En su reciente libro, María José Sarrabayrouse analiza el funcionamiento de la institución y sus relaciones con el terrorismo de Estado. Rupturas y continuidades.
Por Franco Mizrahi
María José Sarrabayrouse Oliveira es una antropóloga apasionada por el funcionamiento del Poder Judicial. “Trabajo en el equipo de Antropología Política y Jurídica de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA desde 1993 y dentro del equipo ese siempre fue mi tema. Hice mi tesis de licenciatura sobre la creación de los tribunales orales y después trabajé sobre la creación de la Justicia Contravencional”, cuenta a Veintitrés, con la intensidad propia de los enamorados. Justamente, fue en esos trabajos previos en la universidad donde comenzó a gestarse el libro que acaba de publicar y que presentó en la Biblioteca Nacional, el pasado 11 de octubre. Poder Judicial y Dictadura. El caso de la Morgue, es una tesis de doctorado donde relata, a través de un exhaustivo análisis de la causa “Morgue”, el funcionamiento y la red de relaciones que existieron entre la corporación judicial y el terrorismo de Estado. “La dictadura fue una suerte de proceso social regresivo en el que intervinieron múltiples fuerzas sociales. El Poder Judicial fue una de esas fuerzas”, explica Sarrabayrouse. Y sabe de lo que habla. Doctora en Antropología y docente universitaria, trabaja en la Dirección Nacional de Política Criminal, del Ministerio de Justicia, y proviene de una familia que supo caminar los pasillos de los tribunales: su madre y su tía fueron juezas y su padre, ministro de la Corte bonaerense en 1973.
–El vínculo con la Justicia es herencia familiar. ¿Por qué decidió estudiar cómo funcionó esa institución durante la dictadura?
–En la década del ’90 realicé una serie de entrevistas en las que me encontré con una especie de queja de los empleados y funcionarios del Poder Judicial. Decían: “Antes estaban los funcionarios de carrera, ahora llenaron los cargos con los adictos al menemismo. Esto ya no es lo que era”. Pero a mí, en cambio, me llamó la atención que muchos de los funcionarios de carrera provenían de la época de la dictadura y pensaba cómo podía preocuparles más lo del menemismo. Entonces comencé a preguntarme qué era lo que había sucedido con el Poder Judicial durante el terrorismo de Estado, cuáles habían sido sus rupturas y sus continuidades. Y para trabajar esta temática desde la antropología decidí recurrir a las causas judiciales.
–Así llega a la causa de la morgue. ¿Qué encontró de particular en este expediente?
–El terrorismo de Estado tuvo distintas formas de proceder con los cuerpos: los vuelos de la muerte, los enterramientos clandestinos y las inhumaciones en la morgue judicial. Lo impresionante de este caso fue el haber hecho uso de las instalaciones de la morgue para que pasasen los cuerpos de los desaparecidos y fueran enterrados a través de una inhumación administrativa. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) denunció que, en el período 1976-1980, pasaron por la morgue cadáveres de quienes habían estado desaparecidos, se les practicaron autopsias y se enterraron sus cuerpos a pedido de las Fuerzas Armadas, sin la autorización de un juez competente. Un procedimiento totalmente irregular. Como la morgue dependía de la Cámara del Crimen, el CELS denunció la complicidad de ciertos sectores de la Justicia con la dictadura. Del expediente, me pareció interesante poder visualizar que la red de relaciones del Poder Judicial había quedado documentada.
–¿Por ejemplo?
–En un momento de la causa aparece lo que yo llamo “La corrida de las excusaciones”. Se trata de un pasaje en el que una cantidad de jueces se excusa de intervenir en el expediente. Y los argumentos que esgrimen son los mismos que siempre se dan en la familia judicial pero que, en este caso, quedaron escritos: “Yo no puedo juzgar a Fulanito porque gracias a él entré a Tribunales”, o “Menganito es amigo de mi tío, a quien conoce del barrio de San Isidro”, o “Formamos parte de un grupo social y deportivo que se reúne los fines de semana”. Al mismo tiempo, la causa de la morgue permite ver los procedimientos típicos y las prácticas habituales que existían en la Justicia en aquellos años y que referían a los casos de detenidos desaparecidos. De hecho, la denuncia hacia la morgue es posible gracias a la presentación de un hábeas corpus.
–¿Por qué cree que los militares utilizaron de esa manera a la morgue?
