Por Ricardo Foster
Las furias de la jerarquía católica se han desatado contra la iniciativa del matrimonio civil igualitario. De Bergoglio para abajo sus principales voceros han recuperado antiguos arsenales que nos remiten, sin estaciones intermedias, hacia las profundidades de las épocas inquisitoriales en las que la Iglesia fijaba las reglas de la moral y determinaba sobre quiénes podía caer el brazo secular, ese que se hacía cargo de quemar a los herejes impenitentes. Sus giros retóricos huelen a incienso y a guerra santa. Su crispación se despliega sin ninguna contención contra cualquiera que ose manifestarse a favor de la ampliación de derechos y, sobre todo, que se atreva a cuestionar la supuesta potestad de una religión particular a fijar los modos del vivir de la totalidad de los ciudadanos de un país, el nuestro, que no es confesional y que desde hace mucho tiempo ha elegido regirse por leyes laicas. Los obispos, sin embargo, vuelven a erigirse en “reserva moral de la patria”, en garantes de las buenas costumbres y en fiscales de quienes no piensan ni viven como ellos. Su cruzada, porque de eso se trata aunque por suerte para todos nosotros en condiciones históricas muy distintas a las de aquellos otros tiempos dominados por el Tribunal del Santo Oficio y comandado por el espíritu de los Torquemada, busca deslegitimar lo que ya ha recibido media sanción en la Cámara de Diputados. Su esfuerzo apunta a desviar su propia violencia verbal y su crispación argumentativa hacia un gobierno que si bien acompaña, a través de sus legisladores, la ley del matrimonio civil igualitario, no ha sido quien ha tomado la iniciativa que nació de otras bancadas.
Claro que detrás y acompañando la ofensiva ultramontana y reaccionaria de la mayoría de los obispos está, como no podía ser de otro modo, la derecha y la corporación mediática. Por eso no deja de ser oportuno relacionar esta disputa con lo que viene aconteciendo en el país. Como casi siempre cuando emerge este tipo de controversia lo que se discute va más allá de lo visible; entre sus pliegues se van dibujando concepciones distintas de sociedad y de país y se delinea lo que en verdad defienden aquellos que ayer cerraron filas con los poderes económicos y mediáticos, aquellos que se empalagaron con la “rebelión” de las “fuerzas morales del campo”, que después se desgarraron las vestiduras en defensa de la libertad de prensa “amenazada” por un gobierno “chavista” y que hoy se embanderan detrás de la cruzada contra los “huestes del demonio” que buscan “destruir a la familia argentina”. Sólo desde la ingenuidad o desde la hipocresía se puede hacer abstracción de esta embestida de una derecha que sabe contra quién y contra qué debe dirigir su ofensiva. Ayer fue el turno de los estancieros, de sus acólitos de la Federación Agraria y de los grupos mediáticos monopólicos; hoy es la Iglesia de Bergoglio la que expresa con crudeza los ideales que articulan a la llamada “oposición” o, en la jerga imaginada por Patricia Bullrich, al “grupo A”.
2. Durante el conflicto desatado por la corporación agromediática volvimos a encontrarnos con viejos resabios de una Argentina que, cada tanto, regresa a escena. Durante los meses calientes del 2008, que dejaron sus marcas en el cuerpo social y político, descubrimos, no sin cierta sorpresa, que “el campo” era la reserva moral de la patria, que en los pabellones de la Sociedad Rural se guardaba la memoria de nuestras virtudes y de nuestra esencia como nación, esa que nos acompaña desde antes, incluso, de que nos independizáramos de España. “El campo”, así, indiferenciado, unísono, fue presentado por los grandes medios de comunicación y por los periodistas “independientes” como la quintaesencia de la patria, como el generador de nuestras riquezas y como el garante de la concordia frente a la “crispación” y a la violencia desatada desde las filas del oficialismo. El relato conservador agropastoril que permanecía algo apolillado, como sabiéndose deudor más del museo que de la actualidad, fue desempolvado recordándonos que, aunque lo olvidemos, los “forjadores de la argentinidad”, aquellos exponentes de nuestros orígenes campestres, seguían siendo la reserva moral de un país inclinado malamente hacia las formas espurias del populismo.
Amplios sectores de las clases medias, curados de ciertos fervores progresistas y plebeyos, esos que por un instante alucinado de nuestra extraña historia nos ofrecieron el extravagante espectáculo de los piquetes y las cacerolas encontrándose en la misma trinchera, se sintieron interpelados por la rebelión gauchócrata, sintieron que su lugar en el mundo asumía las características anheladas de una estancia o los de elegantes señores y señoras vestidos con aquellas prendas tan em blemáticas diseñadas por Cardón. Entre mates de plata, camperas de cuero de oveja o de gamuza, botas altas y pañuelos de raigambre pampeana, todos se sintieron parte de la verdadera patria, esa que supuestamente querían tomar por asalto las fuerzas kirchneristas, nuevo nombre para el antiguo rostro del demonio. Una derecha antigua se entrelazó con una nueva derecha que sabía reconocer las demandas de una época atravesada por los lenguajes de la comunicación, que supo, con astucia, darle forma a una arremetida cultural- simbólica que, en un determinado momento, se apropió, incluso, de tradiciones populares para ponerlas al servicio de los intereses de la corporación agromediática. Fueron los tiempos de un gobierno cercado por la monotonía de discursos propagados desde la prácticamente totalidad de los medios de comunicación.
