martes, 8 de septiembre de 2009

SAN PEDRO CLAVER, APÓSTOL DE LOS ESCLAVOS NEGROS


Pedro Claver Corberó conocido como San Pedro Claver, (Verdú, Cataluña; 1580Cartagena de Indias; 9 de septiembre de 1654), fue un misionero y sacerdote jesuita español, conocido sobre todo por su entrega a aliviar el sufrimiento de los esclavos del puerto negrero de Cartagena de Indias. Es el patrono de los esclavos.Cuando, en el proceso de canonización, llega el momento de convocar testigos, muchos son los que se presentan a declarar espontáneamente. La vida de Pedro Claver ha transcurrido a la luz del día, ha sido patente a cuantos le han conocido. Ha realizado su santidad ante las gentes y entre las más diversas...


Tímido y sencillo, catalán corto en palabras y largo en hechos, Pedro Claver Corberó, conocido como “el esclavo de los esclavos”, es una de las figuras del santoral más apasionantes y arriesgadas del
siglo XVII, cuya vida se desarrolló en el colorido contexto de aventuras, pasiones e injusticias del puerto negrero de Cartagena de Indias. Su entrega abnegada a los negros bozales, de los que los teólogos discutían incluso si poseían alma, es un antecedente admirable de la praxis de liberación cristiana, de la defensa de los derechos humanos y el compromiso preferencial de la Iglesia por los pobres y marginados. La “villa de los cántaros negros”, como se calificaba a Verdú (Lérida), en el valle de Urgel, le vio nacer el 8 de septiembre 1580, de un matrimonio de sencillos labradores, Pedro Claver y Mingüella y Ana Corberó. No tenía trece años cuando perdió a su madre y poco días después a su hermano Jaime.La estancia del Padre Pedro se llena de negros y de blancos. De todas partes acude gente que lo quiere ver, que lo quiere oír por última vez, que quiere tocar sus manos. Así dos días. Al octavo del mes, languidece el Santo irremediablemente y su alma se evade del peso de su cuerpo para ir a gozar de la bienaventuranza eterna. ¡Había cumplido setenta años! Con quince recibió la tonsura clerical en su pueblo y, apadrinado por un tío canónigo, se traslada a Barcelona para estudiar gramática en el Estudio general de la Universidad. A sus diecinueve años comienza Pedro Claver su carrera eclesiástica, animado y hasta, al parecer, incitado por sus padres, tal vez deseosos de verle ocupar un día la canonjía que en Solsona regenta un tío suyo. Sin embargo, pocos años después, y seguidos unos cursos en la Universidad de Barcelona, entra en la Compañía de Jesús. Destinado a Mallorca, encuentra allí a San Alonso Rodríguez, el bondadoso portero del colegio de Monte Sión, que, en sus charlas piadosas, va alimentando su espíritu misional, va fomentando sus ideales evangélicos, va encaminándolo hacia América... Claver se entusiasma cada día más con las perspectivas que le pone ante los ojos el humilde varón...

Ordenado sacerdote en 20 de marzo de 1616, pide una y otra vez a sus Superiores que lo dejen partir para el Nuevo Continente, que atrae sus ansias y cree él que ha de ser el campo de su apostolado. Las negativas se suceden. r_1 insiste respetuosamente, dándonos un ejemplo de obediencia bien entendida. Y por fin, consigue el permiso. Es entonces —el día 3 de abril de 1622— cuando pronuncia y firma Claver las palabras que arriba registramos y que habrán de ser su consigna: «Esclavo de los negros para siempre». Y con esta contraseña y divisa, tan apostólica, se embarca para las tierras americanas.


Todas sus actividades se desarrollan en Colombia: dos años en Santa Fe de Bogotá, uno en Tunja y treinta y ocho en Cartagena. En aquellos tiempos, la trata de negros era uno de los espectáculos más deprimentes de la humanidad. Terminada la retórica, entra en contacto con los jesuitas del colegio de Belén para estudiar filosofía, donde sintió la vocación a la
Compañía de Jesús, en la que ingresó el 7 de agosto de 1602. Tras un ferviente noviciado y pronunciar sus primeros votos, pasó a Gerona a dedicarse al estudio de las Humanidades.

