Pedro Claver Corberó conocido como San Pedro Claver, (Verdú, Cataluña; 1580 – Cartagena de Indias; 9 de septiembre de 1654), fue un misionero y sacerdote jesuita español, conocido sobre todo por su entrega a aliviar el sufrimiento de los esclavos del puerto negrero de Cartagena de Indias. Es el patrono de los esclavos.Cuando, en el proceso de canonización, llega el momento de convocar testigos, muchos son los que se presentan a declarar espontáneamente. La vida de Pedro Claver ha transcurrido a la luz del día, ha sido patente a cuantos le han conocido. Ha realizado su santidad ante las gentes y entre las más diversas...
Tímido y sencillo, catalán corto en palabras y largo en hechos, Pedro Claver Corberó, conocido como “el esclavo de los esclavos”, es una de las figuras del santoral más apasionantes y arriesgadas del
Ordenado sacerdote en 20 de marzo de 1616, pide una y otra vez a sus Superiores que lo dejen partir para el Nuevo Continente, que atrae sus ansias y cree él que ha de ser el campo de su apostolado. Las negativas se suceden. r_1 insiste respetuosamente, dándonos un ejemplo de obediencia bien entendida. Y por fin, consigue el permiso. Es entonces —el día 3 de abril de 1622— cuando pronuncia y firma Claver las palabras que arriba registramos y que habrán de ser su consigna: «Esclavo de los negros para siempre». Y con esta contraseña y divisa, tan apostólica, se embarca para las tierras americanas.
Todas sus actividades se desarrollan en Colombia: dos años en Santa Fe de Bogotá, uno en Tunja y treinta y ocho en Cartagena. En aquellos tiempos, la trata de negros era uno de los espectáculos más deprimentes de la humanidad. Terminada la retórica, entra en contacto con los jesuitas del colegio de Belén para estudiar filosofía, donde sintió la vocación a la
Un portero muy especial
Desde los primeros momentos sintió dudas sobre su vocación al sacerdocio, pues le atraían la sencillez y los oficios humildes de los hermanos coadjutores. Esto explica la gran amistad y admiración que sintió en
La llamada de América.
Comenzaba su segundo año de estudios teológicos, cuando el provincial accediendo a su deseo, le destinó el 23 de enero de 1610, a las misiones transoceánicas de Nueva Granada. Sin despedirse de su familia –el ambiente en casa había cambiado tras las segundas nupcias de su padre–, se fue a pie a
El clima de
Sepultados en vida.
Pero los superiores le destinaron a
El joven sacerdote siguió a la letra el método empleado por el padre Sandoval. Procuraba enterarse con antelación de la llegada de un barco negrero – hasta ofrecía una misa a quien se lo avisara– y se informaba de que nación venía para procurarse intérpretes, que buscaba por toda Cartagena. Los amos de éstos llevaban muy mal que se los pidieran y recibían a los jesuitas con insultos. Más tarde el propio colegio llegó a comprar los negros intérpretes, grandes colaboradores de Claver. Entre ellos estaban Domingo Folupo, Andrés Sacabuche, José Monzola o Ignacio Soso, que a veces eran empleados en el colegio para otros menesteres, lo que ocasionó dos cartas de protesta del padre general Vitelleschi, quien apreciaba sinceramente la labor de Pedro. Acompañado de sus intérpretes acudía Claver al puerto llevando al brazo un canasto cargado de plátanos, naranjas, limones, pan, vino, tabaco, aguardiente y sahumerios. Luego, haciendo de tripas corazón, descendía heroicamente a la sentina del navío donde por más de cuarenta o cincuenta días venían sepultados entre trescientos y cuatrocientos negros. Ante los ojos desorbitados de terror de los pobres africanos, les decía que él quería ser su padre y pretendía tratarlos bien; que no iba con intención comérselos, como creían, o maltratarlos, sino para quererles y enseñarles el camino de Jesús. Si algunos llegaba en peligro de muerte, él mismo lo envolvía en su manteo y lo llevaba a un hospital.
Caricias de padre.
Existen relaciones de la época escalofriantes de estos desembarcos, incluso de mano del propio santo: “Echamos manteos fuera y fuimos a traer de otra bodega tablas y entablamos aquel lugar y trajimos en brazos los muy enfermos, rompiendo por los demás. Juntamos los enfermos en dos ruedas, la una tomó mi compañero con el intérprete, apartados de la otra que yo tomé. Entre ellos había dos muriéndose, ya fríos y sin pulso. Tomamos una teja de brasas, y puesta en medio de la rueda, junto a los que estaban muriendo, y sacando varios olores, de que llevábamos dos bolsas llenas, que se gastaron en esta ocasión, y dímosles un sahumerio, poniéndole encima de ellos nuestros manteos, que otra cosa ni la tienen encima, ni hay que perder tiempo en pedilla a sus amos, cobraron calor y nuevos espíritus vitales, el rostro muy alegre, los ojos abiertos y mirándonos”.
“De esta manera les estuvimos hablando, no con lengua, sino con manos y obras que como vienen tan persuadidos de que los traen para comerlos, hablarles de otra manera fuera sin provecho. Asentámonos después, o arrodillámonos junto a ellos, y les lavamos los rostros y vientres con vino, y alegrándolos, y acariciando mi compañero a los suyos, y yo a los míos, les comenzamos a poner delante cuantos motivos naturales hay para alegrar un enfermo”.
