Cinco jóvenes clowns asisten todos los martes al Hospital Garrahan, en el marco de una iniciativa de la ONG Alegría Intensiva. Allí despliegan su humor absurdo con dulzura y sin caer en golpes bajos. Ahora también plasman esa experiencia en un espectáculo teatral.
Médico y profesor de educación física, Mariano Rozenberg se inspiró en Doutores da Alegria, la institución brasileña que actualmente funciona en cuatro ciudades de ese país, para dar forma a la ONG local. “Los clowns siempre piden permiso antes de entrar al cuarto, algo que aprendimos de los Doutores y que es crucial porque a las familias no se les suele pedir permiso para nada. No lo digo peyorativamente, sino describiendo una práctica habitual de la medicina, de entrar y empezar a trabajar”, aclara Rozenberg en diálogo con Página/12. “Es que pedir permiso ya es parte del juego –agrega Sexer–. Como nos pasó hoy con uno de los chicos que, desde su cama, nos decía que no y nos disparaba con una jeringa vacía que le dio el padre. Ahí arrancó el juego, que duró como cuatro minutos: un enfrentamiento imaginario con disparos y Ritten (el clown de Gabriel Cohan) que había dejado su valija con objetos dentro del cuarto y tenía que esquivar las balas para sacarla.”
Según Wiederhold, “hay un momento de incertidumbre, de búsqueda, de ver por dónde conectar con ese chico”. Y lejos de acelerarse o tapar el vacío con ruido o estímulos, prueban distintos caminos hasta que ¡zas!, se instala el punto de unión y arranca el juego. “El juego del clown es el juego de los niños”, coinciden. Así es como en cada sala se genera un clima propio y mágico. Puede ser una canción muy dulce en la que incorporan el nombre del bebé de dos años –que mira hipnotizado desde su cuna– y el de su madre, con la guitarra y la voz prodigiosa de Sznajder. O un concierto con un balde convertido en batería que percute un chico desde su cama, o escenas de bailes ridículos con los que las clowns intentan capturar la atención de un adolescente, que no puede más que reírse ante un re-ggaeton torpemente bailado. O un chico conecta y desconecta su computadora dando y quitando energía a los clowns. Un sinfín de escenas con juegos de palabras y sinsentido que distienden a todos. Por esos instantes, los cuartos se transforman y todo es posible. Los rostros de los chicos y de los padres se relajan. Y hasta las enfermeras se acercan y reclaman lo suyo. Por eso, Jessico Ternura (Ariel Kotlar) enfila hacia una de ellas y le entona un bolero que ella agradece, embelesada.
“Sentirnos un grupo muy consolidado, capaz de enfrentar situaciones muy distintas, nos fue dando ganas de armar algo. Primero tuvimos ideas muy alejadas de la realidad del hospital porque es difícil llevarlas a escena sin caer en golpes bajos. Hasta que Martín Joab nos vino a ver y nos dijo: ‘Chicos, tienen que transformar la sala teatral y mostrar algo fantasioso relacionado con esta experiencia. Pero no abandonarla’. Después llamamos a Mariana Briski y terminamos de cerrar la idea”, cuenta Kotlar. ¿El resultado? “No es una radiografía de nuestro laburo, pero sí representa bastante lo que hacemos en el hospital”, aclaran. La anécdota los mostrará con la intención de hacer dormir a Lorenzo, un chico hospitalizado. Pero son ellos los que se quedan dormidos y todo se subvierte: el niño se esconde y los lleva por lugares y situaciones varias en las que todo se modifica. “En realidad, es lo que muchas veces nos pasa: son los propios chicos los que nos sorprenden y proponen situaciones y juegos”, comentan.
–¿Cómo los afectó la experiencia de trabajar en el hospital?
Gabriel Cohan: –En lo profesional, venir a improvisar todos los martes te da una cancha bárbara. Perdés el miedo.
Ariel Kotlar: –Relativizás los inconvenientes. Cualquier problema pasa a ser ínfimo en relación con las cosas graves que uno ve acá.
Irene Sexer: –El agradecimiento de la gente, tan distinto del que podés vivir en el teatro. La humildad y la humanidad de las personas con que nos encontramos los martes es lo que más me conmueve. Como si te agradecieran porque uno entiende por lo que están pasando. Y uno, a su vez, les agradece por aceptar la propuesta sin prejuicios u opiniones. Nadie está pensando si somos o no buenos payasos.
Silvina Sznajder: –Yo me siento una privilegiada. Estoy feliz de venir al hospital y poder encontrar ese mínimo resquicio. Puede ser un sonido, una palabra o un movimiento desde donde conectar con el chico y abrir un espacio diferente a la rutina médica. Y volver a la semana y continuar. Mucho más que lo que uno puede dar, es todo lo que recibimos de ellos. Es un encuentro de humanidad pura.
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