Eva Giberti
El año pasado, en PáginaI12 dedicamos un suplemento especial a la conmemoración del 23 de septiembre –consagrado como Día contra la Explotación Sexual–, fecha inspirada en una ley de Alfredo Palacios creada en Argentina en 1913. Fue la primera formulación legislativa en el continente contra la prostitución de mujeres y niñas. La elección de esa fecha fue el resultado de la gestión que, en 1996, llevaron a cabo Zoraida Ramírez Rodríguez, por la Coalición contra el Tráfico de Mujeres, y Atilio Alvarez, entonces presidente del Consejo del Menor y la Familia. Esa edición también fue el primer avance periodístico que sistematizó la historia de la trata en nuestro país y aportó la información técnica que internacionalmente se utiliza para enfrentar el delito. Transcurrieron décadas antes de que el tema fuese seleccionado por los medios de comunicación para exponerlo con claridad. El primer efecto recayó sobre una comunidad absorta que decía no conocer esa índole de delito. El segundo fue la apertura de preguntas por parte de niños y niñas, estimulados por lo que veían y escuchaban en los medios. Entonces, ¿cómo les vamos a explicar de qué hablamos cuando mencionamos la trata de personas si el delito se confunde con explotación sexual y con abuso, todo mezclado con violaciones y con pornografía llamada “infantil”? Si ensayamos un lenguaje elemental, descontamos que los chicos entienden de qué hablamos cuando mencionamos la esclavitud; el cine ha mostrado esclavos en centenares de películas. Ahora tenemos que explicarles la esclavitud de la trata. Se secuestran niñas cuando tienen 12 o 13 años, o se las engaña con promesas de trabajo en tevé o en otras ocupaciones. Ellas aceptan la invitación de un señor o de una señora que “les merece confianza”. A partir de allí las encierran, las golpean, las violan y no les permiten salir, ni utilizar su nombre, ni conectarse con sus familias; sólo pueden hacer aquello que se les manda: recibir hombres para tener relaciones sexuales contra su voluntad.
Esos hombres le pagan a la persona que las secuestró o engañó y vive del dinero que le producen los actos sexuales que esas esclavas están obligadas a realizar. Se llaman rufianes o tratantes. Los chicos preguntan rápidamente: “¿Esas chicas no ven a otra gente que las puedan ayudar?”. Ven a los clientes o usuarios. Son los hombres que pagan para utilizar el cuerpo de esas adolescentes, para disfrutar al humillarlas y obligarlas a tener relaciones sexuales. Los clientes y los rufianes forman parte de la misma familia. Uno, el cliente, paga por violar a la adolescente; el otro, el rufián, se gana la vida manteniendo a esa esclava con vida, mientras le sirva. Algunos chicos escuchan con asombro, no les resulta sencillo reducir la descripción al mundo que ellos se pueden representar. Asociar un tema inquietante como las relaciones sexuales con la esclavitud sobrepasa la posible construcción de las imágenes que ellos pueden componer. Insisten en preguntar si las esclavas no se pueden escapar. Es contundente el intento de liberarlas. Eligen pensar en el encierro de las víctimas como zonas destinadas al castigo físico. O sea, imaginan acertadamente. Porque cada cliente implica una violación. La pregunta adulta es siempre la misma: “¿A qué edad empiezo a explicarle estas cosas?”. La respuesta también se reitera: cuando lo crea conveniente. Pero diferencie entre las muchachitas explotadas sexualmente que cualquiera puede reconocer en la calle, instaladas en su “parada” esperando al cliente, de las que están encerradas en whisquerías y prostíbulos.
Ambas son esclavas, pero las víctimas de explotación sexual no están encerradas como la mayoría de las víctimas de trata. Pudo suceder que en su familia le hayan explicado que ella puede “trabajar” con hombres y las vigilen desde una esquina cercana. En un primer momento se asustan, rechazan las prácticas que se les imponen hasta que comprueban que de ese modo ganan dinero, el que deberán entregar a quien las introdujo en la actividad. Con cierta frecuencia ha sido el progenitor quien se ocupó inicialmente de violarlas. “¡Eva! ¡Cómo le vamos a decir eso a los chicos!” Elija el estilo que le resulte más sencillo pero recuerde que éste es el mundo actual en el cual los chicos crecen. “¡Eva, no exagere! ¡La gente no está tan corrompida!” Quienes rescatan y acompañan niñas y adolescentes de los prostíbulos –tarea que realizan profesionales especializadas del Ministerio de Justicia, junto con la Policía Federal– comprueban que la corrupción que involucra a las púberes y adolescentes esclavizadas constituye una gangrena que, mediante las rutas de la trata, abarca la totalidad del país.
Sostenida, alimentada y estimulada por los clientes. Explicarles esta índole de realidades a niños y niñas inicia el camino hacia el esclarecimiento que precisarán siendo adultos. Para no jactarse de ser clientes, para no asumir que existen mujeres que “sirven para eso”, afirmación que parte tanto de bocas femeninas cuanto masculinas, para recordar que siendo niños imaginaban que alguien debía salvarlas. Casi un siglo más tarde, otro 23 de septiembre nos encuentra repicando en aquella histórica jornada de 1913. Casi un siglo perdido. No alcanza con las detenciones actuales, con los allanamientos, con los equipos formados por mujeres profesionales que ingresan en la miseria prostibularia para rescatar las vidas y los derechos de esas púberes y adolescentes esclavizadas. Esto es un comienzo concreto y eficaz pero precisamos que la conciencia ciudadana se diferencie de aquellas conciencias que durante un siglo silenciaron la esclavitud. Empecemos por incorporar a otros púberes, a otros niños y adolescentes, en el territorio de aquello que es preciso conocer para prever la multiplicación del delito y para decidirse a combatirlo.
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