Un portero muy especial


Desde los primeros momentos sintió dudas sobre su vocación al sacerdocio, pues le atraían la sencillez y los oficios humildes de los hermanos coadjutores. Esto explica la gran amistad y admiración que sintió en
Mallorca, donde fue destinado a ampliar sus estudios de filosofía, con el hermano portero San Alonso Rodríguez. Nacido en Segovia e hijo de un comerciante en paños, Alonso se había hecho jesuita ya mayor, pues, tras fallecer su padre, tuvo que abandonar sus estudios en Alcalá y encargarse del negocio de familia. Contrajo matrimonio, enviudó y perdió a sus dos hijos, ocasión en la que decidió hacerse religioso. El influjo del humilde y místico hermano portero del colegio de Montesión en Pedro Claver fue decisivo, ya que el joven jesuita consiguió permiso de los superiores para conversar todas las noches un cuarto de hora con Alonso Rodríguez. Pedro aprovechó a fondo estas charlas, cuyas luces recogía en un cuaderno que le acompañó toda la vida. También recibió del santo hermano un libro de apuntes espirituales, “un tesoro grande”, como él decía, que legó al noviciado de Tunja en Colombia, entonces Nueva Granada.

La llamada de América.

Comenzaba su segundo año de estudios teológicos, cuando el provincial accediendo a su deseo, le destinó el 23 de enero de 1610, a las misiones transoceánicas de Nueva Granada. Sin despedirse de su familia –el ambiente en casa había cambiado tras las segundas nupcias de su padre–, se fue a pie a
Valencia y luego a Sevilla, de donde zarparía en la flota de galeones en compañía del padre Mejía y dos jóvenes sacerdotes. Después de una primera toma de contacto con la plaza fuerte de Cartagena de Indias, hervidero de negreros, piratas e inquisidores, se trasladó, en un lento viaje en champán por el río Magdalena y luego a lomos de mula, hasta Santa Fe de Bogotá, donde no estaban aún organizados los estudios de teología, lo que Pedro aprovechó para servir como hermano coadjutor.

El clima de
Bogotá no le sentaba bien, ya que el sol dañaba su salud. Una vez concluidos brillantemente sus estudios, fue destinado al noviciado de Tunja, en tierra adentro, para hacer su “tercera probación”, el año que los jesuitas dedican a la espiritualidad tras su formación intelectual. Seguía dudando si hacerse sacerdote. Tanto, que le pidió al provincial que le permitiera seguir de hermano portero, oficio que ejercía en Tunja.

Sepultados en vida.

Pero los superiores le destinaron a
Cartagena de Indias, donde fue ordenado por el obispo dominico fray Pedro de la Vega el día de San José de 1615. Dijo su primera misa en el altar de la Virgen del Milagro de la iglesia de la Compañía. Allí conoció al sabio jesuita Alonso de Sandoval, investigador de la vida de los negros y autor del famoso libro De instauranda ethiopum salute, quien, en contra del dominante ambiente esclavista, recibía con afecto y bautizaba a los esclavos que llegaban al puerto en abundancia y en un estado calamitoso en las bodegas de los barcos negreros, procedentes de África Claver se entregó en cuerpo y alma a los negros bozales. En medio del clima caluroso e insano de Cartagena, ciudad donde ya había más de 1.500 esclavos y los mosquitos y las enfermedades devoraban a los sanos, se enfrentó con hechos heroicos a la ignominiosa trata. Pedro vio claro entonces el sentido de su sacerdocio; y el 3 de abril de 1662, al pronunciar su profesión solemne, estampó junto a su firma la que sería la gran consigna de su vida: Petrus Claver, aethiopum semper servus (“Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre”).

