Un proyecto de ley planea saldar una deuda histórica con las empleadas domésticas argentinas dándoles derechos laborales básicos. En Nueva York se debate una ley similar que por fin las reconocería como trabajadoras. Mientras, un tema aún no resuelto por el feminismo: el trabajo doméstico como opción para las madres que quieren realizarse profesionalmente, pero también como sistema de explotación y abandono.
Cada tarde, miles de argentinas salen de sus trabajos para regresar a sus hogares, donde las esperan sus hijos, cuidados y bañados, una casa limpia y comida casera sobre la mesa. Esto sería imposible sin la ayuda de un ejército de mucamas y niñeras –alrededor de un millón, según cifras del Ministerio del Trabajo–, que cumplen servicios durante un promedio de 10 horas diarias y cuyo trabajo aún hoy no es reconocido como el del resto de los trabajadores. En marzo pasado, la presidenta Cristina Kirchner anunció el envío al parlamento de un proyecto de ley que terminaría con una larga historia de postergaciones para las empleadas domésticas, excluidas de la Ley de Contrato de Trabajo (LCT), sancionada en 1976 y que legisla toda relación laboral. El proyecto contempla la inclusión de la actividad doméstica en la LCT y la derogación de la única normativa que hasta el momento la regula, un decreto-ley heredado de la dictadura de Aramburu, con un texto deficiente y lleno de lagunas e imprecisiones que permiten abusos por parte de los empleadores. De sancionarse la ley, se otorgaría al personal doméstico derecho a indemnización por despido, preaviso, licencia por maternidad y vacaciones (seguiría en vigencia la ley 25.239, que se refiere a las condiciones previsionales y tributarias de la contratación de una empleada, su inscripción en la AFIP y su derecho a cobertura médica y jubilación).
Una nueva era parece haber comenzado para las empleadas domésticas, no sólo para las de Argentina, sino las de Estados Unidos, o por lo menos las que trabajan en el estado de Nueva York, cuyo Senado se encuentra en estos momentos debatiendo la Ley de Derechos de las Trabajadoras Domésticas, que contempla el pago de horas extras, días de descanso, preaviso y vacaciones, entre otros derechos. Con un panorama legal peor que el argentino –siempre es preferible una ley deficiente al vacío legal–, allí el trabajo doméstico no está protegido por las leyes laborales que resguardan al resto de los trabajadores y el destino de toda empleada depende siempre de la buena fe de sus patrones. Esta situación se remonta a los años ’30, cuando el presidente Roosevelt excluyó los derechos de los empleados domésticos y agrícolas de la Ley de Condiciones de Trabajo Justo para asegurarse el voto de los senadores blancos y segregacionistas del Sur estadounidense. Desde entonces, ese legado de raza y género continúa regulando el trabajo doméstico en ese país. “Nuestra batalla es que se lo reconozca como un ‘trabajo verdadero’. Sus raíces históricas en el esclavismo, su vinculación con el trabajo doméstico no pago, y con la mano de obra mayoritariamente femenina, inmigrante y de color refuerza la idea de que el servicio doméstico es menos valioso que el desempeñado fuera del hogar”, expresa un informe de Trabajadoras Domésticas Unidas, agrupación que nuclea a empleadas latinoamericanas y africanas y que milita por la aprobación de la ley que regule esta actividad en Nueva York.
Las iniciativas neoyorquina y argentina reinstalan un viejo debate que a la luz de la globalización y el acceso masivo de las mujeres al mercado de trabajo exige nuevas respuestas. Vieja también es la disyuntiva que el feminismo arrastra desde sus inicios y que por momentos parece no tener solución. Al mandato de desarrollo personal e independencia económica que las mujeres han incorporado en las últimas décadas se superpone la necesidad de contratar a una empleada para que cuide el hogar y los hijos. Así, mientras la patrona se realiza profesionalmente, en el caso de la empleada la variable de ajuste cae sobre sus hijos, que quedan desprotegidos y su trabajo, que aunque remunerado, será indefectiblemente invisible y estigmatizado.
