Autor de canciones emblemáticas como “Alfonsina y el mar” y obras conceptuales como la “Misa criolla”, desarrolló un aporte fundamental a lo mejor del folklore argentino.
Por Karina Micheletto
Fue uno de los compositores más renombrados de la música folklórica argentina y uno de los que mostró sus posibilidades en el mundo entero, con obras conceptuales y espectáculos que propusieron al folklore como “música para escuchar”, en tiempos en que se acostumbraba encasillar al género como “festivo”. Fue, también, un hombre que marcó records a fuerza de talento: se lo consigna como el autor de la canción traducida a más idiomas del cancionero (“Alfonsina y el mar”) y de la obra del género folklórico que más discos vendió en el mundo (Misa criolla). El pianista y compositor Ariel Ramírez falleció ayer, a los 88 años.
Había nacido en la capital santafesina el 4 de septiembre de 1921. Hijo de un maestro, periodista, matemático y escritor, Zenón Rodríguez, y de Rosa Blanca Servetti, también maestra de escuela, Ariel estudió piano de pequeño, pero no escapó al mandato familiar: obtuvo el título de maestro de escuela, al igual que otros nueve hermanos. “No podía haber un Ramírez que no fuera maestro en Santa Fe. No es que me obligaran, mi viejo nunca se opuso a mi vocación. El magisterio me dio una formación. Después, todo lo demás me lo dio la vida”, contaba él en una entrevista.
Contaba también el primer “encantamiento” que ejerció en él el instrumento que eligió para su vida, en un relato cinematográfico que incluía escenas muy claras, fijadas en la memoria de un niño de casi cuatro años. Fue en Gálvez, donde su padre era director de la escuela 290. Ariel vivía con su familia en la planta alta del edificio, así que los fines de semana, los patios y aulas eran territorio privilegiado de juegos para los hermanos Ramírez. “Uno de esos domingos entramos al museo de la escuela. Entre lechuzas y loros embalsamados encontré un piano. Fue la primera vez que puse mis manos sobre uno, y fue un encantamiento. Desde entonces no quise separarme jamás de esos sonidos”, recordaba, con emoción. “Años después sentí palpitaciones cuando vi pianos en alguna vidriera. Y tuve mi primer piano a los 16 años. Un Fredrich, alemán. No sé cómo hizo mi viejo para comprarlo. Regresé al mediodía de la Escuela Normal y encontré el piano en el living. Me explotó el corazón. Estuve hasta las 3 tocándolo sin parar.”
Si de acuerdo con la tradición familiar completó el magisterio, el joven Ariel abandonó la docencia con la premura del caso: “Estuve dos días como maestro y fue un fracaso rotundo. Di clases en el mes de marzo y comprendí que no servía para el magisterio”, recordaba. Decidió entonces viajar, con la idea de conocer más en profundidad la música argentina. Terminó compartiendo pensión en Córdoba, en el bohemio barrio Clínicas de entonces, con estudiantes de medicina de diferentes provincias que le alquilaron un piano como forma de alentar los sueños de un músico en potencia.
En una de aquellas reuniones musicales de estudiantes cayó un músico ya conocido: Atahualpa Yupanqui. Puesto a evaluar las virtudes del joven, dictaminó: “Usted tiene buenas manos, pero tendría que irse al Norte, para aprender a tocar zamba y chacarera”. No sólo eso: al día siguiente hizo llegar un pasaje a Jujuy, diez pesos y cartas de recomendación, con las que Ariel Ramírez terminó viviendo siete meses en Humahuaca, y más tarde recorriendo el noroeste argentino durante tres años.
Aquel viaje iniciático marcaría la carrera del joven que finalmente lograría transformarse en pianista y compositor: obras como “La tristecita”, “Volveré siempre a San Juan”, “La equívoca”, “El Charrúa”, “Allá lejos y hace tiempo”, “Cuatro rumbos”, “El Paraná en una zamba” o “Zamba de usted” reflejan la forma en que Ramírez supo desarrollar los ritmos del mapa musical argentino, con un estilo propio que se volvería, con el tiempo, también tradición.
Piano en obra
La obra compositiva que dejó Ramírez es vasta, aunque no toda ha sido dada a conocer. Incluye unas cuatrocientas composiciones, entre canciones y obras integrales como Misa criolla y Mujeres argentinas. Fue en este último campo en el que el santafesino dejó su marca distintiva: el desarrollo de obras conceptuales que reunieron los géneros de la música argentina alrededor de un tema, una mirada integral que tendió puentes hacia lo que sería otro fuerte del pianista: la creación de espectáculos que presentaron al folklore ya no únicamente en peñas o festivales, sino en salas de concierto y teatros, con puestas que articulaban música y danza, y arreglos especialmente concebidos, abriendo nuevas posibilidades para el género.
En 1946 editó por RCA Víctor sus primeros discos en 78 rpm, con obras como la zamba “La tristecita” y el bailecito “Purmamarca”. Hasta 1956, cuando se desvinculó de esta discográfica, grabó 21 discos dobles, un promedio de dos por año. Ya en Philips, desarrolló también su faceta de recopilador, con series enfocadas en diferentes regiones del mapa musical argentino, o en selecciones de ritmos como la zamba, el vals criollo y el tango.