–Por impunidad. Y esto también tiene que ver con pensar el Poder Judicial en ese momento. La dictadura no creó un nuevo aparato de Justicia sino que se montó sobre una estructura preexistente y la utilizó en función de sus beneficios e intereses. El uso que hizo de la morgue tuvo que ver con esto. De todas formas, también tuvieron que negociar. En una ocasión, cuando los militares dejaron seis cadáveres en el depósito, uno de ellos era el de Victoria Walsh, la hija de Rodolfo, los empleados de la morgue se desesperaron. Los médicos le decían a los militares: “Por favor, necesitamos un papel, no nos pueden dejar seis cuerpos tirados ahí”. Finalmente, consiguieron ese papel, algunos de esos cuerpos fueron enterrados y otros devueltos a sus familiares. Luego de ese episodio hubo un encuentro entre el presidente de la Cámara del Crimen, Mario Pena, y el jefe del I Cuerpo del Ejército, el coronel Roberto Roualdés, reunión que también quedó documentada. A partir de ahí, sospechosamente, no hubo más cuerpos para el depósito. Todos los cuerpos de desaparecidos pasaron a recibir el trato habitual de la autopsia.
–Usted afirma en su libro que durante la dictadura el Poder Judicial brindó un orden legítimo paralelo. ¿Por qué?
–Parte de la intención del libro es romper con ciertas ideas de lo que fue el golpe de Estado de 1976. Parece que todo lo que hizo la dictadura fue clandestino y no fue así. También hubo un orden legal de facto. El Poder Judicial siguió con su estructura y su funcionamiento. Es cierto que asesinaron a muchas personas de la Justicia y que a otros los echaron, pero también muchos jueces ascendieron durante la dictadura. Es muy interesante ver cómo reingresaron los sectores que en el ’73 se retiraron a sus estudios jurídicos, como los que formaron parte del “Camarón” (N. del R.: nombre como se conocía a la Cámara Federal en lo Penal) en el año ’71. Uno de los que volvió fue justamente Mario Pena.
–¿Qué otras continuidades encontró en el Poder Judicial?
–Una de ellas fue la malla de relaciones sobre las que se estructura la Justicia: las formas de ingreso, de ascenso, las recomendaciones. Todo esto se dio en las décadas del ’60, ’70, ’80 y continúa. Hay todo un proceso de intento de cambio pero esas prácticas no se transforman de la noche a la mañana. No alcanza con hacer concursos y crear un Consejo de la Magistratura porque la lógica interna sigue operando. Yo hablo del Poder Judicial durante la dictadura y para poder referirme a él me interesa dar cuenta de los espacios de sociabilidad compartidos por este sector. No es que cualquiera entra a Tribunales: existen colegios y barrios en común. En el libro, por ejemplo, menciono a los de San Isidro, Adrogué, Bella Vista. No es que todos vengan del mismo lugar sino que pareciera ser un fetiche de prestigio. También hay lugares de veraneo compartidos: en los ’70 fue Miramar; en la época de Carlos Menem, Punta del Este; ahora será Brasil o Mar de las Pampas. Todo eso sigue funcionando. No es grave en sí mismo pero para entender cómo funciona la Justicia debemos entender estas relaciones personales que intervienen a la hora de producir ascensos, designaciones y formas de funcionamiento en los juzgados.
–¿Y las rupturas?
–Hubo muchas. El Poder Judicial no es homogéneo. No todos fueron cómplices ni todos se alinearon con la dictadura, más allá de que todos hayan jurado por el estatuto (N. del R.: la normativa que el Proceso militar estableció con carácter “constitucional”). Había grupos diferentes. El juez Carlos Oliveri, que es quien llevó adelante la causa de la morgue, tiene una actuación diferente al resto: es quien rompe con las excusaciones. Yo quería hacer una especie de mapa de grupos del Poder Judicial durante la dictadura. Pero, en realidad, los grupos son muchos más porosos y móviles de lo que un antropólogo querría. Lo que un día era un grupo, frente a un conflicto determinado podía llegar a modificarse.
–Usted habla de jueces orgánicos, independientes y adaptados. ¿Esa caracterización es de época o se continúa hasta la actualidad?
–Es una definición de grupo para ese momento particular. No sé si podría extrapolarse a otro momento histórico. Podría animarme a decir que los adaptados son los hombres grises, son los que siguen. Los otros son los que pueden subir o bajar. Es más, de los orgánicos probablemente hayan quedado muy pocos.
–¿Un juez como Gustavo Mitchell, que actualmente esta en la Cámara de Casación y está acusado de facilitar la apropiación de un hijo de desaparecidos, es un orgánico o un adaptado?
