Trabajos marginales, convicción radicalizada, militancia futbolera, miedo a la idea de “seguridad”. Un cronista del NO recabó historias de jóvenes militantes en América latina. Postales de Perú, Venezuela e incluso Colombia que muestran un relato algo más esperanzador después del neoliberalismo de los ’90.
Históricamente, la juventud latinoamericana ha sido parte de las mayores manifestaciones de resistencia, cambio y contracultura. Hoy, el Sur del continente es un manto multicultural y sus jóvenes son los que hacen y deshacen la realidad, tras el desgarramiento cultural del neoliberalismo en los ‘90. Pero lejos de lo que muchas veces se oye: la juventud no está perdida. Hay esclavizados, resignados y atemorizados, pero también quienes pelean por resistir y cambiar las cosas.
Juventud esclavizada
Rogeiro Mejía tiene 21 años. Mide cerca de un metro cincuenta y es flaco como una espiga de trigo. Tiene una sonrisa permanente que le surca el rostro moreno y de rasgos indígenas. Cusqueño, sueña con un trabajo mejor para terminar estudios y progresar. “Salir de pobre”, dice. El progreso es como un horizonte guía, una meta. Una zanahoria.
Lleva días sin bañarse ni dormir más que tres horas. El trabajo en el Camino del Inca es así: sacrificio propio para el placer de unos y el beneficio de otros. Rogeiro es porteador y carga sobre su espalda más de 20 kilos. La ley, modificada hace meses, dice que el tope de carga es de 14 kilos. El se sobreexige “para satisfacer al cliente”.
Vive en Cusco con su madre y algunos hermanos. Trabaja como cadete en una empresa, pero no le alcanza. Incansable, en verano trabaja en el mítico Camino del Inca, donde recorre 43 kilómetros en cuatro días a una velocidad sorprendente.
Sortea peldaños, piedras, peñascos y barriales (en época de lluvias). Los porteadores amanecen a las tres, hacen el desayuno y desarman el campamento. Luego, con carpas y bolsos a cuestas, parten hacia el próximo sitio, para llegar antes que el turista.
Rogeiro tiene sueños. Para eso estudia Administración en la Universidad del Cusco. Para eso tolera heroicamente los embates del agotamiento físico por sólo cuatro dólares. El turista paga más de 300 y puede preguntarse a dónde va el dinero. Y responderse: no a los trabajadores como Rogeiro.
El turista duerme ocho horas en carpas que no arma ni desarma y llega prometiendo jamás volver a someterse; Rogeiro, que duerme en el suelo, a la intemperie y cinco horas, llega pensando en la próxima salida. A veces al otro día.
Según estadísticas oficiales, el turismo da más de 2 mil millones anuales, y es el sector de mayor crecimiento en Perú. El sustento son los millares de trabajadores semiesclavizados como Rogeiro, que se despide con su reproductor Mp3 a todo volumen, como muestra de la penetración cultural que le da el sistema a cambio de su trabajo.
Juventud intercultural
El componente intercultural aparece en cada rincón del continente y se ve en el consumo tecnológico o en la forma de vestir, generando satisfacción individual e indiferencia colectiva. Pasa en las urbes, como en el caso de Alexander León en Maracaibo, ciudad venezolana que es la mayor consumidora de Blackberries en Latinoamérica, y pasa entre grupos indígenas que viven en comunidad y con ancestrales tradiciones, pero vistiendo occidentales jeans y mocasines.
Alexander es el típico maracucho joven –y podría extenderse a Venezuela–: jocoso, entrador, estudioso, trabajador, bebedor y, sobre todo, adicto al celular. Es imposible caminar por allí sin hallar niños de hasta 10 años jugando con los aparatitos.
Lo más normal, y triste, es ver a un grupo de amigos –quizá compañeros de estudio, quizá conocidos del barrio– sentados en algún rincón de Maracaibo y conectados permanentemente a sus mensajes. El Blackberry es un potente factor de comunicación impersonal e incomunicación personalizada en Venezuela.
