Por Frei Betto
La historia de la humanidad es una historia de sujeciones. En el período premoderno, sujeción a los dioses del politeísmo, al Dios del monoteísmo, al Rey de la monarquía y al Pueblo (sujeto abstracto) de la República. Siempre había una figura del Otro al que todos debían reportarse.
Ese Gran Otro prescribía lo cierto y lo erróneo, el bien y el mal, la gracia y el pecado, la ley y el delito. El mundo se configuraba de acuerdo con los preceptos del Gran Otro. Las alternativas eran sencillas: sujetarse bajo promesa de recompensa o rebelarse bajo amenaza de castigo.
En la modernidad el Otro se multiplicó, adquirió varias caras, se descentralizó en diversidad de ideologías, sistemas de gobierno y creencias religiosas. Tanto la antigüedad como la modernidad nos remitían a la trascendencia, por más que basada en la razón. Si no era Dios era el Partido, el líder supremo, las ideas incuestionables. Algo o alguien nos precedía y determinaba nuestro comportamiento, inculcándonos gratificación o culpabilidad.
La posmodernidad, a cuya puerta de entrada nos encontramos, promete hacer de nosotros sujetos libres de toda sujeción. Sería la vuelta al protagonismo exacerbado, en que cada indivíduo es la medida de todas las cosas. Ya no se vive en tiempos de cosmogonías y cosmologías, teogonías e ideologías. Ahora todos los tiempos convergen simultáneamente en el espacio reducido del aquí y ahora. Gracias a las nuevas tecnologías de comunicación, tiempo y espacio adquieren dimensión holográfica: caben en cada pequeño detalle del aquí y ahora.
¿Será que de hecho la posmodernidad nos emancipa del trascendente y de la trascendencia? ¿Nos introduce en el “desencanto del mundo” apuntado por Max Weber?
La respuesta es no.
Hay un nuevo Gran Otro que nos es impuesto como paradigma incuestionable: el Mercado. Las seductoras imágenes de este dios implacable son diseminadas por su principal oráculo: la publicidad. A semejanza de su homólogo de Delfos, nos advierte: “Di lo que consumes y te diré quién eres”.
El gran teólogo de ese nuevo dios fue Adam Smith. Inspirado en la física de Newton, en “La riqueza de las naciones” y “La teoría de los sentimientos morales”, Smith aplicó a la economía la metáfora religiosa del Gran Relojero que preside el Universo. El reloj funciona gracias a la precisión mecánica fabricada por alguien fuera de él e invisible para quien lo lleva: el relojero. Así, en opinión de Newton, sería el Universo. En la de Smith, la vida social regida por intereses económicos. La diferencia está en que el Dios Relojero de Newton es llamado Mano Invisible por Smith. Según éste, el egoísmo de cada uno, guiado por la Mano Invisible, promovería el bien de todos…
Es exactamente lo que afirma Milton Friedman, líder de la Escuela de Chicago: “Los precios que resultan de las transaciones voluntarias entre compradores y vendedores son capaces de coordinar la actividad de millones de personas, siendo que cada una sólo conoce su propio interés”.
Ése es el fundamento del pensamiento liberal y del sistema capitalista. Es el principio del laisser faire, dejar (a dios) hacer. Lo que, traducido en términos políticos, significa desreglamentar, no sólo las esferas económicas y políticas, sino también la moral. ¡Abajo la ética de principios y viva la ética de resultados! En ese protagonismo posmoderno, cada ego es la medida de todas las cosas. Lo que imprime al sujeto (en el sentido latino de sujeción, sumisión) la impresión de autonomía y libertad.
El resultado del nuevo paradigma centrado en el dios Mercado todos lo conocemos: degradación ambiental; guerras; gastos exorbitantes en armas, sistemas de defensa y seguridad; narcotráfico y dependencia química; debilitamiento de los vínculos familiares; depresión, frustración e infelicidad.
Todavía es tiempo de profesar el más radical ateísmo frente al dios Mercado e, iconoclastas, aferrarnos a la ética para introducir, como paradigma, la generosidad, el compartimento de los bienes de la Tierra y de los frutos del trabajo, la felicidad centrada en las condiciones dignas de vida y en la profundización espiritual de la subjetividad.
Pero eso sólo será posible si no quedamos restringidos a la esfera de la autoayuda, de las terapias tranquilizadoras del alma para soportar el estrés de la competitividad, y nos movilizamos comunitariamente para organizar la esperanza en un nuevo proyecto político fundado en la globalización de la solidaridad.
He ahí el desafío ético que, como señaló José Martí, será capaz de articular emancipación política y emancipación espiritual.
