El músico, pintor e historiador argentino –radicado en Francia– Juan Carlos Cáceres, acaba de presentar su investigación Tango negro, la historia negada: orígenes, desarrollo y actualidad del tango (Planeta), a la vez que edita el disco Cáceres 40 años.
Se pueden esperar muchas secuencias en los vibrantes 68 años de vida de Juan Carlos Cáceres. Que de trombonista adorador del jazz haya pasado sin peros a pintar en abstracto, que de la Cueva de Pasarotus –antro under bohemio de los ’60– haya saltado a París en el mismísimo Mayo del ’68, o que recién en la Ciudad Luz se haya transformado en un pertinaz militante del tango negro, a fuerza de grupos, discos o conferencias dirigidas a resaltar la importancia de la negritud en el origen del dos por cuatro. Ahora, que se haya trenzado en una zapada con Jerry García, alma y motor de los Grateful Dead, le abre una puerta
inesperada al asombro. “Es que los californianos tienen lo latino muy metido adentro”, justifica él, con absoluta naturalidad. De paso por su tierra natal para presentar el disco Cáceres 40 años, el también pianista mete la pincelada Deadhead como un giro lateral dentro de un todo que no es, precisamente, una oda a Jerry. Es apenas un deslinde del eje central que engrana otra novedad: su primer y único libro a la fecha, Tango negro, la historia negada: orígenes, desarrollo y actualidad del tango.
–¿Dónde y cómo fue el encuentro con los Grateful Dead? Es una de las anécdotas más llamativas de su libro...
–En 1973 se realizó en México un gran encuentro de músicos que representaban a las diferentes Sadaic (Sociedad de autores y compositores) del mundo, un congreso internacional de dos semanas que mezclaba los intereses del show business con recitales y zapadas. Entonces nos alojaron a todos en el Camino Real, un hotel de siete estrellas con suites, salas para comer las 24 horas, y todo el tiempo músicos: pianistas, mariachis, tríos de jazz, y entre ellos estaban los Grateful Dead. Un grosso ese García.
La juntada no deja de ser una perlita perdida en el confín de los ’70. Tal vez los Dead, en pleno trance hipnótico, jamás hayan recordado a ese tipo inmenso, multiinstrumentista y versátil, que por entonces llevaba pelo largo, botas hasta la rodilla, barba y colgante al pecho. Pero fue después de ese encuentro cuando a Cáceres le cayó una ficha que sí está entre las inquietudes salientes de su libro. “Cuando regresé a Francia, entusiasmado por todo lo que había visto y vivido allí, empecé a tener el afán de mostrar la música de mi país y noté la ausencia de tambores en el tango. Me pregunté por qué en la Argentina no se usaba el tambor en el género, por qué a los músicos les costaba entrar en la percusión. ¿Tal vez porque se había perdido la espontaneidad ligada al ritmo candombero original o a la improvisación cuando estallaba la verdura rabiosa?”, copia hablando lo escrito en la página 50. “Esa zapada fue gloriosa”, insiste. “Uno tocaba y no sabía con quién. Incluso yo, que no me banco el rock, terminé tocando blues-rock con un Hammond, y la pasé muy bien. Pero me acuerdo de que los que habían ido por la Argentina –creo que eran Mercedes Sosa, Cátulo Castillo y Ariel Ramírez– no curtían nada, no estaban en el ajo... ¡Era una pálida!”, se ríe.