El joven sacerdote siguió a la letra el método empleado por el padre Sandoval. Procuraba enterarse con antelación de la llegada de un barco negrero – hasta ofrecía una misa a quien se lo avisara– y se informaba de que nación venía para procurarse intérpretes, que buscaba por toda Cartagena. Los amos de éstos llevaban muy mal que se los pidieran y recibían a los jesuitas con insultos. Más tarde el propio colegio llegó a comprar los negros intérpretes, grandes colaboradores de Claver. Entre ellos estaban Domingo Folupo, Andrés Sacabuche, José Monzola o Ignacio Soso, que a veces eran empleados en el colegio para otros menesteres, lo que ocasionó dos cartas de protesta del padre general Vitelleschi, quien apreciaba sinceramente la labor de Pedro. Acompañado de sus intérpretes acudía Claver al puerto llevando al brazo un canasto cargado de plátanos, naranjas, limones, pan, vino, tabaco, aguardiente y sahumerios. Luego, haciendo de tripas corazón, descendía heroicamente a la sentina del navío donde por más de cuarenta o cincuenta días venían sepultados entre trescientos y cuatrocientos negros. Ante los ojos desorbitados de terror de los pobres africanos, les decía que él quería ser su padre y pretendía tratarlos bien; que no iba con intención comérselos, como creían, o maltratarlos, sino para quererles y enseñarles el camino de Jesús. Si algunos llegaba en peligro de muerte, él mismo lo envolvía en su manteo y lo llevaba a un hospital.

Caricias de padre.

Existen relaciones de la época escalofriantes de estos desembarcos, incluso de mano del propio santo: “Echamos manteos fuera y fuimos a traer de otra bodega tablas y entablamos aquel lugar y trajimos en brazos los muy enfermos, rompiendo por los demás. Juntamos los enfermos en dos ruedas, la una tomó mi compañero con el intérprete, apartados de la otra que yo tomé. Entre ellos había dos muriéndose, ya fríos y sin pulso. Tomamos una teja de brasas, y puesta en medio de la rueda, junto a los que estaban muriendo, y sacando varios olores, de que llevábamos dos bolsas llenas, que se gastaron en esta ocasión, y dímosles un sahumerio, poniéndole encima de ellos nuestros manteos, que otra cosa ni la tienen encima, ni hay que perder tiempo en pedilla a sus amos, cobraron calor y nuevos espíritus vitales, el rostro muy alegre, los ojos abiertos y mirándonos”.


“De esta manera les estuvimos hablando, no con lengua, sino con manos y obras que como vienen tan persuadidos de que los traen para comerlos, hablarles de otra manera fuera sin provecho. Asentámonos después, o arrodillámonos junto a ellos, y les lavamos los rostros y vientres con vino, y alegrándolos, y acariciando mi compañero a los suyos, y yo a los míos, les comenzamos a poner delante cuantos motivos naturales hay para alegrar un enfermo”.


También para la catequesis seguía el método del padre Sandoval, explicán¬doles la doctrina cristiana a través de cuadros muy vivos y la ayuda de intérpretes escalonados en medio de una atmósfera irrespirable. Cuando sentía repugnancia, besaba las llagas de los esclavos y finalmente los bautizaba, en contra de lo que hacían algunos religiosos cuando los bozales eran cazados en África, que bautizaban en masa con un simple riego.

Leprosos e inquisidores.

Su afecto a los negros se extendía a su defensa frente a sus amos, como atestigua la negra Isabel Folupo. Cuando sabía que alguno flagelaba a sus esclavos, se presentaba en la casa y con súplicas o con autoridad les pedía que no los azotaran. Su confesonario estaba reservado para los negros, mientras que grandes personajes de la ciudad tenían que hacer cola detrás de ellos si querían confesarse con el jesuita. De su predilección por los enfermos daba testimonio un pobre negro que vivía en una choza junto a la muralla o una ciega que visitó fielmente en su bohío durante diez años. Durante la peste de la viruela que se cebó en Cartagena en 1633 y 1634 se multiplicó para atender a los damnificados hasta agotar a dos y tres de sus compañeros. Su manteo servía de vestido para los desnudos recién llegados, de almohada y de cama para los enfermos. Su intérprete Sacabuche contaba que hubo días que tuvo que lavar el manteo del padre Claver hasta siete veces. En vísperas de Pascua reunía a todos los negros de la ciudad para que cumplieran el precepto, los confesaba, les daba la comunión y él mismo les servía un modesto desayuno. También alguna vez con la disciplina con la que se flagelaba irrumpió en alguna danza nocturna, cuando los africanos se emborrachaban o prostituían.


