lunes, 4 de marzo de 2013

NOVELA DE TERROR

La historia de Papel Prensa llega a la literatura. En la premiada Una misma noche, Leopoldo Brizuela utiliza el secuestro de los Graiver para desentrañar los prejuicios y miedos de la sociedad ante un hecho complejo. El día que los militares irrumpieron en su casa y la dificultad de tolerar relatos grises. Las menciones a Veintitrés.
 
Por Lucas Cremades.
 
Este rostro ahora iluminado por el sol no es igual al de aquel niño que durante una sombría noche de 1976 se sentó a tocar el piano de su casa platense con un milico armado a su lado, mientras el resto requisaba la vivienda donde Leopoldo Brizuela vivía junto a sus padres. Su memoria acerca de ese episodio ha ido variando. Parecido a lo que les ocurre a sus parientes más cercanos y a cualquiera de los mortales. En Una misma noche, el escritor nacido en 1963 despliega con suspenso una historia que interpela a la memoria, rearmando con fragmentos ajenos los viajes por las noches de la dictadura. “Es la época que me tocó vivir”, aclara Brizuela, mientras observa con cierto deleite desde un piso 14 un atardecer en el Bajo porteño.
En la madrugada del 2010, el escritor platense Leonardo Bazán –alter ego de Brizuela– es testigo de un robo cometido en una casa vecina por una banda de agentes de la Policía Bonaerense. Enseguida, comienza a escribir frenéticamente. El hecho lo retrotrae treinta años atrás, cuando un grupo de tareas ingresó a su casa buscando información sobre los vecinos de la cuadra, vinculados a David Graiver y la empresa Papel Prensa. Los militares perseguían a Diana Kuperman, la protagonista del libro, una secretaria de Graiver que es secuestrada y torturada y en la actualidad de la novela participa como testigo en los Juicios por la Verdad. Por sus páginas desfilan Massera, Camps, el dinero de los Montoneros, el día que Kirchner bajó el cuadro de Videla y otros hechos de actualidad. Por su significado simbólico, la trama de Papel Prensa –una operación cívico militar para apropiarse de un insumo clave y dárselo a un pool de medios aliados– es una historia cuyos capítulos se siguen escribiendo día a día (ver recuadro “El juicio penal”).

–¿Por qué eligió incluir a los Graiver y la venta de Papel Prensa en la novela?

–Los Graiver eran de La Plata y eran muy famosos cuando saltó el escándalo de la familia en 1977, y yo conocía a alguien que trabajaba en las empresas. Además, no eran pobres y no eran de izquierda –que yo sepa–. Me interesaba alguien que realmente existe y que se comió no sé cuántos años de cárcel enchufada, simplemente porque supusieran que sabía un número de cuenta bancaria. El modo de imaginar la novela no es inventar completamente todo sino concentrar en esa cuadra a todos juntos para una especie de compilado de actitudes durante la dictadura. Pero me pasó que la memoria siempre rescata cosas que no son arquetípicas. Eso me gusta. Siempre se piensa en el desaparecido o en el preso, pero hay gente que estuvo un día secuestrada y sin embargo los marcó para toda la vida. Esas situaciones, que no son arquetípicas, no habían sido contadas y naturalmente me salió así.

Una misma noche ganó el Premio Alfaguara de Novela, dotado con 175 mil dólares. El jurado presidido por Rosa Montero la eligió entre 785 manuscritos y proclamó: “Tomando como punto de partida la historia reciente argentina, esta novela indaga sobre la esencia del mal y nuestra corresponsabilidad en la violencia y la injusticia”.

Brizuela recuerda aquella escena del niño, el piano y el milico, central en la narración.
“Es cierto aquel pasaje. Tenía doce años y mientras revisaban la casa, yo me senté al piano y me puse a tocar. Al lado se me puso uno que tenía una Itaka, pero yo seguí tocando. Esa escena no me la acordaba, pero lo pude hacer en el 2009 a partir de la lectura de una novela. Fue el miedo de comprobar que la casa de tu infancia ya no es un refugio, que tu padres pueden convertirse en cualquier cosa y que no te reconocés a vos mismo”.

–Su novela discute con la memoria en relación a los recuerdos y con el horror.

–Era fuerte el miedo. Y tanto el personaje como yo tuvimos esa reacción animal de ponerte a escribir, como si la escritura te salvara de la Bonaerense. Pero al otro día de aquel robo que presencié en 2010 voy al supermercado y la vecina me dice al oído que estaba al tanto de lo que había ocurrido durante la madrugada. De modo que también sabían lo que pasaba en 1977. ¿Por qué murmuraba si nadie nos estaba escuchando? Había que explorar eso. Todos nosotros teníamos una historia al respecto.

–En cada casa de esa cuadra de La Plata hay una historia y un miedo diferente ante la posibilidad de que los militares golpeen las puertas.