Entre los indígenas no se ven estos aparatos, pero el mestizaje cultural llega igual. Robin tiene 18 años y jamás salió de la Amazonia, donde vive con su comunidad quechua. Nació entre vegetación asombrosa, coexistiendo con animales que a veces fueron su alimento y bañándose en los ríos Napo y Misahualli. Tiene ojos rasgados, tez mate y sonrisa inocente. Habla poco y es tímido. Ayuda a los turistas y luego se baña –siempre en el río– para la fiesta de la comunidad.
La noche lo encuentra radiante. “La que salió reina es mi prima”, dice rozagante, mientras baila el reggaetón de turno y luego un rock de los ‘80. Robin es de lo más autóctono que puede dar Latinoamérica, parte de una cultura previa a la colonización, pero es también una mezcla de aportes que le dejan el turismo y la uniformidad cultural. Por radio o Internet, recibe la información de un afuera que nunca conoció. Cuando suena Shakira, intercambia el mail con un turista y sigue bailando. Deslumbran en la pista de baile sus elegantes mocasines. “Yo amo bañarme en el río, vivir entre los animales y con las tradiciones de mi comunidad; no necesito irme a conocer otras cosas”, asegura. No sabe que muchas de las “otras cosas” ya están allí.
La resignación se esconde tras la felicidad ignorante. La comunidad es ahora ecologista y vive de la limosna del turista. Ya no cazan su comida por recomendación de las organizaciones extranjeras, que desde sus países hiperdesarrollados bogan por la defensa de los reservorios naturales en zonas subdesarrolladas. Algo huele mal.
En donde vive Gisel las cosas son diferentes. Aún usan ropa autóctona. Sobre todo las mujeres, con decoraciones coloridas alrededor de piernas y brazos. La comunidad Kuna Yala está allí, en las 365 islas que asoman en la costa Caribe entre Colombia y Panamá, desde antes de la colonización. Gisel tiene 15 años y estudia Turismo en uno de los colegios del pueblo. Así busca aprovechar lo positivo de ese cruce de dos mundos: el moderno y el tradicional, como dice Plas, un joven kuna que vive de Panamá City y tiene su empresa de turismo.
“El modernismo –dice Plas, con ojos rasgados, pómulos salientes y una musculosa roja Nike pegada al cuerpo– es malo porque nos saca las costumbres propias.” Los kunas están desde antes de la colonización y ya no se tragan el cuento del descubrimiento de América: “Acá no se descubrió nada, sólo se encontró, pero nosotros estábamos antes”, dice orgulloso y rabioso Plas. Gisel, mientras tanto, escucha una radio nueva en la que Diego Torres y Julieta Venegas cantan a dúo.
Mientras algunos pescan, otros bajan la mercancía traída de Panamá en lanchas. En las islas aún puede trocarse pescado por yuca o alguna otra cosa, pero los televisores de plasma, las conexiones a Internet, los aparatos de aire acondicionado y la música vienen de la ciudad. Son parte de una mezcla de culturas que, para Plas, ha traído los vicios de las ciudades; y, para Gisel, sólo música nueva.
El turismo les da dinero a los indígenas por mostrar su cultura y su lugar por unas horas. A veces ni eso. Gisel se avergüenza y explica: “Los que traen al turista son los que ganan más”. Ese es el entramado real entre la cultura kuna y la occidental.
Pero la penetración cultural no afecta sólo al indígena. Gamín también está entre la autodeterminación y la resignación, sin darse cuenta de que pierde su propia cultura.
Adicto al fútbol, es uno de los miembros más altos de la barra del Deportivo Táchira venezolano. “Del comité principal, eh”, dispara con orgullo. Su resignación pasa por la aceptación pasiva de que “afuera es mejor”. Y por no oponer resistencia alguna al seductor discurso de Hugo Chávez Frías. Gamín mezcla “barrismo” –como le dicen a su actividad de hincha– y socialismo. Y ambas desde el mensaje que recibe en forma pasiva por la televisión y a través de Internet.