También para la catequesis seguía el método del padre Sandoval, explicán¬doles la doctrina cristiana a través de cuadros muy vivos y la ayuda de intérpretes escalonados en medio de una atmósfera irrespirable. Cuando sentía repugnancia, besaba las llagas de los esclavos y finalmente los bautizaba, en contra de lo que hacían algunos religiosos cuando los bozales eran cazados en África, que bautizaban en masa con un simple riego.
Leprosos e inquisidores.
Su afecto a los negros se extendía a su defensa frente a sus amos, como atestigua la negra Isabel Folupo. Cuando sabía que alguno flagelaba a sus esclavos, se presentaba en la casa y con súplicas o con autoridad les pedía que no los azotaran. Su confesonario estaba reservado para los negros, mientras que grandes personajes de la ciudad tenían que hacer cola detrás de ellos si querían confesarse con el jesuita. De su predilección por los enfermos daba testimonio un pobre negro que vivía en una choza junto a la muralla o una ciega que visitó fielmente en su bohío durante diez años. Durante la peste de la viruela que se cebó en Cartagena en 1633 y 1634 se multiplicó para atender a los damnificados hasta agotar a dos y tres de sus compañeros. Su manteo servía de vestido para los desnudos recién llegados, de almohada y de cama para los enfermos. Su intérprete Sacabuche contaba que hubo días que tuvo que lavar el manteo del padre Claver hasta siete veces. En vísperas de Pascua reunía a todos los negros de la ciudad para que cumplieran el precepto, los confesaba, les daba la comunión y él mismo les servía un modesto desayuno. También alguna vez con la disciplina con la que se flagelaba irrumpió en alguna danza nocturna, cuando los africanos se emborrachaban o prostituían.
Además acudía regularmente a la leprosería, hospital de San Lázaro, cuidada por los Hermanos de San Juan de Dios. Allí barría, arreglaba las camas, daba de comer a los enfermos y les llevaba pequeños frascos de licor. Conseguía mosquiteros, limosnas, medicinas y comida para aquel pobre hospital que era un conjunto de bohíos que llegó a albergar hasta setenta leprosos. Los días de fiesta les llevaba una comida más fina y una banda de música.
En defensa de los últimos [editar]
Se ocupaba también de los presos comunes o de la Inquisición y se pasaba largas horas en los calabozos escuchando sus cuitas. Por sus ruegos dos abogados se encargaban de la defensa de los presos pobres. También los consolaba en el momento de la ejecución con vino, perfume y bizcochos. Y con los protestantes, alguno de ellos ejecutado en un Auto de Fe, se comporta¬ba con igual cariño y misericordia. Llegó a convertir a varios, entre ellos un arcediano de Londres. Misionaba además pueblos de los alrededores, comiendo y durmiendo en chozas abandonadas, entre murciélagos y ratas. Le nombraron ministro (encargado de asuntos materiales) de la casa. Pero, como cogía siempre para él los oficios más duros, el superior lo hizo maestro de novicios coadjutores, a los que conducía a la leprosería escoba en mano. Todo ello respondía a un profunda vida espiritual. Austero hasta el heroísmo –dormía poco y en el suelo, apenas comía y vestía cilicios, cuando ya era un cilicio sólo el clima de Cartagena–, tenía dicho al hermano portero que no molestara en la noche a los demás padres, cuando venían a pedir sacramentos, sino que acudiesen a él. Para la oración le gustaba mirar un libro de imágenes de la vida de Nuestro Señor y se detenía sobre todo en pasajes de la Pasión que recordaba el resto del día. El negro Diego Folupo lo vio elevado del suelo como “caña y media” con los ojos fijos en un crucifijo que sostenían en las manos. Le atribuían numerosos milagros, como resurrección de muertos, clarividencia y profecía.
Aunque su fama de santidad cundía por toda la ciudad y aunque su provincial llegó a decir que trabajaba él solo por seis sujetos y no le faltaron cartas laudatorias del padre General de la Compañía, muchos le hicieron la guerra. Los informes que enviaban a Roma decían de él que era “mediocre de ingenio”, con poca experiencia, “apto sólo para predicar a indios”. También le vinieron avisos de la curia por manejar plata y tener en el aposento botijas de vino, que usaba para sus negros. O le llamaron la atención por reprender a una dama española que se pavoneaba en la iglesia de su guardainfante. Otros jesuitas no venían bien que diera preferencia a los negros sobre los blancos, temas que incluían en sus cartas acusatorias a Roma. Un día en que pretendía entrar en Uraba, región de indios paganos, tras predicar la cuaresma por los alrededores de Cartagena, cayó enfermo. La víspera había confesado hasta las diez de la mañana y cuando pretendía celebrar la misa, se sintió tan mal que se vio obligado a regresar a Cartagena. La peste había diezmado el colegio de los jesuitas, donde habían fallecido ya nueve miembros de la comunidad. Una parálisis le redujo a la impotencia y a un tremendo temblor de las manos, que, según testimonio del médico, le desaparecía al decir misa. Aún pudo hacer algunas visitas, gracias a una mula que le dejaron, que estuvo a punto de matarle. Pudo ir también a despedirse de doña Isabel de Urbina, su gran bienhechora, a quien le pidió que adelante se confesara con su sucesor, el padre Diego Ramírez Fariña. Por entonces, desde la sublevación de Portugal, era raro el arribo de barcos negreros. Pero en 1652 llegó uno lleno de negros araraes. Pedro visitó a los negros, les llevó regalos y los instruyó para el bautismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario