La Bomba de Tiempo es el evento que más gente convoca en la ciudad: en un día inesperado para salir, el lunes, y con un recital de percusión improvisado, provocan un trance terapéutico en todo tipo de tribus urbanas.
Por Bruno Lazzaro
Son las ocho de la noche y la luna está ubicada en la primera fila de un cielo de primavera. Bajo su luz, dos mil personas interpretan la coreografía de sus sentimientos con una soltura ajena a cualquier dogma. La imagen se hace marea desde las escaleras anaranjadas donde un trío de sonidistas tiene instalada su base de operaciones. La Bomba de Tiempo estalla y en su causa, su efecto sensorial se bate a duelo, en forma de viento, con las cabelleras presentes.
En la Ciudad Cultural Konex la máxima autoridad es el sonido del corazón. El ritmo interior que se hace pasión y eclosiona en el mismísimo Abasto al que le cantaron Luca y Gardel. Acá no hay toques de queda que valgan, sólo rige la ley del trance. Sombras indivisibles que marcan las horas en un piso curtido que se pone caliente ante el ir y venir constante. Un desfile natural que se asemeja, por momentos, a lo que sucede en un carnaval.
“Yo lo único que quiero es bailar. Conectarme conmigo y moverme”, dice Brian Laporta, un mendocino de 23 años, habitué desde hace dos temporadas. Es que La Bomba de Tiempo –a partir de ahora La Bomba–, ese monstruo ensamblado con un lenguaje de señas por su director y fundador Santiago Vázquez, lleva un lustro presentándose todos los lunes (al aire libre cuando hay buen tiempo y bajo techo en invierno; no se suspende por lluvia). Un plan que comenzó como un ensayo en el que un grupo de músicos se juntaba a tocar y que, con el correr de los años, se convirtió –según la Asociación de Espectáculos Teatrales– en el evento que más gente convoca en la ciudad. “Al principio venían 400 personas, después llegamos a las 1.200 y desde hace un tiempo ya son 2.500 por día”, asegura Alejandro Mazzei, manager y cabeza de un grupo de diez personas encargadas de la producción.
Pero a La Bomba, el término “fenómeno” le queda chico. Su repiqueteo sostenido lo posiciona como una opción concreta en el cronograma de salidas semanal. De aquellos “miércoles de cine” pasando por “los jueves con amigos –o de trampa–” y “los domingos en familia” a “los lunes de Bomba”. “La gente que trabaja en la oficina tiene muy establecido que los fines de semana son para salir, pero el músico crece fuera de ese esquema y no tiene ese preconcepto del lunes. A veces, para encontrar una solución hay que sacarse todos los aprendizajes de encima. Probamos, y encontramos que hay caminos que no están transitados simplemente porque nadie los probó. Con La Bomba se termina eso de ‘Lunes otra vez’”, sentencia Vázquez, minutos antes de subir al escenario junto a los otros dieciséis músicos que integran el grupo de percusión.
Desde la llegada masiva de la gente, el barrio revivió con otros eventos que difunden particulares durante la fiesta. Los “after bomba” son los más populares y se realizan en los bares cercanos al Konex. Allí se dirigen muchos de los presentes cuando el grupo finaliza su presentación, pasadas las diez de la noche.
Pero a no confundirse. Porque ir a ver a La Bomba no es ir a un recital. Es participar de una fiesta en la que la agrupación funciona como disparador para un público que se divide entre aquellos que bailan y los que conversan con la música como marco.
“Faltaba un espacio de encuentro alrededor del ritmo y de la percusión –dice Vázquez–. Es un lugar en el que se puede bailar o estar alrededor de lo que sucede porque no está pensado como show. Es un conjunto de improvisación y de experimentación con las señas. No es música para escuchar sentado a ver lo que me dice el artista.”
