Las instituciones eclesiásticas, como todas las demás instituciones, cumplen un papel fundamental en toda sociedad. A su vez, las eclesiásticas de alcance mundial tienen, en tanto bien social colectivo y organización de autoridad moral, una responsabilidad global frente a sí y ante la comunidad que congregan. Por esto es que a éstas, incluso más que a las demás instituciones, las obliga la autorregulación, la transparencia y la rendición de cuentas.
Cuando, a través de los actos y dichos de sus figuras más emblemáticas y poderosas, se pone en entredicho la reputación, la credibilidad y la legitimidad de una institución, a ésta le cabe un deber frente a la grey que asume dirigir. Hay que insistir en que desde su condición de cardenal y ahora Sumo Pontífice, el papa Benedicto XVI, mediante maniobras concretas y desatenciones elocuentes, ha ido desestimando todo tipo de delitos de pederastia. En esencia, por acción u omisión, el Papa ha evitado durante mucho tiempo desenmascarar los infames crímenes de sus subalternos.
No se trata acá de ponderar o criticar la visión ideológica de Benedicto XVI, de evaluar el alcance de su talento intelectual o de debatir si los escándalos que hoy conocemos fueron cohonestados por su predecesor. Tampoco se trata de cuestionar el largo pasado de atrocidades avaladas por el Vaticano. Esto sólo serviría para agregar confusión y dilación al debate presente. De lo que sí se trata es de evaluar la actitud de la más alta jerarquía de la institución eclesiástica frente a innumerables abusos y gravísimos delitos penales.
Es comprensible que Benedicto XVI se sienta aprisionado en un dilema en el que se enfrentan el deseo de sanear una situación corrupta en la Iglesia Católica y las potenciales consecuencias materiales y simbólicas que se derivarían del reconocimiento explícito de las aberraciones cometidas. Lo que es incomprensible es su titubeo para resolverlo. Su lentitud para enfrentar la situación con más consistencia ha reforzado la sensación de que no parece dispuesto a asumir una posición significativa en aras de, una vez más, proteger el “bien de la Iglesia”. De hecho, todo parece indicar que el Papa oscila ante las obligaciones que le caben: desde hace varias semanas se insinuó el deseo del Vaticano de esclarecer a fondo el drama de la pedofilia, pero pocos son los resultados concretos.
Por el contrario, cuando recientemente la policía de Bélgica allanó la arquidiócesis de Malinas-Bruselas en búsqueda de evidencias que demostraran los casos de pedofilia avisados en centenares de denuncias, Benedicto XVI no dudó en calificar de “deplorables” tales allanamientos. Argumentó además que las leyes civiles y canónicas deben operar, en estas situaciones, “respetando su especificidad recíproca y autonomía”. Lo cierto es que ese tipo de razonamiento puede sugerir una obstrucción a un proceso en marcha y sería más válido si la jerarquía eclesiástica se abocara con voluntad, firmeza y celeridad a aplicar el derecho.
La Iglesia Católica no es víctima de una acción concertada e internacional contra la fe que profesa; es ya un hecho sabido que una parte importante de su cúpula ha sido victimaria de millares de niños a lo largo y ancho del mundo y Benedicto XVI ha sido, por demasiado tiempo, connivente con esta infamia. Ahora está frente a una decisión clave: o enfrenta la abundante evidencia sobre pedofilia de manera resuelta, permanece errático o definitivamente se torna inconmovible.
Si finalmente opta por la primera opción, los católicos del mundo concederán valor, respeto y sentido a la institución de la que son parte. Sólo así será posible contener la creciente pérdida de fieles y sólo así se podrá lograr la renovación institucional de la Iglesia Católica, hoy tan profundamente cuestionada. Si se mantiene la ambivalencia, su gestión será recordada como deplorable. Y si escoge la última opción, más temprano que tarde surgirán presiones para que se convoque un concilio y se ponderen alternativas a su continuidad.
* Profesor del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella.
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