–De Mitchell se sabe que fue un orgánico con la dictadura. Hay jueces orgánicos que continuaron en la justicia hasta hoy. Otro de los que clasificaría como orgánico es José Dibur, pero tuvo que irse. De hecho, se fue del Poder Judicial y se reconvirtió (N. del R.: fue juez durante la dictadura y entre 1992 y 2008 fue asesor en el Ministerio de Justicia, del cual lo echaron). Martín Anzoátegui es otro orgánico. Los adaptados son los que pudieron gritar por la “patria socialista” en el ’73 y que los “argentinos somos derechos y humanos” en el ’76. O son los que simplemente no dijeron nada y continuaron en su cargo. Después están los jueces como Oliveri, que era un liberal y, sin embargo, era una persona que veía a la Justicia como algo supremo. Es un juez que fue apretando en pleno año ’79 y ’80 a diferentes oficinas del Estado en la causa de la morgue. Todas las respuestas que le dieron están documentadas. Pero más allá de los nombres, que son circunstanciales, a mí me interesa dar cuenta del funcionamiento de toda la institución judicial.
–¿Y cómo definiría al juez independiente, teniendo en cuenta que todos juraron por el estatuto?
–El juez que defino como orgánico lo fue con la dictadura y el independiente lo fue con respecto a la dictadura, mientras que el adaptado se acomodó a las nuevas circunstancias. Yo creo que todos los hombres están insertos en redes de relaciones y eso es lo interesante para pensar cualquier reforma de la Justicia.
–En la presentación de su libro dijo que el Poder Judicial es una arena de disputas. ¿En qué sentido?
–Cuando el CELS decidió presentar hábeas corpus por los desaparecidos y discutir con la dictadura, haciendo uso del Poder Judicial en un momento en que todos decían que esa institución estaba cooptada, fue una forma de disputar poder. Discutir en la arena judicial es una característica de la Argentina, más allá de que después nadie se quede conforme con nada.
–¿Los juicios de lesa humanidad entrarían dentro de esa lógica?
–Sí. Hay un autor que se llama Stanley Cohen que habla de las formas que tienen los Estados de lidiar con los crímenes de las dictaduras. Y analiza diferentes escenarios: Sudáfrica con el apartheid, la ex URSS y las dictaduras latinoamericanas. Marca distintas fases y dice que los países pueden pasar por algunas de esas fases o por todas. La Argentina pasó por todas. La reapertura de las causas vuelve a instalar al Poder Judicial como una arena de disputas.
–¿Su libro refleja lo que fue la responsabilidad civil durante la dictadura?
–Me parece importante romper con la idea de que la dictadura fue el desembarco de los militares que actuaron frente a una sociedad inerme. La dictadura fue una suerte de proceso social regresivo en el que intervinieron múltiples fuerzas sociales y el Poder Judicial fue una de esas fuerzas. En ese sentido, este libro es una forma de pensar la responsabilidad que les cupo a determinados sectores de la sociedad civil.
–El vínculo con la Justicia es herencia familiar. ¿Por qué decidió estudiar cómo funcionó esa institución durante la dictadura?
–En la década del ’90 realicé una serie de entrevistas en las que me encontré con una especie de queja de los empleados y funcionarios del Poder Judicial. Decían: “Antes estaban los funcionarios de carrera, ahora llenaron los cargos con los adictos al menemismo. Esto ya no es lo que era”. Pero a mí, en cambio, me llamó la atención que muchos de los funcionarios de carrera provenían de la época de la dictadura y pensaba cómo podía preocuparles más lo del menemismo. Entonces comencé a preguntarme qué era lo que había sucedido con el Poder Judicial durante el terrorismo de Estado, cuáles habían sido sus rupturas y sus continuidades. Y para trabajar esta temática desde la antropología decidí recurrir a las causas judiciales.
–Así llega a la causa de la morgue. ¿Qué encontró de particular en este expediente?
–El terrorismo de Estado tuvo distintas formas de proceder con los cuerpos: los vuelos de la muerte, los enterramientos clandestinos y las inhumaciones en la morgue judicial. Lo impresionante de este caso fue el haber hecho uso de las instalaciones de la morgue para que pasasen los cuerpos de los desaparecidos y fueran enterrados a través de una inhumación administrativa. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) denunció que, en el período 1976-1980, pasaron por la morgue cadáveres de quienes habían estado desaparecidos, se les practicaron autopsias y se enterraron sus cuerpos a pedido de las Fuerzas Armadas, sin la autorización de un juez competente. Un procedimiento totalmente irregular. Como la morgue dependía de la Cámara del Crimen, el CELS denunció la complicidad de ciertos sectores de la Justicia con la dictadura. Del expediente, me pareció interesante poder visualizar que la red de relaciones del Poder Judicial había quedado documentada.