Tener o no tener mucama. “Ese es mi dilema cotidiano”, admite la historiadora e investigadora del Conicet Karina Ramacciotti, madre y empleadora de personal doméstico. Feminista hasta la médula, luego de darle mil vueltas al asunto, llegó a la conclusión de que sin ayuda externa no iba a poder rendir en todos los frentes: “No sé si tiene que ver con el feminismo, pero doy trabajo, pago de acuerdo con la legislación vigente y respeto la autonomía y los derechos de la empleada”, afirma tratando de invertir la carga negativa que ciertas feministas han endilgado al servicio doméstico. Para ellas, se trata de una institución que entabla relaciones asimétricas y alimenta privilegios de raza, de género y de clase, lo cual es esencialmente cierto. No es casual que hace un tiempo la ministra de la Mujer de Paraguay, Gloria Rubin, alertara contra los que contratan “criaditas”, como en ese país se llama a las nenas de entre seis y trece años que son entregadas a familias pudientes para cocinar, planchar y lavar e incluso cuidar a niños de su edad, fenómeno que, aunque de forma aislada, sigue reproduciéndose en el interior argentino.
MUCAMAS FOR EXPORT
En La mercantilización de la vida íntima (Katz Editores) la norteamericana Arlie Russell Hoschschild, tal vez la máxima exponente de esa disciplina relativamente nueva que es la sociología de las emociones, presenta una veintena de ensayos que hábilmente exponen las complejas negociaciones de las mujeres para lidiar con las demandas del amor y el trabajo, en un contexto modelado por el capitalismo y la globalización. En uno de sus textos, la socióloga desmenuza el drama de millones de mujeres que abandonan países tercermundistas para trabajar como sirvientas en Estados Unidos, donde el salario de una mucama puede hasta quintuplicar el sueldo de un médico rural filipino. El fenómeno explotó en los dorados años ‘90, cuando las mujeres que emigraban superaban en número a sus pares masculinos en tránsito hacia Estados Unidos, Canadá, Suecia, Israel y... Argentina, que por cortesía de la ley de convertibilidad fue durante esos años una antena que captaba mano de obra doméstica de Paraguay, Bolivia y Perú. Ahora bien, sea cual fuere el destino de estas mujeres, este desplazamiento de mano de obra crea, en sus países de origen, un déficit “del cuidado”. En otras palabras, se sustrae la energía femenina de los países pobres y se la inyecta en los industrializados. Y a un costo muy alto: niños abandonados por sus madres que, con el deseo genuino de proporcionarles un futuro mejor, terminan desmembrando a sus familias. Según un estudio realizado por el Centro de Migraciones Scalabrini de Manila, comparados con sus compañeros de clase, los hijos de los trabajadores emigrantes caen enfermos con mayor frecuencia, son más propensos a padecer trastornos mentales y su desempeño escolar es particularmente insatisfactorio. Hoschschild relata en su libro la historia de Rowena Bautista, una mucama filipina que dejó a sus hijos en Manila para cuidar una beba estadounidense. “A ella le doy todo lo que no puedo darles a mis hijos”, relata Bautista, que irónicamente los dejó a cargo de una empleada doméstica, que a su vez deja a su hijo adolescente al cuidado de su suegra, octogenaria. Como señala Hoschschild, el poscolonialismo actual se dirime en nuevos términos: la materia prima extraída a los países pobres ya no es el oro o la plata, sino el amor, el afecto o el cuidado que las mujeres tercermundistas venden en el mercado laboral del Norte en detrimento de sus propios hogares. Cada día, millones de mucamas y niñeras llevan a los hijos de sus empleadores al parque y a la escuela, juegan con ellos, los bañan, los cambian, alimentan y acuestan. Mientras, muy lejos, sus propios hijos deben andar solos en colectivo, tomar la merienda, cenar, mirar tele y acostarse solos. Tal vez vivan a unos kilómetros del trabajo de su madre, pero en general están separados por miles de kilómetros y las autoridades migratorias. Según el Centro Hispánico Pew, en Estados Unidos trabajan unos 10 millones de inmigrantes indocumentados, entre los que las mucamas ocupan una buena proporción. Cada año, más de 100.000 son deportados a México y América Central. Sin papeles, la amenaza de la deportación es una constante y la posibilidad de volver a ver a sus hijos muy remota. Rowena Bautista admite que hace cinco años que no ve a los suyos, a los que sin embargo envía mensualmente dinero y juguetes. La última vez que estuvo con su hija menor, ésta se negó a saludarla, recuerda amargamente.
