El análisis sobre la evolución de la pobreza tiene un poco más de complejidad que la manifestación sentida por los excluidos, que en ciertos sectores y expositores se expresa como simple demagogia sin ninguna intención de cambiar las raíces estructurales que la originan. La administración kirchnerista ha mostrado iniciales éxitos en su reducción, pero luego ha revelado debilidad para avanzar en ese imprescindible proceso si el objetivo es reconstruir el tejido social de una población castigada. El reemplazo del régimen cambiario que implicó la megadevaluación exteriorizó los efectos devastadores de la convertibilidad en el mercado laboral y en el campo social. La recuperación económica permitió mejorar sustancialmente los indicadores de empleo, pero no tanto los de pobreza e indigencia. Esa supuesta paradoja de un modelo con más empleo pero aún con elevados niveles de pobreza por ingresos resulta un desafío interesante para los especialistas. El escenario se vuelve aún más difícil en un período donde la crisis internacional se presenta como una amenaza sobre el mundo del trabajo. Y donde se plantea el dilema entre empleo y pobreza en el orden de prioridades de las políticas preventivas. La respuesta a esa tensión se encontraría en el diseño de una política integral que abarcara ambos campos, pero se enfrenta a limitaciones conceptuales y presupuestarias en el actual contexto político y económico.
La propuesta de universalizar una asignación monetaria tiene la mayor virtud en el reconocimiento de derechos a los excluidos, además de una justa reparación social por décadas de neoliberalismo. Esta iniciativa de indudable relevancia, que para los sectores más postergados significa tener más dinero en sus bolsillos, no implica necesariamente que por arte de magia se borrarán de las estadísticas las cifras de indigencia. O que disminuirá fuerte el índice de pobreza. Desde comienzos de 2007 ha quedado demostrado que ante el comienzo de una firme rehabilitación de la demanda, la respuesta empresaria, donde tienen una posición dominante en mercados sensibles, ha sido la de ajustar precios. Así el avance que se produce por el lado de los ingreso es neutralizado por el frente de los precios, en un proceso que el Gobierno no ha mostrado pericia para manejar. Pero tampoco se han expresado respuestas más convincentes para enfrentar esa puja en gran parte de la oferta política con mayor presencia mediática.
El cuadro socioeconómico de la pobreza tiene varias capas para ser abordado, y si no se incluye a cada una de ellas se terminará analizando en forma tuerta una situación bastante compleja. La crisis de los ’90 y la de 2001-2002 enseñó que la base para empezar a reconstruir el tejido social es la creación de empleo. Sin trabajo no hay posibilidad de empezar a evaluar niveles de ingresos, el umbral de la pobreza y las condiciones para mejorar el panorama de los excluidos. Por eso resulta llamativo que sectores del denominado progresismo hayan advertido sobre medidas para preservar el empleo, incluso en mercados dominados por multinacionales. Esos trabajadores difícilmente puedan sentirse representados por dirigentes políticos o sindicales que menosprecian su peso relativo en la economía. La preservación de los puestos laborales es la condición básica para poder avanzar en disminuir la pobreza. Y por ese motivo es fundamental una política de defensa del trabajo con todas las herramientas disponibles frente a un escenario de crisis global.
En esa instancia, con ese consenso básico, aparecen aspectos múltiples como las condiciones laborales, el empleo en negro y la discusión salarial que actúan como factores que reproducen la marginalidad por ingresos. La apuesta al crecimiento económico y más empleo como principal estrategia, esperando el derrame natural para abordar esas problemáticas, ha mostrado su fracaso. Se requiere de políticas activas por parte del Estado para enfrentar esas cuestiones que, por los temas involucrados, implican tensiones con el sector privado. En ese sentido, la discusión salarial que se avecina será una prueba de fuego en un panorama relativamente novedoso para las últimas décadas, que consiste en pelear simultáneamente por ingresos y por la preservación de la plantilla en medio de una crisis internacional. En las pasadas experiencias recientes, el despido de personal era la inmediata variable de ajuste, que por ahora es resistido por el frente conformado por la cartera laboral y los sindicatos, que en los últimos años han tenido una recomposición relativa de su poder.
Pero para una amplia comprensión de las condiciones que mantienen a un tercio de la población en la pobreza no se puede ignorar el comportamiento predatorio de la burguesía local y las multinacionales que operan en el país. Los aumentos de precios, y en especial los del rubro alimentos y bebidas, erosionan con intensidad el ingreso de los sectores más vulnerables, que tienen como correlato tasas de ganancias extraordinarias de las compañías que dominan esos mercados sensibles al bolsillo. El Gobierno puede mostrar que defiende el empleo y las condiciones para discutir salarios, pero esa política es insuficiente si la acompaña con una errática y deficiente en el control de precios por parte de la Secretaría de Comercio Interior. También es cierto que las estrategias de intervención en la formación de precios han sido duramente criticadas por el discurso hegemónico y su expresión en el espacio político-mediático. Una muestra fue el debate por las retenciones móviles a cuatro cultivos claves y el que se está registrando en la actualidad sobre esos derechos de exportación, con una corriente cada vez más intensa para disminuirlos o directamente para eliminarlos. Para aquellos que proponen esa medida sería interesante que luego expongan sobre lo que estiman pasará con la evolución futura de los precios de los alimentos, de los ingresos de la población y de la pobreza.
En ese marco, la problemática de la pobreza se hace más compleja porque a la debilidad por no haber podido conseguir legitimidad para la intervención estatal en la formación de precios se le sumó la ineficacia oficial para realizarla. Esa dinámica perversa quedó en evidencia con el aumento del boleto de colectivos, trenes y subtes. Por derecha e izquierda se ha cuestionado por diferentes motivos la política de subsidios al autotransporte de pasajeros. Esos fondos públicos, que requieren indudablemente mayor transparencia y control en su asignación al sector privado, actúan como salario indirecto para los trabajadores. Disminuir esos subsidios, reclamo que ha reunido con igual énfasis a ortodoxos y heterodoxos, tiene como resultado un fuerte aumento del boleto, que implica un descenso del ingreso disponible de los usuarios, que en su mayoría son trabajadores y pobres.
Abordar la cuestión de la pobreza es aún más complicado porque su análisis a través de mediciones realizadas exclusivamente vía ingresos ha sido discutido. El Premio Nobel de Economía Amartya Sen ha criticado esa visión señalando que la conversión de ingresos en bienes de una canasta básica varía entre los individuos de acuerdo con su edad, sexo, localización geográfica, tipo de vivienda, posibilidad de ser afectado por determinadas enfermedades, entre otros factores. En ese espacio surge como fundamental la asistencia social y la inversión pública en infraestructura en el rubro vivienda, caminos, servicios básicos y educación para mejorar las condiciones de vida de los postergados.
Frente a la necesidad de una amplia y efectiva intervención del sector público en varios frentes, para entender ese cuadro de situación, si lo que se quiere es cambiarlo, hay que eludir el camino de la demagogia de la pobreza.
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