Allí, en esa coyuntura, se desplegó con fuerza la matriz de esas derechas que buscaban recuperar el terreno perdido, que estaban dispuestas, junto con importantes referentes de la oposición, a desgastar al gobierno de Cristina Fernández hasta llevarlo a su extenuación. Lo destituyente tenía que ver con esa lógica emanada del establishment que había decidido avanzar sobre todas las decisiones del poder ejecutivo. La nueva derecha puede tanto retomar tradiciones conservadoras, de esas que se guardaban en las alforjas de una oligarquía en retirada, munirse de las argumentaciones ideológicas del neoliberalismo o apropiarse, sin rubor, de perspectivas y reclamos progresistas siempre que les sean funcionales a sus intereses. En la actual coyuntura no encuentran ningún inconveniente para acompañar la acción ultramontana y reaccionaria de la jerarquía católica encabezada por el cardenal Bergoglio en su cruzada neoinquisitorial contra el matrimonio civil igualitario al mismo tiempo que declaman la necesidad impostergable de implementar el 82 por ciento móvil para los jubilados. Por un lado se asocian con el gesto reaccionario e inquisitorial de la Iglesia y, por el otro, buscan correr por izquierda a un gobierno que ha buscado recuperar un sistema jubilatorio destruido por aquellos mismos que hoy se definen por una medida progresiva que desconocieron absolutamente cuando fueron gobierno.
La corporación mediática, con el grupo monopólico Clarín a la cabeza y la siempre apoyatura de sus colegas de La Nación, ha enfocado sus cañones, una vez más, contra cualquier decisión tomada por el Gobierno y, en este caso, lo hace afirmando la situación de extrema conflictividad “desatada” por el intento “oficialista” de llevar adelante la aprobación de esta legislación que, en su origen, proviene no del kirchnerismo, que en todo caso la hizo suya, sino de la bancada del socialismo y de una iniciativa de Vilma Ibarra.
Pero para la corporación mediática todo es brutalmente reducible a “oficialismo” o a “ley K”, como en su momento lo hiciera con la ley de servicios audiovisuales. Detrás de las operaciones mediáticas se ha encolumnado, como no podía ser de otra manera, gran parte del “grupo A”, esa suerte de tienda de los milagros de la oposición que no tiene ningún prurito en unificar posiciones aunque en algunos casos contradiga la trayectoria ideológica de sus respectivos partidos. La extrema belicosidad de la Iglesia se corresponde a su condición ultramontana y a los aires conservadores que la recorren desde hace mucho tiempo y que en nuestro país se expresaron en sus relaciones siempre activas con los pasados dictatoriales. Bergoglio ha leído que puede avanzar en su afán de frenar una legislación progresista e igualitarista aprovechando que tanto la corporación mediática como la oposición política están dispuestas a acompañar toda iniciativa que busque horadar al kirchnerismo. No hay, en este sentido, ningún límite ideológico. De lo que se trata es de infligirle una derrota, en cualquier campo, a quien se erige en fuerza gubernamental. Una derecha ecléctica, que toma de acá y de allá, que ora se puede apropiar de algún símbolo popular ora se deja conducir por el reaccionarismo eclesiástico; una derecha que busca proyectar la “crispación” y la violencia sobre el Gobierno y que silencia la verborragia brutal de una parte importante
de los obispos que, con su cardenal a la cabeza, han salido a hablar de “guerra de Dios”. Claro, en esas declaraciones sólo hay buenas intenciones y la búsqueda de consenso, de ese consenso que intenta desplegarse desde la Cámara de Senadores en nombre de una supuesta ley engendro de unión civil que postergue indefinidamente la que tiene media aprobación de la Cámara de Diputados. Una vez más, la lógica del conflicto vuelve a
ocupar la escena política mostrando que estamos atravesando por un momento caracterizado por una clara confrontación entre proyectos muy distintos de país. Mientras que la propuesta de ley de matrimonio civil igualitario se inscribe en la misma estela de la ley de servicios audiovisuales, de la reestatización del sistema jubilatorio, de la política de derechos humanos, de la asignación universal, etcétera, la propuesta inversa, la que es motorizada por lo más recalcitrante del catolicismo argentino, viene a expresar la ideología profunda de la derecha y el modo como se corresponde con gran parte de la oposición, incluso aquella como el radicalismo que, de la mano de Alfonsín hijo, dice pertenecer a una tradición progresista pero que acaba, como en los últimos años, por confluir en las cuestiones decisivas con la derecha lisa y llana, esa que se corresponde con los intereses de la Mesa de Enlace, de los grupos mediáticos monopólicos, de la Iglesia Católica y del establishment económico. ¿No será hora, acaso, de que aquellos que se reclaman como progresistas sepan elegir de qué lado ponerse? ¿Será Bergoglio el adalid de las causas justas? O, para formularlo desde otro lugar: ¿dónde se sitúa la crispación y quiénes derraman sobre la sociedad una verborragia en la que proliferan los llamados a la “guerra de Dios” y la caracterización de sus oponentes como “fuerzas del diablo”? Extrañas paradojas que nos ofrecen la oportunidad de correr el velo desplegado por los embaucadores de siempre, esos que se ofrecen como la reserva moral de la patria y como los artífices del consenso. Cuidémonos, por la salud de la República y de sus instituciones seculares, de tanto incienso y de tanta pacatería moralista.
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