El padre Juan Isasmendi (29) es salteño. Hace tres años, llegó como diácono a la villa 21-24 y allí se ordenó sacerdote. Trabaja diariamente, junto al padre Pepe di Paola, en la Parroquia Virgen de Caacupé del barrio Barracas. El padre Juan explica cómo aprende a ser cura en medio de la marginalidad.
Yo había venido antes a misionar y me había gustado mucho. Cuando el cardenal me sugirió venir, le dije que sí. Tenía 27 años, y fue un desafío abrir el corazón a la gente sencilla, humilde y empezar el ministerio en la villa. El sacerdocio es muy vivo, vinculado a la realidad cotidiana y a la certeza de la paternidad de Dios. La gente te enseña que Dios es Padre, que te conoce, que te quiere, que te cuida en todo tiempo.
La gente sabe qué pedirle a un cura. Te enseña a ser cura. Te piden que siempre estés y que estés con amor. Si vienen a buscarte, a las once de la noche, para un responso, te piden que estés. Si te llaman por teléfono, a las cuatro de la mañana, porque no pueden llegar al hospital, te piden que estés. Si su hijo necesita una charla, te piden que estés. El modo de estar comprometido con el barrio es el sello de un estilo sacerdotal.
La gente vive la paternidad de Dios en el cura. Se entiende al sacerdote como instrumento vivo de Dios. Una mamá puede pedirte desde pañales, acompañamiento por un momento difícil, un consejo de vida o asistencia social. La gente vive el cuidado integral de la persona en el sacerdote y sabe que es de Dios.
La gente, todos los días, le pide la bendición a la Virgen para ir a trabajar y cuando regresa le da gracias porque regresa. Si, después de misa, das la bendición, se arma una cola larga. El amor a la Virgen es muy fuerte. Muchos chicos cuentan cómo se ponían a rezar delante de la Virgen o en medio de la calle, de la prostitución y de la droga.
La Iglesia es madre con ellos, la respetan y la quieren como madre. Vos venís a ayudar en la Iglesia, nadie te toca. Si sos de la Iglesia, te escuchan dos veces. Te miran y te ven casi con heroísmo. Yo lo vivo como un privilegio de Dios.
Existe una conciencia fuerte de dependencia de la gracia de Dios. La gente pide y valora los sacramentos. Un momento de mucha felicidad fue haberme ordenado sacerdote acá, porque grabó la relación con la gente. De pronto, te encontrás con alguien en una casa o en un pasillo riéndote, compartiendo con los chiquititos y con los abuelos. A veces, te perdés en la alegría sanamente. Cuando regreso a la noche, me digo que éstos son los momentos más lindos que vivo.
Recuerdo cuando murió un chico que iba al hogar Niño de Belén. Le quisieron robar y lo mataron. Ese fue una circunstancia difícil. A él lo apreciaba mucho, lo veía todos los días. Teníamos una amistad. Esto ocurre seguido.
La gente tiene gran capacidad para hacer comunidad, ser solidaria y armar fiestas. Las pequeñas cosas de la vida no las dejan pasar y las festejan. Es un desprecio no compartir eso con ellos.
Yo soy criado en una familia muy buena, quiero mucho a mis viejos. Nunca vi a mi viejo un sábado o un domingo hacerle la loza a un vecino, poner su plata para la mezcla y terminar con un asado o un vino. Nunca he visto a mi vieja criar a tres chiquitos en su casa porque perdieron a su mamá. Lo ves diariamente. El sentido solidario para vivir la vida es fuertísimo.
La gente tiene mucho que enseñar sobre los valores humanos. Hay chicas de la calle a quienes quieren comprarles el bebé o hacerlas abortar, y ellas se niegan. Son chicas que pasaron cualquier cosa. Te dicen “padre, a mi bebé lo quiero tener, venga y bautícelo”. La gente sencilla conserva el amor a la vida.
El pobre manifiesta mayor disposición a creer. Su corazón está más abierto a la posibilidad de creer y de recibir el reino de Dios. Tienen muy pocas cosas de las cuales agarrarse, y es algo natural desde niño. No es algo pensado o razonado. Se agarran de Dios, de la Virgen o de la Iglesia, porque son su roca.
La marginalidad es el drama que yace en el trasfondo de los problemas. Es como el pecado madre. Te va comiendo y va engendrando males: el paco, la violencia, los pibes de la calle, los chicos que toman —al principio— la delincuencia como un juego, después como un hábito. También va desde una familia que se mojó en una noche de lluvia, hasta un niño que deja su casa en la provincia para venir a buscar metales en la capital.
La marginalidad no es algo físico, temporal, ni espacial. Es algo que atraviesa la vida del barrio y el corazón de las personas. El trabajo fuerte es el que hacía Cristo: abrazar la marginalidad. Cuando la marginalidad se abraza, se rompe y se crean instituciones nuevas, estructuras nuevas, por ejemplo, nosotros contamos con un taller de oficios, que es todo lo contrario de la marginalidad.
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