–¿Por ejemplo?
–En un momento de la causa aparece lo que yo llamo “La corrida de las excusaciones”. Se trata de un pasaje en el que una cantidad de jueces se excusa de intervenir en el expediente. Y los argumentos que esgrimen son los mismos que siempre se dan en la familia judicial pero que, en este caso, quedaron escritos: “Yo no puedo juzgar a Fulanito porque gracias a él entré a Tribunales”, o “Menganito es amigo de mi tío, a quien conoce del barrio de San Isidro”, o “Formamos parte de un grupo social y deportivo que se reúne los fines de semana”. Al mismo tiempo, la causa de la morgue permite ver los procedimientos típicos y las prácticas habituales que existían en la Justicia en aquellos años y que referían a los casos de detenidos desaparecidos. De hecho, la denuncia hacia la morgue es posible gracias a la presentación de un hábeas corpus.
–¿Por qué cree que los militares utilizaron de esa manera a la morgue?
–Por impunidad. Y esto también tiene que ver con pensar el Poder Judicial en ese momento. La dictadura no creó un nuevo aparato de Justicia sino que se montó sobre una estructura preexistente y la utilizó en función de sus beneficios e intereses. El uso que hizo de la morgue tuvo que ver con esto. De todas formas, también tuvieron que negociar. En una ocasión, cuando los militares dejaron seis cadáveres en el depósito, uno de ellos era el de Victoria Walsh, la hija de Rodolfo, los empleados de la morgue se desesperaron. Los médicos le decían a los militares: “Por favor, necesitamos un papel, no nos pueden dejar seis cuerpos tirados ahí”. Finalmente, consiguieron ese papel, algunos de esos cuerpos fueron enterrados y otros devueltos a sus familiares. Luego de ese episodio hubo un encuentro entre el presidente de la Cámara del Crimen, Mario Pena, y el jefe del I Cuerpo del Ejército, el coronel Roberto Roualdés, reunión que también quedó documentada. A partir de ahí, sospechosamente, no hubo más cuerpos para el depósito. Todos los cuerpos de desaparecidos pasaron a recibir el trato habitual de la autopsia.
–Usted afirma en su libro que durante la dictadura el Poder Judicial brindó un orden legítimo paralelo. ¿Por qué?
–Parte de la intención del libro es romper con ciertas ideas de lo que fue el golpe de Estado de 1976. Parece que todo lo que hizo la dictadura fue clandestino y no fue así. También hubo un orden legal de facto. El Poder Judicial siguió con su estructura y su funcionamiento. Es cierto que asesinaron a muchas personas de la Justicia y que a otros los echaron, pero también muchos jueces ascendieron durante la dictadura. Es muy interesante ver cómo reingresaron los sectores que en el ’73 se retiraron a sus estudios jurídicos, como los que formaron parte del “Camarón” (N. del R.: nombre como se conocía a la Cámara Federal en lo Penal) en el año ’71. Uno de los que volvió fue justamente Mario Pena.
–¿Qué otras continuidades encontró en el Poder Judicial?
–Una de ellas fue la malla de relaciones sobre las que se estructura la Justicia: las formas de ingreso, de ascenso, las recomendaciones. Todo esto se dio en las décadas del ’60, ’70, ’80 y continúa. Hay todo un proceso de intento de cambio pero esas prácticas no se transforman de la noche a la mañana. No alcanza con hacer concursos y crear un Consejo de la Magistratura porque la lógica interna sigue operando. Yo hablo del Poder Judicial durante la dictadura y para poder referirme a él me interesa dar cuenta de los espacios de sociabilidad compartidos por este sector. No es que cualquiera entra a Tribunales: existen colegios y barrios en común. En el libro, por ejemplo, menciono a los de San Isidro, Adrogué, Bella Vista. No es que todos vengan del mismo lugar sino que pareciera ser un fetiche de prestigio. También hay lugares de veraneo compartidos: en los ’70 fue Miramar; en la época de Carlos Menem, Punta del Este; ahora será Brasil o Mar de las Pampas. Todo eso sigue funcionando. No es grave en sí mismo pero para entender cómo funciona la Justicia debemos entender estas relaciones personales que intervienen a la hora de producir ascensos, designaciones y formas de funcionamiento en los juzgados.