El momento visual de la noche sucede cuando se hace presente el artista invitado. En este lunes de flores nuevas, Daniel Melingo se para de espaldas al público y canta –o dice– bajo, mientras los diecisiete músicos tocan el dejembé, el chekeré, el tambor piano, la trompeta, el surdo y el sabar, entre otros instrumentos. Una fija a la que el grupo recurre desde sus inicios y que ya tiene entre sus ilustres visitantes a artistas tan disímiles como Calle 13, Pablo Lescano de Damas Gratis, Gustavo Cordera, Rally Barrionuevo, Café Tacuba, Lisandro Aristimuño, Ricky Maravilla, Adriana Varela y el Chango Spasiuk.
Dice Vázquez: “Nuestro modelo es el carnaval. Y en Bahía les rinden homenaje a sus artistas sin importar de dónde vengan, por más que sean opuestos. Eso de separar es un problema nuestro. Hay que entender que uno está formado por lo que escucha en su casa, pero también por lo que suena en el bondi o en la calle. En ese sentido, el escenario es un ámbito curativo”.
Y esa experiencia también se hace evidente en un público que muta de una semana a la otra. De pibes con enterito y zapatillas de lona, blancas o rojas –según la vertiente–, que sobrevivieron a la muerte del rock barrial, a chicas de morral y remera del Che, pasando por los reggaeros que surfean su propia cresta de la ola o turistas yanquis que, en traje negro, servirían para adornar cualquier torta de casamiento. Todos conviven en armonía con la música como crónica de un momento. “La gente no se pelea. Y eso es una señal. Es una muestra de una energía linda que circula. Divertirse y compartir. Aquí no hay antagonismos”, asegura Vázquez, quien también está al frente de La Grande –donde conviven el afro beat, la electrónica, el funk, el jazz y la música balcánica, entre otros estilos– e integra Puente Celeste, un quinteto de instrumentistas apasionados y perfeccionistas (se presentan los jueves de octubre en Café Vinilo, Gorriti 3780).
“No hay nada mejor para empezar la semana. Nada de terapia: con La Bomba te soltás y sos quien vos quieras ser. Es un elemento supernecesario. Si no vengo un lunes, lo siento. La música funciona de esa manera para mí. Es increíble”, dice Antonella Díaz durante los dos únicos minutos que dejó de bailar a un costado del escenario, donde se reúne un grupo de unas veinte personas a bailar juntos, en soledad. A su lado, su amiga Jackie “no tengo ganas de deletrear mi apellido”, de 21 años, dice que “venir a La Bomba, calculo, será lo mismo que sienten muchos pibes cuando van a la cancha. Yo lo vivo como una pasión que me comunica con quien soy”.
Sobre el escenario, la batuta imaginaria va cambiando de mano. Pero las sonrisas persisten. Se hacen rima en el lenguaje que los músicos deciden emplear para comunicarse con el público. La pantalla de fondo los magnifica dentro de sus overoles naranjas con el nombre de cada uno. Levantan los brazos y galopan en un ritual de libertad. En un viaje sin camino en el que se impone la improvisación. Según Vázquez, “un estado que se modifica y que no se puede anticipar. No es que, porque el día está lindo, va a salir bien. Estamos jugando en ese momento y en ese lugar. Si la gente está con ánimo festivo te lo transmite. Y si está más contemplativa se hace algo más musical y con menos rítmica. Porque es un círculo energético que se da entre todos los presentes, incluyendo al público. Es algo mágico, una comunión de otra dimensión”.
La gente sigue bailando pese a que La Bomba ya se bajó del escenario. Son diez o quince minutos en los que, todavía, el ritmo parece presente. Una cadena de danzas que se extienden a lo largo de un patio que funciona como pulmón de la Capital Federal. Las charlas continúan por más que la noche comience a apagarse. Afuera, la sensación se hace clara para un grupo de mexicanos que dejaron de lado el tango para venir a probar una buena dosis de ritmo. “Nos dijeron que acá vivió Gardel y quisimos venir a ver si encontrábamos algo relacionado a su figura. Nos avisaron que había una fiesta y entramos. Quedamos muy alegres. Con una sensación muy rara”, cuenta Grisel.