–Si bien utilizo personajes que traigo de otro lado y uno trabaja con relatos anteriores, me interesaba la idea de una novela en que la dictadura no pareciera como una imposición del mal, sino que además trabajara con gente que tenía su pasado y en el que cada uno reaccionaba de acuerdo a su formación. Podía suceder que entraran a una casa donde había un tipo que había hecho el servicio militar. Sin ir más lejos, al padre de Mafalda, que no era ningún reaccionario, le gustaba la colimba.

–También están los silencios y las omisiones del horror.

–A medida que escribía, iba haciendo entrevistas disimuladas con los vecinos. Les hablaba de los Graiver y alguno me decía: “Ah, sí, los judíos”. Como si encarnaran también el prototipo del judío malo. Eso te termina escalofriando y te preguntás qué vino primero, si el huevo o la gallina. Los estaban condenando a que les pasara eso. Quería tomar gente que no fuera simpática mas allá de que fueran judíos o no. Aunque es mucha la gente a la que no le caen simpáticos los judíos. Lo que me atrajo de los Graiver es que les resultaran muy incómodos a todo el mundo y que encima la pasaron horrible. Y así como alguien te decía los judíos, que algo habían hecho, un amigo del PTS me comentó: “¿Viste lo que dijo Isidoro Graiver? Y bueno, qué querés, con tanta guita…”. Me parece que sólo se pueden tolerar los relatos heroicos, que las víctimas tienen que ser heroicas porque, si no, no te bancás su relato. El crimen de lesa humanidad es un crimen se aplique con quien se aplique. Por eso evité los relatos heroicos de esa época. ¿Viste que todo el mundo hoy dice que salvó gente? Probablemente sea cierto, pero son las únicas cosas que escuchás todavía. No digo que sea mentira ni lo condeno, pero la literatura está para trabajar en los lugares que aún no han sido nombrados.

–¿Por ejemplo?

–La madre del protagonista hace lo que hizo mi mamá, que se fue hasta la casa del que todo el mundo decía que era un torturador, a la vuelta, y le preguntó por el hijo de una amiga al que habían chupado. Y el milico le dijo: “Sí, señora, va a volver, pero cuanto menos pregunte, mucho mejor”. No me parece tan horrendo, era parte de la realidad cotidiana y del nivel de locura que se vivía. Una misma persona puede ser dos en dos situaciones diferentes.

–¿La novela toma partido?

–Es ambigua. A partir de la idea de que no se puede recordar solo, lo que hice sin proponérmelo es bajar del pedestal a la memoria como entidad sagrada que todo el mundo sabe de qué habla. El tipo siente que su memoria es una herramienta que tiene y cree que lo va a ayudar a salvarse de alguna manera. Pero también se da cuenta de que es una herramienta muy precaria que sólo te puede ayudar si la contraponés con la de los otros. Y si la de los otros te ayuda, también está la afectividad; porque es muy jodido acordarte de ciertas cosas. Sólo si te contiene una sociedad podés recordar. También creo que baja del pedestal porque el personaje no cree que es un exorcismo y que va a poder olvidar, sino que a lo sumo va a poder convivir con ese recuerdo.

“Soy un chupamedias”, dice entre risas Brizuela cuando recuerda las varias menciones a Veintitrés que hay en la novela. “Cuando salió la lista del Batallón 601 en la revista, un amigo mío comprobó que aparecía su tío. Fue dramático. La vinculación con el mal es algo muy traumático de asumir y la novela se pelea con eso. La idea de una novela es poder asomarse al lado oscuro de uno mismo y tratar de pensar que eso también es humano. Estaba muy obsesionado con eso en una edad en la que dejás de creer que el mundo es el malo y vos el bueno. Por eso el epígrafe de Fernando Pessoa, que es irónico, que dice “sólo yo fui vil… literalmente vil”, esto de que yo sólo me mandé una cagada y los demás fueron demasiado buenos. Trabajar con el propio lado oscuro de uno me interesaba mucho. Eso de echarle el lado oscuro al otro es muy peligroso.

En un momento, Leonardo, el narrador del libro, pregunta: “¿Era igualmente culpable, y merecía igual castigo, el que mató y torturó que el que simplemente no se atrevió a enfrentar el horror?”. “Esto es situarse en el lugar del bien”, retoma el escritor platense. “Sobre todo por discusiones ad hominem, porque si el otro está hablando de cualquier cosa y vos le tirás ‘pero si en el año 1976 dejaste entrar a los milicos’`... Debo decir que el kirchnerismo ha instalado mucho este tema y 678 lo hace todo el tiempo. Sirve para ponerte vos en un lugar de santificación con el que la novela se pelea mucho. Cuando yo cuento estas cosas como que mi vieja fue a ver a un torturador eran cosas que tal vez no contabas por pudor. Porque si estabas al lado de alguien que le habían desaparecido a los hijos, le habían robado a los nietos, le habían vaciado la casa, no te daba ni ganas de contarlo. Pero también en eso descubrí que uno no contaba esas cosas para que no dijeran que les quería usurpar el lugar a las víctimas. Como si ser víctima fuera un privilegio. Eso me parece horrible y me lo saqué”.