“Yo sé muy bien que pasaré la vida entera corriéndote por la Plaza Venezuela, no cabe duda: Venezuela es Táchira, vení al templo y te lo vamo’ a demostrar.” Suenan la corneta y los bombos. Suena la banda “De la Vereda” con la música de Andrés Calamaro y luego con las infaltables de La Mosca. Si en todo el mundo las hinchadas copian los cantitos argentinos, Venezuela no es la excepción. Algunos quieren usar el tú en lugar del argentinísimo vos, según explican, pero otros ni se fijan.
“Yo quiero tener una barra como en Argentina”, dice Gamín, que trabaja en la boutique del equipo y reconoce que su familia tiene cierto dinero por trabajar en logística para el gobierno. Su enajenación es tal que ni el embarazo de su novia lo alejó de su intento por conseguir una barra “a la argentina”. En un país en el que sobran locales de McDonald’s, Burger King, Wendy’s y Subway, el béisbol es el deporte rey y las fuentes de soda recuerdan que el dominio cultural norteamericano aún está presente; quizá sea un acto de determinación juvenil y contracultural el fútbol. Aunque para sacar al béisbol se resigne a los modelos que les vende Fox Sports.
“Yo quiero barras así, pero sin delincuencia”, dice serio Gamín, con sus ojos grises y su pelo color ceniza. Es bueno que aún coman arepas y bollitos, y no sólo choripanes.
Juventud atemorizada
“Me da miedo que gane (Antanas) Mockus; con Uribe, aunque no sea lo mejor, tenemos seguridad.” La voz de Alvaro Camilo Muñoz se quiebra un poco. Tiene 22 años y vive en Pasto, provincia de Nariño, zona cercana a las actividades de las FARC y los paramilitares. De ahí viene su temor y se expresa en sus ojos color café, que se ponen grandes y brillosos al hablar del tema.
La historia de Alvaro está signada por el afuera y el retorno. Aunque es fanático de las arepas, tiene en su cocina un mate, infaltable compañero desde que pasó por Argentina para darle rienda suelta a su sueño de futbolista. “Si era en Argentina, imagínate: mejor.” Tuvo pruebas, sacrificios y ningún triunfo. O quizá “la experiencia y los amigos”, dice. Del desarraigo a estudiar en la universidad, para ser contador público y desarrollar la producción de chocolate local. “Somos de los mayores exportadores de cacao y traemos los chocolates de afuera”, explica con un argentinísimo Bon o Bon en su mano, de esos que Arcor introduce en mercados disímiles, en Asia o Sudamérica.
Alvaro no se arrepiente de probar, aunque ahora está seguro de que el fútbol de su país podría haber sido más propicio. “Un técnico en Deportivo Pasto quiso falsificar mi edad para un torneo y no quise”, explica. Esa nobleza le valió la salida. Esa honestidad choca con los paramilitares de Uribe y con sus falsos positivos, claro. El presidente ofreció una suma estrafalaria, “algo así como un millón de pesos colombianos –dice Alvaro–- por cada cabeza de guerrillero muerto. Y la cacería de brujas acabó con la vida de miles de civiles que fueron asesinados y utilizados como supuestos guerrilleros para cobrar la recompensa. Alvaro se avergüenza de apoyar a quien fomentó eso, pero el miedo que lo corroe no logra evitarlo.
La juventud colombiana está marcada por la situación militar. De los miedos de Alvaro a los de Iván Silva no hay tanta distancia. Sólo los cientos de kilómetros que separan Pasto de Bogotá. Y la respuesta al miedo.
A Iván, cabeza rapada, flacucho, publicista de 24 años con relativo éxito y de familia socialista, lo abordaron unos paramilitares hace dos años. Lo siguieron al salir de su casa en la capital, lo interceptaron, le recitaron sus datos personales y lo “invitaron” a formar parte de las fuerzas paramilitares. La negativa fue seguida de amenaza e intimidación: “Dile a tu papá –periodista opositor– que no se meta en lo que no le importa”. Iván tuvo que mudarse y esconderse. Ahora que recuperó la tranquilidad, aunque el pánico se le clave en la mirada al repetir la historia, pasea por el Cabo de la Vela –en el norte– y se encuentra con Jon, un indígena wayuu.