Con un disco grabado en Niceto, La Bomba se prepara para encarar su segundo material que, a diferencia del anterior, se hará en estudio y con invitados. “Es una forma de mostrar una imagen de lo que somos en este momento”, explica Vázquez. Con cerca de 500 mil personas convocadas en sus más de 240 presentaciones, La Bomba de Tiempo es una implosión necesaria digna de experimentar. Un evento que se convirtió en rutina de semana. En ritmo y libertad.
En la Ciudad Cultural Konex la máxima autoridad es el sonido del corazón. El ritmo interior que se hace pasión y eclosiona en el mismísimo Abasto al que le cantaron Luca y Gardel. Acá no hay toques de queda que valgan, sólo rige la ley del trance. Sombras indivisibles que marcan las horas en un piso curtido que se pone caliente ante el ir y venir constante. Un desfile natural que se asemeja, por momentos, a lo que sucede en un carnaval.
“Yo lo único que quiero es bailar. Conectarme conmigo y moverme”, dice Brian Laporta, un mendocino de 23 años, habitué desde hace dos temporadas. Es que La Bomba de Tiempo –a partir de ahora La Bomba–, ese monstruo ensamblado con un lenguaje de señas por su director y fundador Santiago Vázquez, lleva un lustro presentándose todos los lunes (al aire libre cuando hay buen tiempo y bajo techo en invierno; no se suspende por lluvia). Un plan que comenzó como un ensayo en el que un grupo de músicos se juntaba a tocar y que, con el correr de los años, se convirtió –según la Asociación de Espectáculos Teatrales– en el evento que más gente convoca en la ciudad. “Al principio venían 400 personas, después llegamos a las 1.200 y desde hace un tiempo ya son 2.500 por día”, asegura Alejandro Mazzei, manager y cabeza de un grupo de diez personas encargadas de la producción.
Pero a La Bomba, el término “fenómeno” le queda chico. Su repiqueteo sostenido lo posiciona como una opción concreta en el cronograma de salidas semanal. De aquellos “miércoles de cine” pasando por “los jueves con amigos –o de trampa–” y “los domingos en familia” a “los lunes de Bomba”. “La gente que trabaja en la oficina tiene muy establecido que los fines de semana son para salir, pero el músico crece fuera de ese esquema y no tiene ese preconcepto del lunes. A veces, para encontrar una solución hay que sacarse todos los aprendizajes de encima. Probamos, y encontramos que hay caminos que no están transitados simplemente porque nadie los probó. Con La Bomba se termina eso de ‘Lunes otra vez’”, sentencia Vázquez, minutos antes de subir al escenario junto a los otros dieciséis músicos que integran el grupo de percusión.
Desde la llegada masiva de la gente, el barrio revivió con otros eventos que difunden particulares durante la fiesta. Los “after bomba” son los más populares y se realizan en los bares cercanos al Konex. Allí se dirigen muchos de los presentes cuando el grupo finaliza su presentación, pasadas las diez de la noche.
Pero a no confundirse. Porque ir a ver a La Bomba no es ir a un recital. Es participar de una fiesta en la que la agrupación funciona como disparador para un público que se divide entre aquellos que bailan y los que conversan con la música como marco.
“Faltaba un espacio de encuentro alrededor del ritmo y de la percusión –dice Vázquez–. Es un lugar en el que se puede bailar o estar alrededor de lo que sucede porque no está pensado como show. Es un conjunto de improvisación y de experimentación con las señas. No es música para escuchar sentado a ver lo que me dice el artista.”
El momento visual de la noche sucede cuando se hace presente el artista invitado. En este lunes de flores nuevas, Daniel Melingo se para de espaldas al público y canta –o dice– bajo, mientras los diecisiete músicos tocan el dejembé, el chekeré, el tambor piano, la trompeta, el surdo y el sabar, entre otros instrumentos. Una fija a la que el grupo recurre desde sus inicios y que ya tiene entre sus ilustres visitantes a artistas tan disímiles como Calle 13, Pablo Lescano de Damas Gratis, Gustavo Cordera, Rally Barrionuevo, Café Tacuba, Lisandro Aristimuño, Ricky Maravilla, Adriana Varela y el Chango Spasiuk.