Ante este panorama, una posible lectura progresista es que habría que evitar emplear a una mucama cuando una o uno debería arreglárselas para limpiar su propia casa. En uno de sus textos, la feminista Carolyn Heilbrun recuerda a una mujer negra que, en los primeros días del feminismo estadounidense, anunció en una conferencia dedicada a la “doble jornada” femenina que ella no quería abandonar su cocina, sino “las de ustedes”, las mujeres blancas que estaban escuchándola. Desde esta perspectiva, la empleada vendría a ser un lujo, un capricho reservado para los ricos, y que refuerza los privilegios de raza y clase. Y no una ayuda que puede marcar la diferencia entre una buena y una mala calidad de vida para sus patrones, sobre todo cuando se trata de madres que no desean abandonar sus cada vez más demandantes trabajos (se trabaja cada vez más horas y durante más años) para dedicarse fulltime a sus familias. Pero de nada sirve demonizar esta institución: con jornadas laborales que nunca bajan de las ocho horas diarias y un Estado que no se propone intervenir en el asunto, muchas profesionales difícilmente podrían hacer carrera si no fuera por la ayuda doméstica. Sin este apoyo, seguirían sufriendo lo que en los años ’50 Betty Friedan llamó “el problema sin nombre”, mujeres insatisfechas y atrapadas en un destino de matrimonio, hogar y familia. La misma Hochschild cuenta en su libro la gran tristeza que embargaba a su madre, ama de casa a tiempo completo, y la alegría de su padre, que trabajaba fuera gran parte del día. “Mi mamá era la persona triste que nos cuidaba y mi padre era la persona feliz que no nos cuidaba”, relata con elocuencia.
Para la socióloga Barbara Ehrenreich, la revolución feminista quedó trunca en lo que concierne a la división de tareas en los hogares heterosexuales. En su ensayo Política de la suciedad, se muestra crítica con el fracaso de los hombres en las tareas domésticas. Ehrenreich señala que entre los años ’60 y los ’90,los hombres incrementaron la cantidad de tiempo dedicado a las tareas domésticas en un 240 por ciento que, en la práctica, representa apenas una mísera 1,7 hora por semana. Al mismo tiempo, las mujeres redujeron sus tareas en la casa a un también calamitoso 7 por ciento. Así se arma “una cadena de injusticias sociales y de género, que las políticas públicas podrían ayudar a desobturar”, sostiene Marina Becerra, investigadora del Conicet y del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la UBA. Pero “estamos frente a un Estado que se ha ido despojando de su responsabilidad de garantizar los derechos sociales mínimos –subraya–. ¿Cómo garantizar entonces otros derechos que paradójicamente fueron luchas de las mujeres desde principios del siglo XX, como la fundación de jardines maternales o guarderías, precisamente para que las mujeres tuvieran la posibilidad, al menos, de salir al mundo laboral?” Cien años más tarde, recuerda Becerra, este dilema sigue sin solución.