Los recuerdos de Jon mezclan temor, dolor y rabia. A su primo no le preguntaron nada: lo alistaron por la fuerza. Sí, como en las viejas epopeyas independentistas, los indios son arreados a una guerra ajena. Y así fue que lo mataron en un enfrentamiento con las FARC y ni el cuerpo apareció. “Mi tía no quiere recompensa, nadie le devuelve a su hijo.” Jon lagrimea e intercambia miedos con Iván: “Yo voto a Santos, así acaba la guerrilla”. Iván queda pasmado, no entiende el apoyo al “rey paramilitar”. Jon asiente, pero Mockus no le parece mejor.
Juventud en lucha
A veces el miedo es motor de lucha. José Martí decía que “la actividad es el símbolo de la juventud”, y hay muchos chicos latinoamericanos capaces de rubricar al poeta y político cubano de principios de siglo pasado.
El miedo, cuando se hace rabia, despierta la acción. En eso andan Jairo Arango Morales y Calvo –Jhorman Hervey Farfan Calderón–, ambos actores y directores teatrales de Zarzal y Neiva, en Colombia, respectivamente.
Uno siempre quiso ser director. El otro sólo se hizo cargo para suplir al antiguo maestro. “Lo mataron las mafias narcoparamilitares y yo, con 21 años, tuve que seguir su labor.” Jairo sonríe casi siempre. Salvo cuando cuenta lo que ocurrió. Ahí se le humedece el recuerdo y las memorias se llenan de gotas de sangre y lágrimas saladas.
“Hay que luchar –dice– para que esto cambie.” Mientras, baila un vallenato bien local y apuesta al arte para recuperar lo autóctono. “Y generar conciencia.” Calvo piensa igual: “El arte es lucha o no es nada”. Dirige el grupo Peripecias y se ilusiona con el cambio. Es el único que se anima a “respetar” a las FARC. “Ya quisiera ver a mis hijos con fusiles, para cambiar esto.” Jairo y Calvo apoyan al Polo Democrático de Gustavo Petro, que tiene ex miembros de la guerrilla M19. Ambos sueñan superar el actual “entreguismo” de Uribe y los colombianos a la cultura y las bases militares yanquis.
Si hablamos de lucha contra el imperialismo –político, económico y cultural–, Guillermo Altamar levanta los brazos y se agita. De 24 años, gran contextura física y hablar acelerado, lleva más de diez años en la militancia política en Mérida, Venezuela. Más a la izquierda que el mismo Chávez, ha optado –junto a su agrupación y medios alternativos de comunicación– por exigirle al líder del PSUV que radicalice su política. “Sabemos que es difícil cambiar al proceso por dentro, pero apostamos a profundizar.”
Juan Lenzo también lucha. Detrás de su barba prolija hay un joven dispuesto a darlo todo por una causa. Desde Tatuy TV, un medio alternativo que se ha aliado con el grupo de Guillermo, fomentan la lucha. “Para que los mensajes que reciba la población sean diferentes, para cambiar la mentalidad y la cultura que nos vendieron”, dice entusiasta. En un continente en el que el consumismo es la norma legada por los norteamericanos, la apuesta es interesante: jóvenes en lucha para que se reivindique lo propio, y suturar la brecha abierta por la invasión cultural y la expoliación económica. Y, si se pudiera, cerrar para siempre el agujero cíclico de la desigualdad y la miseri
El tour alternativo para los que no pudieron reservar el camino inca convencional viene a ser el tour de aventura "inka jungle" este se realiza combinando deportes como biking (bicicleta), rafting (canotaje), trekking (caminata), aguas termales, caídas de agua, además de noche de fiesta entre todos los grupos que van en el mismo camino.
ResponderEliminarEste tour es la mejor alternativa para llegar a machupicchu, full aventura, bajando de peso y haciendo amistades para toda la vida. InkaJungleTour.com