lunes, 4 de marzo de 2013

MALDITA POLICIA A LA SALTEÑA

Las torturas a dos detenidos en la comisaría de General Güemes reflejan una cultura que perdura en casi toda la Fuerza. Tras el hecho en sí, subyace la historia de una agencia policial cruzada por el narcotráfico y la represión.
 
Luego de tomar conocimiento del ya célebre video difundido en las redes sociales con imágenes de torturas a dos detenidos en una comisaría de General Güemes, el ministro de Seguridad de Salta, Eduardo Sylvester, expresó sobre los victimarios: “No son policías; son delincuentes”. Esas palabras prueban que el sentido común del funcionario es más sólido que el de su antecesor, Marcelo Troyano, quien en marzo fue eyectado del cargo tras señalar ante los micrófonos que una turista japonesa tuvo la culpa de que la violaran. Una opinión algo desafortunada, después de que los asesinatos de las francesas Houira Moumni y Cassandra Bouvier –sucedidos en julio de 2011– instalaran la impresión de que aquella provincia no es muy friendly con las mujeres extranjeras en plan de paseo. La gestión del pobre Troyano también se topó con otros graves contratiempos, cómo el misterioso suicidio del jefe de la Brigada de Investigaciones, comisario principal Néstor Píccolo, justamente a cargo de ese caso. Y la desaparición de la joven porteña María Cash, cuyo destino aún hoy sigue sin esclarecerse. Tal fue la herencia recibida por Sylvester. Para él, los últimos días fueron agitados. Primero, por la muerte de las adolescentes Luján Peñalba y Yanina Nüesh; luego, por lo ocurrido en General Güemes. Sobre ello, ahora repite: “No son policías; son delincuentes”. Fue el modo que halló para manifestar su más enérgico repudio. Pero lo hizo a través de la negación. Es que los implicados sí son policías.
Aún es un misterio el propósito de quien colgó el video en internet, a ocho meses de su grabación. No fue en ese lapso, obviamente, el único caso de torturas dentro de una comisaría salteña. Sólo que éste fue filmado. A veces, pasan estas cosas. Pasó el año pasado en el penal San Felipe, de Mendoza, cuando un simpático grupo de guardias que se hacía llamar “San La Muerte” fue inmortalizado con la cámara de un celular, mientras aplicaba castigos brutales a un preso. Los responsables del asunto terminaron separados de la Fuerza y detenidos. Una medida ejemplar. Sin embargo, los abusos policiales y penitenciarios continuaron en Mendoza y en el resto del país. Prueba de ello fue, días atrás, el arresto en Río Negro de siete policías acusados de la desaparición del peón golondrina Daniel Solano, al parecer ordenada por la empresa frutícola para la cuál trabajaba. Sin duda, un hecho para tener en cuenta: a 28 años de concluir la última dictadura, un secuestro policial por causas sindicales. De modo que el siniestro hecho de General Güemes es, simplemente, un ejemplo visible de una no menos ominosa generalidad.
No es una originalidad afirmar que la democratización de las fuerzas de seguridad es una deuda que el país mantiene desde el fin de la larga noche militar. Y tal déficit explica en gran medida el autoritarismo existente en el conjunto de las agencias policiales que actúan a lo largo y ancho del territorio nacional. Claro que no es menos alarmante el elevado índice de corrupción que subyace en ellas. Ni su irremediable raíz estructural. Ya que es sabido que los uniformados hicieron de la recaudación ilegal su sistema de sobrevivencia. Tampoco es un secreto que ello es tolerado por todos los poderes del Estado. Y menos aún el hecho de que en ese modus operandi no hay ninguna excepción. Al respecto, si bien la Bonaerense encabeza la lista de abuso, crímenes y negocios policiales, lo cierto es ninguna otra fuerza federal o provincial es ajena a tales prácticas. Pero aún así se puede trazar una línea divisoria entre las policías que operan en los grandes centros urbanos arrasados por la desindustrialización y las que hay en provincias marcadas por un estigma inequívocamente feudal. Una sencilla cuestión de paisaje. En ella, la Policía de Salta se sitúa en la segunda categoría.
Por su proximidad con los montes tucumanos, el territorio salteño tuvo una importancia estratégica en el ejercicio del terrorismo de Estado durante la dictadura. Por su frontera con Bolivia, su territorio aún en la actualidad tiene un valor intrínseco para el tráfico de drogas y el contrabando en general. Por aquellas particularidades, la policía provincial es una de las más picantes de la región. De semejante logro no es ajeno el poder político local.
Tanto es así que, a partir de 1983, el primer gobernador de la democracia, Roberto Romero –quien supo publicitarse en las páginas de su propio diario, El Tribuno– entendió tempranamente que la corporación policial era un resorte clave para gobernar; en consecuencia, dejó intacto el staff de uniformados que condujo a la fuerza durante el régimen militar. Éstos, pese a su variada gama de trapisondas, sobrevivieron a las gestiones de Hugo Cornejo y Roberto Ulloa, quien durante la dictadura ya había gobernado la provincia como interventor.
No obstante, si las cajas policiales y el accionar, por momentos, homicida de esa Fuerza florecieron en el lapso comprendido entre la dictadura y el retorno del estado de derecho, su consolidación como eficaz máquina recaudatoria ocurrió a partir de 1996, con la llegada al trono provincial de Juan Carlos Romero, el primogénito de don Roberto.
Este abogado, quien fue senador nacional por su provincia desde 1987 a 1995, no dudó en sumarse a la demagogia punitiva que, en nombre de la seguridad, empezaba por entonces a cobrar cuerpo en todo el país. En ese marco se multiplicaron los negocios policiales, a la vez que también creció la criminalización de la pobreza y de la protesta social.
Con respecto a lo primero, aumentaría ostensiblemente la tasa de detenidos en la provincia en base a pruebas y testimonios dudosos, así como también el índice de ejecuciones extrajudiciales, tal como se le llama en los expedientes al gatillo fácil.
En cuanto a lo segundo, un verdadero hito fue, el 10 de noviembre de 2000, la brutal represión a trabajadores que protestaban sobre la ruta nacional 34, a la altura de Gral. Mosconi, en donde fue masacrado Aníbal Verón. Romero había dado la orden a las fuerzas policiales de no abandonar la ruta. El ex comisario Víctor Gómez García impartió la orden de abrir el fuego. Y el juez Abel Cornejo se encargó de desdibujar la investigación. Ahora, este último integra la Corte Suprema provincial.
Lo cierto es que semejante modo de controlar las manifestaciones de la violencia urbana instaló en la provincia una verdadera atmósfera kafkiana. Por ejemplo, hacía apenas semanas, una chica toba falleció al caer a un canal. Al parecer, los investigadores atesoraban otra hipótesis; para probarla, no dudaron en detener a un grupo de allegados de la víctima, quienes fueron torturados por más de un mes para obligarlos así a declarar en su contra. Luego se probó que la chica había sufrido un accidente.
Lo cierto es que, sólo durante el año pasado, se presentaron ante la Justicia más de 400 denuncias contra efectivos policiales por casos de torturas, detenciones irregulares y asesinatos. De esa cifra, únicamente cuatro expedientes fueron tomados en serio. En números globales, desde 1984 a la fecha se denunciaron en esa provincia casi mil casos de gatillo fácil.
En resumidas cuentas, los aberrantes interrogatorios en la comisaría de General Güemes no son una excepción a la regla, sino parte de un estilo policial. Un estilo puesto al servicio de quienes en Argentina están privados de la libertad.
 
Informe: Graciela Pérez
 
Fuente: Miradas al Sur.

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