Además acudía regularmente a la leprosería, hospital de San Lázaro, cuidada por los Hermanos de San Juan de Dios. Allí barría, arreglaba las camas, daba de comer a los enfermos y les llevaba pequeños frascos de licor. Conseguía mosquiteros, limosnas, medicinas y comida para aquel pobre hospital que era un conjunto de bohíos que llegó a albergar hasta setenta leprosos. Los días de fiesta les llevaba una comida más fina y una banda de música.

En defensa de los últimos [editar]
Se ocupaba también de los presos comunes o de la
Inquisición y se pasaba largas horas en los calabozos escuchando sus cuitas. Por sus ruegos dos abogados se encargaban de la defensa de los presos pobres. También los consolaba en el momento de la ejecución con vino, perfume y bizcochos. Y con los protestantes, alguno de ellos ejecutado en un Auto de Fe, se comporta¬ba con igual cariño y misericordia. Llegó a convertir a varios, entre ellos un arcediano de Londres. Misionaba además pueblos de los alrededores, comiendo y durmiendo en chozas abandonadas, entre murciélagos y ratas. Le nombraron ministro (encargado de asuntos materiales) de la casa. Pero, como cogía siempre para él los oficios más duros, el superior lo hizo maestro de novicios coadjutores, a los que conducía a la leprosería escoba en mano. Todo ello respondía a un profunda vida espiritual. Austero hasta el heroísmo –dormía poco y en el suelo, apenas comía y vestía cilicios, cuando ya era un cilicio sólo el clima de Cartagena–, tenía dicho al hermano portero que no molestara en la noche a los demás padres, cuando venían a pedir sacramentos, sino que acudiesen a él. Para la oración le gustaba mirar un libro de imágenes de la vida de Nuestro Señor y se detenía sobre todo en pasajes de la Pasión que recordaba el resto del día. El negro Diego Folupo lo vio elevado del suelo como “caña y media” con los ojos fijos en un crucifijo que sostenían en las manos. Le atribuían numerosos milagros, como resurrección de muertos, clarividencia y profecía.
Aunque su fama de santidad cundía por toda la ciudad y aunque su provincial llegó a decir que trabajaba él solo por seis sujetos y no le faltaron cartas laudatorias del padre General de la Compañía, muchos le hicieron la guerra. Los informes que enviaban a Roma decían de él que era “mediocre de ingenio”, con poca experiencia, “apto sólo para predicar a indios”. También le vinieron avisos de la curia por manejar plata y tener en el aposento botijas de vino, que usaba para sus negros. O le llamaron la atención por reprender a una dama española que se pavoneaba en la iglesia de su guardainfante. Otros jesuitas no venían bien que diera preferencia a los negros sobre los blancos, temas que incluían en sus cartas acusatorias a Roma. Un día en que pretendía entrar en Uraba, región de indios paganos, tras predicar la cuaresma por los alrededores de Cartagena, cayó enfermo. La víspera había confesado hasta las diez de la mañana y cuando pretendía celebrar la misa, se sintió tan mal que se vio obligado a regresar a Cartagena. La peste había diezmado el colegio de los jesuitas, donde habían fallecido ya nueve miembros de la comunidad. Una parálisis le redujo a la impotencia y a un tremendo temblor de las manos, que, según testimonio del médico, le desaparecía al decir misa. Aún pudo hacer algunas visitas, gracias a una mula que le dejaron, que estuvo a punto de matarle. Pudo ir también a despedirse de doña Isabel de Urbina, su gran bienhechora, a quien le pidió que adelante se confesara con su sucesor, el padre Diego Ramírez Fariña. Por entonces, desde la sublevación de Portugal, era raro el arribo de barcos negreros. Pero en 1652 llegó uno lleno de negros araraes. Pedro visitó a los negros, les llevó regalos y los instruyó para el bautismo.

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