miércoles, 9 de septiembre de 2009

JÓVENES Y DESIGUALDAD


Dos miradas críticas sobre los relatos construidos por los medios. Una de un grupo de investigadores de Idaes-Unsam sobre las diferentes representaciones acerca de los jóvenes. Otra, de Juan Pedro Gallardo, argumentando a partir de un reciente estudio del Comfer sobre contenidos de la televisión abierta.


En el trabajo de campo que estamos llevando a cabo con jóvenes del conurbano ha surgido un dato que quisiéramos tomar aquí como punto de partida de una reflexión más amplia.
El dato refiere a una cierta distribución del espectro de boliches bailables de la zona donde habitan, según una organización imaginaria del mismo ámbito que hacen los propios jóvenes. Esta organización imaginaria relaciona, aunque no de modos lineales, clase social con boliche y/o circuitos de diversión.


Concretamente, los jóvenes de sectores medios califican a algunos boliches de “pesados” y sostienen su decisión de no concurrir afirmando que allí se arma “re-kilombo”, que hay peleas y consumo de drogas y de alcohol. Dicen preferir otro tipo de boliches porque, en conjunto, los “pesados” son “de negros”. La inversa también funciona: para los jóvenes de sectores populares, los boliches preferidos por los sectores medios son de “chetos”. Y el “cheto no se la aguanta”.


Que los circuitos de diversión se organicen a partir de delimitaciones nativas relacionadas con la “negritud” o la “chetitud” puede parecer en principio un dato banal. Pero el investigador está obligado a formularse otros interrogantes, que avancen más allá del sentido común. En este caso, nos preguntamos: ¿es que en los boliches “chetos”, los que no serían “de negros”, nadie se droga? ¿No hay peleas ni consumo abusivo de alcohol? ¿O será que hay otro tipo de consumos, sea de alcohol como de drogas, pero que quedan invisibilizados y naturalizados porque se ligan a la “diversión”? Y si es así: ¿qué mecanismos naturalizan estas prácticas en un ámbito y las estigmatizan en otros?


El dato –en apariencia– banal empieza a resultar interesante cuando es puesto en relación con otras investigaciones. Como una foto, que al revelarse comienza a mostrar de a poco otras conexiones. Y esas conexiones hablan más del estado de la cultura actual que de la propia foto. Mariana Alvarez está trabajando con las representaciones televisivas de jóvenes consumidores de drogas. Más allá de que toda consumición es ilegal, la televisión parece seleccionar modos diferentes de enmarcar esta práctica según la clase social de los jóvenes representados: muros descascarados, una intemperie hostil, colores amarronados y primeros planos de rostros pixelados en el caso de los jóvenes de sectores populares; lugares cerrados, colores brillantes y alegres, planos generales de gente bailando, son los elementos del encuadre de las escenas de jóvenes de sectores medios y altos. En ambos casos se trata de una práctica ilegal. Sin embargo, las representaciones difieren en los elementos que las enmarcan. Son representaciones que discriminan por el marco y que van dejando huellas en el imaginario acerca de los vínculos entre consumos, edad y clase social.


Y regresamos entonces al principio, al dato que muestra que los jóvenes que delimitan sus circuitos con la etiqueta de “boliches de negros”, organizan sus salidas y justifican esas calificaciones afirmando que los “negros” se drogan, se pelean, y abusan del consumo de alcohol. Mientras que los “chetos” se divierten. La huella, hecha carne, se convierte en frontera, espacial, pero también social.


¿Qué tipo de mecanismo está jugando allí, en estas representaciones extendidas? Entre las dos investigaciones hay un vínculo, a simple vista imperceptible, pero que aparece y le otorga densidad a la pregunta por la legitimación de la desigualdad por la vía de los discursos mediáticos.


Nos preguntamos entonces si la derogación de la Ley de Radiodifusión heredada de la dictadura, y su reemplazo por una ley de medios aggiornada y democrática, podría incidir de algún modo en este tipo de construcción simbólica. Y la verdad es que sospechamos que las rutinas periodísticas y los géneros narrativos están tan arraigados en el periodismo, que desmontarlos puede llevar décadas. De hecho, otra investigación pone de relieve una cuestión paralela. Es la realizada por Mercedes Mesia sobre la revista THC, dedicada a la difusión de la cultura de la marihuana y posicionada a favor de la despenalización de la droga. A pesar de que podría vislumbrarse cierta tendencia “progresista” en esta publicación, la revista cae en el mismo cliché: los sectores populares son representados como “negros”; y los sectores medios parecen no drogarse, sino sólo exacerbar la diversión.


No estamos postulando una relación lineal, mecánica y unívoca entre el discurso de los medios y las representaciones de los sujetos. Lo que sí nos interesa advertir es la espiral recursiva que se produce entre ambas dimensiones. Porque las formas que va tomando el imaginario sobre la juventud en la sociedad argentina actual, recae particularmente en los modos en que los mismos jóvenes perciben y organizan las fronteras en sus prácticas cotidianas. Y viceversa. Nos importa, entonces, señalar el papel legitimador que les cabe a los medios comerciales en esta construcción cultural de la desigualdad social.

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