Dice Vázquez: “Nuestro modelo es el carnaval. Y en Bahía les rinden homenaje a sus artistas sin importar de dónde vengan, por más que sean opuestos. Eso de separar es un problema nuestro. Hay que entender que uno está formado por lo que escucha en su casa, pero también por lo que suena en el bondi o en la calle. En ese sentido, el escenario es un ámbito curativo”.
Y esa experiencia también se hace evidente en un público que muta de una semana a la otra. De pibes con enterito y zapatillas de lona, blancas o rojas –según la vertiente–, que sobrevivieron a la muerte del rock barrial, a chicas de morral y remera del Che, pasando por los reggaeros que surfean su propia cresta de la ola o turistas yanquis que, en traje negro, servirían para adornar cualquier torta de casamiento. Todos conviven en armonía con la música como crónica de un momento. “La gente no se pelea. Y eso es una señal. Es una muestra de una energía linda que circula. Divertirse y compartir. Aquí no hay antagonismos”, asegura Vázquez, quien también está al frente de La Grande –donde conviven el afro beat, la electrónica, el funk, el jazz y la música balcánica, entre otros estilos– e integra Puente Celeste, un quinteto de instrumentistas apasionados y perfeccionistas (se presentan los jueves de octubre en Café Vinilo, Gorriti 3780).
“No hay nada mejor para empezar la semana. Nada de terapia: con La Bomba te soltás y sos quien vos quieras ser. Es un elemento supernecesario. Si no vengo un lunes, lo siento. La música funciona de esa manera para mí. Es increíble”, dice Antonella Díaz durante los dos únicos minutos que dejó de bailar a un costado del escenario, donde se reúne un grupo de unas veinte personas a bailar juntos, en soledad. A su lado, su amiga Jackie “no tengo ganas de deletrear mi apellido”, de 21 años, dice que “venir a La Bomba, calculo, será lo mismo que sienten muchos pibes cuando van a la cancha. Yo lo vivo como una pasión que me comunica con quien soy”.
Sobre el escenario, la batuta imaginaria va cambiando de mano. Pero las sonrisas persisten. Se hacen rima en el lenguaje que los músicos deciden emplear para comunicarse con el público. La pantalla de fondo los magnifica dentro de sus overoles naranjas con el nombre de cada uno. Levantan los brazos y galopan en un ritual de libertad. En un viaje sin camino en el que se impone la improvisación. Según Vázquez, “un estado que se modifica y que no se puede anticipar. No es que, porque el día está lindo, va a salir bien. Estamos jugando en ese momento y en ese lugar. Si la gente está con ánimo festivo te lo transmite. Y si está más contemplativa se hace algo más musical y con menos rítmica. Porque es un círculo energético que se da entre todos los presentes, incluyendo al público. Es algo mágico, una comunión de otra dimensión”.
La gente sigue bailando pese a que La Bomba ya se bajó del escenario. Son diez o quince minutos en los que, todavía, el ritmo parece presente. Una cadena de danzas que se extienden a lo largo de un patio que funciona como pulmón de la Capital Federal. Las charlas continúan por más que la noche comience a apagarse. Afuera, la sensación se hace clara para un grupo de mexicanos que dejaron de lado el tango para venir a probar una buena dosis de ritmo. “Nos dijeron que acá vivió Gardel y quisimos venir a ver si encontrábamos algo relacionado a su figura. Nos avisaron que había una fiesta y entramos. Quedamos muy alegres. Con una sensación muy rara”, cuenta Grisel.
Con un disco grabado en Niceto, La Bomba se prepara para encarar su segundo material que, a diferencia del anterior, se hará en estudio y con invitados. “Es una forma de mostrar una imagen de lo que somos en este momento”, explica Vázquez. Con cerca de 500 mil personas convocadas en sus más de 240 presentaciones, La Bomba de Tiempo es una implosión necesaria digna de experimentar. Un evento que se convirtió en rutina de semana. En ritmo y libertad.
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