La novela reflexiona también sobre el efecto de los juicios de la verdad. “Los españoles y los chilenos no lo hicieron”, destaca Brizuela. “Un juicio importa no sólo porque castigue a un victimario y resarza a una víctima sino porque una sentencia es una manera de decir indudablemente algo. Y durante mucho tiempo menospreciamos eso. Pero una sentencia que diga ‘sí, hubo desaparecidos’ tiene una fuerza simbólica impresionante. De la misma manera que es impresionante el cambio que hubo a partir de la sanción de la ley de matrimonio igualitario. La ley te protege y cambia la simbología de la gente”

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1976-2010

Los alumnos se fueron, y yo me fui a acostar, pero en mí seguía aquella danza de horror, como un presagio de literatura.
Y Ferni, el hijo menor de Cavazzoni, preguntándome en 1976 por qué venían tantos muchachos jóvenes a mi casa; y sus nietas, intrigadas en 2010 por el patrullero de la Policía Científica... Un vecino extraño, hijo de un croata nazi, me había dicho poco tiempo atrás que Cavazzoni, en la Escuela Naval enseñaba “Inteligencia”. ¿Y no sería esa habilidad lo que Ferni y las gordas ejercían como un divertimento, un juego que quizá el propio viejo les había enseñado en las sobremesas: vigilar a los vecinos, “leer” en sus costumbres, denunciarlos? ¿Y qué diferencia había entre un órgano de Inteligencia y la Policía Científica?

La viuda de Graiver diciendo “Me insistían en que vendiera con dos condiciones: no a extranjeros, no a la colectividad judía”. ¿Y habría sido Camps antisemita? ¿Y Cavazzoni? ¿Y si el odio que mi padre sentía por los judíos se lo hubieran inculcado en la ESMA? ¿Si se lo hubieran concedido como el mayor premio a cambio de su sumisión de por vida: el placer insospechado de saber que hay un estrato aún más bajo en la escala, de poder despreciarlo, de hermanarse en el odio con quienes siempre lo habían despreciado a él? Hacia 1937 o 1938, mi padre había conocido al capitán Hans Langsdorff, del acorazado Graff Spee, bombardeado por la flota británica frente a las costas de Montevideo. Eso contaba siempre. ¿Y dónde había podido conocerlo sino en la ESMA? Una vez, cuando yo todavía cursaba Letras, un profesor especialista en Macedonio Fernández me había dicho que el escritor se había contado entre los admiradores de Langsdorff –y creo que junto con Xul Solar había asistido al entierro del capitán nazi custodiado por “aprendices” de la Escuela de Mecánica de la Armada Argentina.

“No, no estaba en una cárcel”, había dicho Lidia Papaleo. “Pero al menos desde la muerte de mi marido, yo no era libre. No iba adonde elegía ir, sino adonde me empujaban.” Y agregó: “Durante treinta años he vivido así, en el miedo; o peor, en el miedo al miedo”.
(Fragmento de la novela)

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El juicio penal
“Éramos muy atractivos para la dictadura”

A principios de junio, ante el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, Isidoro Graiver, uno de los ex propietarios de Papel Prensa, expuso más de una hora y media acerca de su paso por el centro clandestino de detención Puesto Vasco, en donde fue torturado. En el marco del juicio conocido como Circuito Camps, sostuvo que con su familia eran “muy atractivos como víctimas para la dictadura” por el patrimonio que poseía el grupo, entre ellos Papel Prensa y “porque económicamente, más allá de los problemas financieros, éramos un grupo fuerte”. En esa audiencia, Graiver ratificó que su cuñada, Lidia Papaleo –quien días antes había ratificado la entrega de la empresa bajo amenazas durante la dictadura cívico militar (foto)– era quien había quedado a cargo de la conducción del grupo tras la muerte de su marido, David Graiver. Además, Isidoro se refirió a que estando en cautiverio, ambos fueron interrogados por el jefe de la Policía Bonaerense, Ramón Camps. En la misma audiencia declararon los hermanos Carlos y Alejandro Iaccarino, quienes junto a su hermano Rodolfo, ya fallecido, fueron secuestrados y desapoderados de sus empresas.
Graiver se pronunció acerca de la asfixia financiera a la que fueron sometidos con la intervención de sus bancos y a los enfrentamientos que su hermano había mantenido con grupos cercanos al entonces ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz. “Si a esto le agregan que teníamos Papel Prensa dentro de nuestro patrimonio, creo que queda muy claro que había suficientes motivaciones”, resumió.
 
Fuente: Revista Veintitres.

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