Es complejo focalizar a Cáceres en un tema. Su transmisión oral es dispersa, apasionada, revuelta. Es un cruce y entrecruce de datos, contingencias, relatos y opiniones que requiere de un reenfoque (como si se estuviera armando un rompecabezas de mil piezas) para sacarle el jugo. Pero el jugo está y sabe bien. Tango negro, más allá de sus deslices, implica un desprejuiciado reguero de entrecruces que toman un cauce común hacia el final: Cáceres derriba de varios plumazos a los negacionistas (aquellos que niegan el origen negro del tango), hermana al género con el ragtime, la habanera y el jazz, y defiende su postura oponiendo con argumentos sólidos ciertas frases hechas del tipo “el tango de negro no tiene nada”, “los negros vinieron, se fueron y se llevaron su música”, “la percusión nunca fue utilizada en el tango”, “el tango nació por generación espontánea” o “el tango no se improvisa”. “¿De dónde salió eso de que en el tango no se improvisa? ¿Quién lo inventó?”, interroga en voz alta. “Es cierto que no todos los músicos del género tenían esa disponibilidad de espíritu para lanzarse a la improvisación, pero había muchos más de los que uno cree. Bandoneonistas como Troilo o Ruggiero eran tipos que zapaban, que improvisaban, y el más grande de todos fue Roberto Pansera, que llegó a tocar en jam session de bebop con el Gato Barbieri y Lalo Schifrin. Así que no me vengan a decir que con el bandoneón no se puede improvisar”, se exaspera.
–¿Quién fogoneó esa postura, según su visión?
–Creo que es un fenómeno de las nuevas generaciones que salen de las academias, de músicos jóvenes que son más papistas que el Papa (risas). Pueden tocar muy bien imitando a Pugliese, pero escarbando un poco tienen una actitud de jóvenes viejos.
–Eso se condice con su frase de batalla: “La modernidad está en los orígenes”.
–Es obvio. Y es algo que no digo solamente yo. Ya lo había dicho Norberto Gandini, el hermano de Gerardo, que era un genio tocando la corneta en La Porteña Jazz Band. El decía que en el jazz evolucionar era retroceder. Bueno, Wynton Marsalis, que es una de las figuras centrales del jazz de hoy, empezó a escarbar en el jazz tradicional pre Armstrong.
El músico, pintor e historiador cruza los brazos sobre la mesa, se acomoda la bufanda –a tono con la boina– y se acaricia la barba. “La verdad es que no tenía la mínima intención de escribir un libro, pero la última vez que vine aquí –aún vive en Montmartre– Planeta me insistió para que plasmara en un libro lo que digo en las conferencias. Y, bueno, me animé, pero me costó horrores, porque no sé escribir”, confiesa. Aun con esas limitaciones, el fundador de Malón, Gotán y Tangofón se las arregla con rigurosidad de fundamentos para detectar los estilos musicales que dieron origen al tango (habanera + milonga surera + candombe urbano + “el elemento europeo”) y lo enmarca en una historia política, social y económica que lo envuelve. Por ejemplo, todo el período de Juan Manuel de Rosas y su vinculación con la cultura afro. “Hay un trabajo esencial sobre esto, que incluso está escrito por alguien de la contra, que es Ramos Mejía. Me refiero a Rosas y su tiempo, un libro que leí al detalle, y que tiene un pasaje referido al candombe, encerrado dentro de un capítulo que se llama ‘Rosas y las mujeres’. Mejía describe a las mujeres del primer círculo, a las guarangas, que son como las nuevas ricas, el medio pelo de la época, y luego a la chusma, que incluye a las negras, el candombe y la descripción de esos ritos similares a la santería, al vudú, que luego van a estar presentes en el primer tango”, refrenda.
–¿En qué sentido, en concreto?
–Bueno, si uno estudia la cultura popular de barrios como Montserrat o San Telmo en esa época, va a darse cuenta de que hay una música que persiste en el tiempo, una tradición oral que se transmite de generación en generación y llega hasta el primer tango. Incluso muchos negros lo bailan, lo que pasa es que lo hacen encerrados y a oscuras, muy dentro de sus casas. Aquí aparecen las raíces negras, que son el ritmo fundamental del tango, aparecen el encuentro y el mestizaje de las diferentes tradiciones africanas, que después van a ser parte del tango, en el que el bandoneón en un principio era una curiosidad. Hay un dato contundente: en 1907 aparecen dos grabaciones cantadas por Villoldo y Arturo de Nava, que se llaman “El negro alegre” y “Tango de los negros”.
–Y usted aún sostiene que esta historia es negada, pese a estos datos elocuentes.
