para estrechar la mano de Luder.–Lo felicito, señor Presidente. No tenga ninguna duda de que hemos dado un paso histórico. Videla ya estaba en camino hacia la base aérea de El Palomar. Tal vez en su mirada brillara la certeza de que, a partir de ese momento, el poder había pasado sin escalas de la Casa Rosada al Edificio Libertador. Y según su idea, para siempre.

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