La historia de la humanidad es una historia de sujeciones. En el período premoderno, sujeción a los dioses del politeísmo, al Dios del monoteísmo, al Rey de la monarquía y al Pueblo (sujeto abstracto) de la República. Siempre había una figura del Otro al que todos debían reportarse.
Ese Gran Otro prescribía lo cierto y lo erróneo, el bien y el mal, la gracia y el pecado, la ley y el delito. El mundo se configuraba de acuerdo con los preceptos del Gran Otro. Las alternativas eran sencillas: sujetarse bajo promesa de recompensa o rebelarse bajo amenaza de castigo.
En la modernidad el Otro se multiplicó, adquirió varias caras, se descentralizó en diversidad de ideologías, sistemas de gobierno y creencias religiosas. Tanto la antigüedad como la modernidad nos remitían a la trascendencia, por más que basada en la razón. Si no era Dios era el Partido, el líder supremo, las ideas incuestionables. Algo o alguien nos precedía y determinaba nuestro comportamiento, inculcándonos gratificación o culpabilidad.
La posmodernidad, a cuya puerta de entrada nos encontramos, promete hacer de nosotros sujetos libres de toda sujeción. Sería la vuelta al protagonismo exacerbado, en que cada indivíduo es la medida de todas las cosas. Ya no se vive en tiempos de cosmogonías y cosmologías, teogonías e ideologías. Ahora todos los tiempos convergen simultáneamente en el espacio reducido del aquí y ahora. Gracias a las nuevas tecnologías de comunicación, tiempo y espacio adquieren dimensión holográfica: caben en cada pequeño detalle del aquí y ahora.
¿Será que de hecho la posmodernidad nos emancipa del trascendente y de la trascendencia? ¿Nos introduce en el “desencanto del mundo” apuntado por Max Weber?
La respuesta es no.
Hay un nuevo Gran Otro que nos es impuesto como paradigma incuestionable: el Mercado. Las seductoras imágenes de este dios implacable son diseminadas por su principal oráculo: la publicidad. A semejanza de su homólogo de Delfos, nos advierte: “Di lo que consumes y te diré quién eres”.
El gran teólogo de ese nuevo dios fue Adam Smith. Inspirado en la física de Newton, en “La riqueza de las naciones” y “La teoría de los sentimientos morales”, Smith aplicó a la economía la metáfora religiosa del Gran Relojero que preside el Universo. El reloj funciona gracias a la precisión mecánica fabricada por alguien fuera de él e invisible para quien lo lleva: el relojero. Así, en opinión de Newton, sería el Universo. En la de Smith, la vida social regida por intereses económicos. La diferencia está en que el Dios Relojero de Newton es llamado Mano Invisible por Smith. Según éste, el egoísmo de cada uno, guiado por la Mano Invisible, promovería el bien de todos…
Es exactamente lo que afirma Milton Friedman, líder de la Escuela de Chicago: “Los precios que resultan de las transaciones voluntarias entre compradores y vendedores son capaces de coordinar la actividad de millones de personas, siendo que cada una sólo conoce su propio interés”.
Ése es el fundamento del pensamiento liberal y del sistema capitalista. Es el principio del laisser faire, dejar (a dios) hacer. Lo que, traducido en términos políticos, significa desreglamentar, no sólo las esferas económicas y políticas, sino también la moral. ¡Abajo la ética de principios y viva la ética de resultados! En ese protagonismo posmoderno, cada ego es la medida de todas las cosas. Lo que imprime al sujeto (en el sentido latino de sujeción, sumisión) la impresión de autonomía y libertad.
El resultado del nuevo paradigma centrado en el dios Mercado todos lo conocemos: degradación ambiental; guerras; gastos exorbitantes en armas, sistemas de defensa y seguridad; narcotráfico y dependencia química; debilitamiento de los vínculos familiares; depresión, frustración e infelicidad.
Todavía es tiempo de profesar el más radical ateísmo frente al dios Mercado e, iconoclastas, aferrarnos a la ética para introducir, como paradigma, la generosidad, el compartimento de los bienes de la Tierra y de los frutos del trabajo, la felicidad centrada en las condiciones dignas de vida y en la profundización espiritual de la subjetividad.
Pero eso sólo será posible si no quedamos restringidos a la esfera de la autoayuda, de las terapias tranquilizadoras del alma para soportar el estrés de la competitividad, y nos movilizamos comunitariamente para organizar la esperanza en un nuevo proyecto político fundado en la globalización de la solidaridad.
He ahí el desafío ético que, como señaló José Martí, será capaz de articular emancipación política y emancipación espiritual.
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