–Lo que sostengo es que la historia aparece en filigrana, y por eso me dediqué a estudiar historia argentina. Le dediqué todo lo que pude de mis tiempos libres. Desde la historia oficial de Levene, hasta los dos revisionismos, el de los ‘30 y el de los ’60... Puiggrós, Hernández Arregui, novelas históricas, archivos de Uruguay y Francia, que son realmente reveladores. En Francia hay mucha documentación. Cayó en mis manos un libro precioso que se llama L’affaire del Río de la Plata, que trata sobre la intervención francesa desde la separación del Uruguay hasta la caída de Rosas. Es un trabajo universitario, una síntesis de los documentos diplomáticos y militares del reino de Luis Felipe, y los intereses que vinculaban a la Corona con los unitarios. Aquí se ve claro que la verdad de la milanesa es otra... Igual que con la historia de la Confederación, los negros o la Guerra del Paraguay.
–¿En qué momento cree que esa impronta negra del tango fue “chupada”?
–En la glaciación de los ’50, porque para mí el tango tiene vigencia hasta esa década en la que aún se bailaba en los bailes de Pompeya, Mataderos o en las calesitas de San Telmo. Toda esa generación de tangueros jóvenes del momento, que estaban formados en la tradición oral, no tenían conflictos respecto de lo negro en el tango. Ellos sabían de dónde venía y no se planteaban su origen. Desde el momento en que el músico tocaba con swing, que se autodenominaba milonguero y no tanguero, porque era fiel a las milongas como esencia y no solamente como apelación al suburbio sino a una cosa muy concreta: a cómo se tocaba. Era milonga candombeada, y entonces los toques subyacían a la manera de interpretar.
–¿Y qué pasó después de lo que usted denomina “glaciación”? Porque la posición de Carlos Vega, el musicólogo al que usted señala como negacionista y eurocentrista, es contemporánea a esa etapa.
–Lo que digo es que, admitiendo que fue una eminencia como musicólogo, él afirmaba que el tango rioplatense era una música de inspiración esencialmente europea. Y esa posición eurocentrista y negacionista se explica por la historia política del país, por el desprecio dispensado por la clase dirigente hacia el pueblo. Mi ataque es también contra los exegetas del tango, que despreciaban al género como cosa de gringos o de negros, o lo corrían de ese lugar. Lo desnaturalizaban. Y yo fui testigo, porque en los ’50, siendo niño, ya tocaba con gente que había tocado en París en los años ’20. Compartí giras y cabarets con músicos más grandes que yo, y cuando viajás no hablás solamente de minas o jugás al poker: hablás de música. Y ellos hablaban de los que improvisaban, de lo que tenían swing y de aquellos que también tocaban jazz. Tenían una profunda admiración por los jazzmen de la época. He visto a Troilo hacer la cola en el Opera para ver a Armstrong. Digo, si el negacionista lo escucha, a menos que tenga mala fe, se da cuenta enseguida.
–Todo es político, al cabo...
–Es un problema vasto. El negacionismo no solamente alcanza a lo afroargentino. Es investigar un poco y encontrarse con un paquete de prejuicios que siguen programándose después de varias generaciones, fuera y dentro del tango, ¿no? Porque el tango es un epifenómeno que aparece en nuestra cultura como una manifestación que genera la expresión cabal de lo que es el pueblo rioplatense. Luego existen otras cosas que tienen que ver con la cultura general del pueblo entre las que el tango figura como una excrecencia más para las posiciones negacionistas que se perfilan desde fines del siglo XIX y que quieren contar y hacer el país según sus caprichos.
–¿Tuvo alguna incidencia la pintura en su investigación?
–Sí, porque a través de la pintura empecé a hacer un trabajo de introspección, que ya lleva treinta años, desde cuando empecé a tomar la figuración por la dictadura. Hice frescos de tres o cuatro metros sobre la historia de la Conquista de América latina, como había hecho Diego Rivera en México, que expuse en el Borges bajo el nombre de Revolución. Y a través de esa puesta en imágenes de la cuestión americana empecé a interrogar la historia a través del tango... La historia está siempre implicada en la música y la pintura, sólo hay que saber detectarla.
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