En 1955 creó la Compañía de Folklore Ariel Ramírez, a la manera de la histórica compañía de don Andrés Chazarreta, con espectáculos integrales de música y danza que llevó por escenarios del país y del mundo durante más de dos décadas. En su etapa inicial convocó a Los Fronterizos y el charanguista boliviano Mauro Núñez, entre otros, y por allí pasaron intérpretes como Eduardo Falú, Los Fronterizos, Jaime Torres y Raúl Barboza. Entre los hitos más destacados de esta compañía se recuerdan una gira de cinco meses por las principales ciudades de la Unión Soviética y los países del área socialista, realizada en 1957, y un espectáculo en el que reunió por primera vez a Los Chalchaleros y Los Fronterizos. Fue en 1964 en el Teatro Odeón de Buenos Aires, y la marca de aquellas presentaciones fueron las rivalidades de las hinchadas de los dos grupos folklóricos más exitosos del momento. Un año antes, había llevado al disco lo que fue otra exitosa edición de la época: Coronación del folklore, donde sumó su piano a la guitarra de Juan Falú y las voces de Los Fronterizos, interpretando algunos temas muy populares del cancionero. 1964 fue un año significativo en su trayectoria: creó una de sus obras máximas, la Misa criolla. Enseguida convocó a su amigo Félix Luna para “completar” la segunda cara de un long play, y así compusieron “de un tirón”, “como recibiendo un dictado”, Navidad nuestra (ver aparte), concretando lo que sería un éxito histórico del género. Al año siguiente la dupla encaró la obra integral Los caudillos, con la voz solista del riojano Ramón Navarro, que no alcanzó el éxito esperado, pero que para Félix Luna fue lo mejor que había escrito. En 1969 presentaron Mujeres argentinas, que incluyó otro hito imborrable, “Alfonsina y el mar”, y fue compuesta pensando en la voz de quien sería su intérprete, Mercedes Sosa. En 1972 presentaron Cantata sudamericana, que incluía el tema “Antiguos dueños de flechas” (conocido como “Indio toba”), nuevamente con Mercedes Sosa como solista. Años más tarde el pianista desarrolló otras obras conceptuales como Misa por la paz y la justicia (1981) y Los sonidos del nuevo mundo (1994), con textos de María Elena Walsh, Félix Luna y Miguel Brascó, que fue interpretada por Patricia Sosa.
Contra la opinión y los pronósticos de los ejecutivos de la compañía discográfica, aquella Misa criolla que Ramírez propuso entusiasmado vendió los dos mil discos que se editaron inicialmente sólo en el primer día a la venta –la discográfica había decidido sacar a la calle una cifra baja, como para “darle el gusto” al artista insistente–. En una semana se agotaron otros diez mil, en un mes ya eran cincuenta mil. En lo que fue el fenómeno discográfico más importante del género, Ramírez llegaba a admitir sesenta millones de discos vendidos en todo el mundo, y otros sesenta millones de la obra editados por otros intérpretes.
Decía que trabaja bien haciendo primero la música para que luego le pusiesen letra, aunque hay algunas excepciones: la milonga “No era más que un perro”, que le dio Cátulo Castillo (la musicalizó recién 22 años después del encargue), y “La hermanita perdida”, la poesía que Atahualpa Yupanqui dedicó a las Islas Malvinas. Contaba Ariel Ramírez sobre este tema que finalmente tomó forma de aire de milonga: “Atahualpa me decía que le devolviera la letra: ‘Para cuando la termines, los ingleses nos van a haber devuelto las islas y no va a tener sentido’”.
Su trabajo en Sadaic, adonde llegó de la mano de Cátulo Castillo, fue otra de las funciones que Ramírez ejerció con ahínco. Desde 1970 y hasta 2005 ocupó los cargos de presidente de la Sociedad de Autores y Compositores y de miembro del directorio, alternativamente. “Hasta el año 2000 fue todos los días a Sadaic, era su pasión. Tanto, que optó por no abrir su carrera al mundo, a pesar de lo famosas que eran sus obras, para trabajar en la Sociedad”, recordaba su hija Mariana. Ramírez explicaba claramente por qué se había vuelto dirigente autoral: “Fue porque me robaron una obra en Francia, grabaron con otro título ‘La peregrinación’. Sentí mucha pena. Y pensé que si a un tema tan difundido y de un autor al que le habían grabado muchísimas composiciones le hacían eso, qué pasaría con los menos difundidos. Tras sentir en carne propia el daño moral y material que eso significa, decidí ponerme al lado de los que tanto lucharon y siguen luchando por los derechos autorales”. Ramírez, por cierto, ganó aquella batalla: “La peregrinación” se editó en Francia con el título “Alouette” y su correspondiente poesía en francés.
Ariel Ramírez enfermó hace unos años, pero su obra compositiva más importante había transcurrido unas décadas atrás. Lo trascienden, como trascienden las grandes obras a los mortales. Otras formas de trascendencia han multiplicado en fecundas direcciones: el talento de su hijo Facundo, también exquisito pianista y compositor; el amor a la música de sus hijas Mariana y Laura, o de su nieto, también pequeño músico.
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