–¿Y las rupturas?
–Hubo muchas. El Poder Judicial no es homogéneo. No todos fueron cómplices ni todos se alinearon con la dictadura, más allá de que todos hayan jurado por el estatuto (N. del R.: la normativa que el Proceso militar estableció con carácter “constitucional”). Había grupos diferentes. El juez Carlos Oliveri, que es quien llevó adelante la causa de la morgue, tiene una actuación diferente al resto: es quien rompe con las excusaciones. Yo quería hacer una especie de mapa de grupos del Poder Judicial durante la dictadura. Pero, en realidad, los grupos son muchos más porosos y móviles de lo que un antropólogo querría. Lo que un día era un grupo, frente a un conflicto determinado podía llegar a modificarse.
–Usted habla de jueces orgánicos, independientes y adaptados. ¿Esa caracterización es de época o se continúa hasta la actualidad?
–Es una definición de grupo para ese momento particular. No sé si podría extrapolarse a otro momento histórico. Podría animarme a decir que los adaptados son los hombres grises, son los que siguen. Los otros son los que pueden subir o bajar. Es más, de los orgánicos probablemente hayan quedado muy pocos.
–¿Un juez como Gustavo Mitchell, que actualmente esta en la Cámara de Casación y está acusado de facilitar la apropiación de un hijo de desaparecidos, es un orgánico o un adaptado?
–De Mitchell se sabe que fue un orgánico con la dictadura. Hay jueces orgánicos que continuaron en la justicia hasta hoy. Otro de los que clasificaría como orgánico es José Dibur, pero tuvo que irse. De hecho, se fue del Poder Judicial y se reconvirtió (N. del R.: fue juez durante la dictadura y entre 1992 y 2008 fue asesor en el Ministerio de Justicia, del cual lo echaron). Martín Anzoátegui es otro orgánico. Los adaptados son los que pudieron gritar por la “patria socialista” en el ’73 y que los “argentinos somos derechos y humanos” en el ’76. O son los que simplemente no dijeron nada y continuaron en su cargo. Después están los jueces como Oliveri, que era un liberal y, sin embargo, era una persona que veía a la Justicia como algo supremo. Es un juez que fue apretando en pleno año ’79 y ’80 a diferentes oficinas del Estado en la causa de la morgue. Todas las respuestas que le dieron están documentadas. Pero más allá de los nombres, que son circunstanciales, a mí me interesa dar cuenta del funcionamiento de toda la institución judicial.
–¿Y cómo definiría al juez independiente, teniendo en cuenta que todos juraron por el estatuto?
–El juez que defino como orgánico lo fue con la dictadura y el independiente lo fue con respecto a la dictadura, mientras que el adaptado se acomodó a las nuevas circunstancias. Yo creo que todos los hombres están insertos en redes de relaciones y eso es lo interesante para pensar cualquier reforma de la Justicia.
–En la presentación de su libro dijo que el Poder Judicial es una arena de disputas. ¿En qué sentido?
–Cuando el CELS decidió presentar hábeas corpus por los desaparecidos y discutir con la dictadura, haciendo uso del Poder Judicial en un momento en que todos decían que esa institución estaba cooptada, fue una forma de disputar poder. Discutir en la arena judicial es una característica de la Argentina, más allá de que después nadie se quede conforme con nada.
–¿Los juicios de lesa humanidad entrarían dentro de esa lógica?
–Sí. Hay un autor que se llama Stanley Cohen que habla de las formas que tienen los Estados de lidiar con los crímenes de las dictaduras. Y analiza diferentes escenarios: Sudáfrica con el apartheid, la ex URSS y las dictaduras latinoamericanas. Marca distintas fases y dice que los países pueden pasar por algunas de esas fases o por todas. La Argentina pasó por todas. La reapertura de las causas vuelve a instalar al Poder Judicial como una arena de disputas.
–¿Su libro refleja lo que fue la responsabilidad civil durante la dictadura?
–Me parece importante romper con la idea de que la dictadura fue el desembarco de los militares que actuaron frente a una sociedad inerme. La dictadura fue una suerte de proceso social regresivo en el que intervinieron múltiples fuerzas sociales y el Poder Judicial fue una de esas fuerzas. En ese sentido, este libro es una forma de pensar la responsabilidad que les cupo a determinados sectores de la sociedad civil.
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