Karina Ramacciotti indica que sólo un “cambio de actitud” en los varones podría aliviar la “doble o triple jornada laboral” que deben soportar muchas mujeres que desean mantener su vocación y que al mismo tiempo se ven obligadas a efectuar tareas domésticas con poca o ninguna ayuda. La investigadora previene también contra ese “mensaje anulador”, que muchas chicas jóvenes se repiten a sí mismas o escuchan de boca de sus maridos, el llamado “cambio de sueldo”, o la creencia de que no vale la pena salir a trabajar por un sueldo bajo si luego hay que pagarle casi lo mismo a la empleada para que cuide a los hijos. “Pensar que una cambia el sueldo es una trampa, ya que con ese argumento muchas mujeres dejan de trabajar, anulan su desarrollo profesional y terminan condenadas al encierro doméstico”, sostiene. Para ella, en la ecuación deben entrar los sueldos de ambos cónyuges, “ya que los hijos son de ambos y su cuidado debe pensarse como un trabajo compartido”. Por otro lado, Ramacciotti observa en chicas de clase media profesional y con hijos una “vuelta muy conservadora”. “Creo que los mensajes de los profesionales de la salud y las propagandas sanitarias ponen un marcado peso sobre las mujeres en su rol de madres –lactancia, educación temprana, etc.– que no las ayudan a buscar otras oportunidades o a sostener sus vocaciones”, afirma la autora del recientemente editado La política sanitaria del peronismo (Biblos). La historiadora recuerda que en nuestro país, en 1934, se sancionó el seguro de maternidad, que prohibía el trabajo femenino en las industrias y comercios durante los 30 días anteriores al parto y los 45 días posteriores. Pero esta ley y sus sucesivas reformas no pudieron resolver una cuestión central: ¿quién cuidaría de los hijos de las mujeres cuando éstas regresaran a sus trabajos? Una de las propuestas fue la del consejero municipal por el Partido Socialista Germinal Rodríguez, quien en 1933 propuso la instauración de “mucamas sociales municipales”, proyecto que nunca llegó a ver la luz.
AMOR Y ORO
Si del lado de la patrona los beneficios de contratar una ayuda doméstica son evidentes, para la empleada las ventajas no parecen muchas. De todos modos, algunas feministas concuerdan en que, si se ejerce en condiciones dignas y con una legislación que lo proteja, el empleo doméstico resulta con frecuencia una salida laboral aceptable para mujeres que de otro modo no podrían acceder a un trabajo asalariado. Se sostiene también que, con patrones flexibles y respetuosos de los derechos de la empleada, puede resultar una alternativa real a tareas mal pagas y esclavizantes en hipermercados o fábricas. Pero el servicio doméstico puede generar insensibilidad por parte del empleador, dice Ehrenreich, sobre todo cuanto más cerrado y rutinario es el vínculo que se establece. El documental brasileño Domésticas muestra que el contraste entre las empleadas y la gente para la que trabajan es sideral. Allí, todas las entrevistadas comparten una profunda antipatía por sus empleadores.
El cine ha dado decenas de ejemplos de patronas abusivas y mucamas que en el proceso pierden la cabeza y terminan en tragedia. En Storytelling, el hijo menor de una familia de clase media-alta estadounidense tortura a Consuelo, la mucama centroamericana, hasta que convence a su padre de echarla. La venganza llega al final, cuando se ve a Consuelo abandonar la casa de sus patrones, en la madrugada, luego de haber abierto el gas y cerrado puertas y ventanas herméticamente. Claro que, como ocurre en Crash, las relaciones de fuerza pueden revertirse. Así, el personaje de Sandra Bullock, una cheta que considera que todos los inmigrantes latinos son delincuentes, descubre que su empleada mexicana es la única en tenderle una mano cuando más lo necesita. Con mejor puntería, la entrañable Cama adentro ahonda en esa atmósfera íntima que se teje entre patronas y sirvientas. Divorciada, con una hija que vive en España y no la visita nunca, y amigas que no se dan cuenta de lo sola y pobre que está, Beba encuentra en su mucama de toda la vida a la única persona con la que realmente puede contar. Allí, el cuidado, ese bien intangible, pero escaso y tan valioso como el oro, se transplanta en los corazones más inesperados. Cuando las amas de casa de clase media criaban niños de forma impaga, explica Hochschild, su trabajo estaba dignificado por el aura de su clase. Pero cuando el trabajo impago de cuidar a un hijo devino el empleo pago de los empleados que cuidan niños, su bajo valor de mercado reveló la pertinaz desvalorización atribuida a la tarea de cuidar personas y descendió aún más. Se necesita una revolución que recompense el cuidado de otras personas tanto como el éxito en el mercado. Con más flexibilidad, mejores salarios y más derechos.
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