Por Pablo Perantuono
En un escenario de Punta tocó Chizzo, líder de La Renga. Hace 22 años los Redondos fueron acusados por presentarse en el estadio Obras.
Verano del 89/90, diciembre. Una certeza recorre las calles de la ciudad: Patricio Rey está a punto de ser el nuevo monarca del rock. La banda cabalga hacia su consagración y por donde pisa no vuelve a crecer el césped. Los escenarios de Satisfaction o Halley quedan chicos. El estadio Obras, la catedral de un rock por entonces sin canchas, es la próxima estación. Hacia allí vamos.
Tomamos el Mitre y en cada parada el murmullo se convierte en sospecha: los viejos seguidores de Patricio Rey, aquellos que arrancaron con la banda cinco años y cuatro discos antes, están molestos. Son los dueños –lo creen– del patrimonio emocional del grupo, de los derechos de autor de la pasión. A la altura de Puente Saavedra un grandote de rulos grita desde la estación: “No los vamos a dejar entrar”.
Tragamos saliva. Preguntamos por qué. “Tocar en Obras es rendirse”, nos dicen. No entendemos bien pero, ya en Nuñez, comenzamos a caminar. “En Obras toca Soda y tocó Virus. Los Redondos no”, argumentan desde una esquina. Hace tiempo que recorremos esas calles, yendo a ver a River u otras bandas, pero esta vez el clima es confuso, salvaje. La tensión se palpa en el aire: hay aroma a navaja y a tormenta; una energía negra que surge del temor y del misterio, como si fuera la víspera de un ataque.
A medida que nos acercamos, las miradas se afilan más. Pero en la puerta hay una presencia que desmantela el temor inicial y lo transforma en otro, más ominoso: cientos de palos de policías aprietan a la muchedumbre contra el vallado. Una patrulla de la montada pasa al galope de sus caballos victoriosos, golpeando con sus patas el asfalto de Libertador y dándole a la escena un rumor de dictadura. Hay que pasar ese purgatorio, aunque duela. Adentro espera el diablo.
Adentro el diablo está sonriendo: miles de creyentes saltan y preparan la misa. Cantan por Luca, ríen y fuman. Derrochan sudor en un estadio sin aire, en un ambiente y sin tiempo. Pero el peligro vuelve a mudar de piel. Somos ocho y a uno le roban el reloj. Cinco nos animamos a esbozar un reclamo, pero ellos son varios y militan en la violencia: llevan la muerte tatuada en sus brazos. Mientras tres pibes se trepan hasta el techo a través de una bandera enrollada que cuelga de una viga, dos chicos en cuero, al lado nuestro, se agarran a piñas. Uno le mete una mano de Tyson. Una sola, y lo derrumba. Al derrotado lo sacan noqueado y el campeón levanta los brazos y en un gesto incomprensible, pero festejado, se saca las zapatillas y las arroja al público. Arranca “Vamos las bandas”, primer hit. Antes del cuarto, el Indio Solari, que hasta entonces no había dicho una palabra, escupe un misil: “Para un periodista yuppie, genuflexo y advenedizo, Carlitos de Sur me cago en tu puta boca”. Enseguida, como si estuviera ensayado, el grupo toca “Ropa sucia” y Obras se prende fuego. Nadie parece saber qué quiere decir genuflexo o advenedizo, pero si lo dice el Indio, que casi nunca habla, casi nunca da notas, debe ser importante. (Después supimos que Carlitos era un periodista que escribió que Los Redondos habían dicho que no iban a tocar en Obras y, como si fuera una abdicación de su credo, tocaron. Eso enojó a Solari. Después supimos que genuflexo es una forma incómoda de la obsecuencia).
Veintidos años después, como todos saben, P.R. es un recuerdo. En perspectiva, aquella disputa sobre Obras sí o no parece tan irrelevante –obsoleta– como lo fue la oposición a pasar música en inglés por radio: es como detener el progreso. Aquella supuesta resistencia tenía para sus primeros fans una pátina de romanticismo que anidaba en el hecho de que Patricio Rey, por ser independiente y abjurar de los medios audiovisuales, encarnaba también la oposición –una fantasía– a regirse bajo las reglas de uso, no del rock, sino de todo el mercado.
Pensamos en ello mientras hoy, en 2012 y con el rock sostenido por sponsors, vemos las fotos del verano pasar y notamos, con cierta perplejidad, una que llega desde Punta del Este. En un bar muy cool y con aire acondicionado de esa ciudad, en la que veranea el patriciado porteño –el balneario más exclusivo de Sudamérica–, Gustavo “Chizzo” Nápoli, cantante de La Renga, cuyo espíritu, en el imaginario popular, abreva en un ideario similar al que encarnaban los Redondos, toca la guitarra junto a Jorge “Corcho” Rodríguez, ex marido de Susana Giménez y ex socio de Jorge Born, dueño de una las mayores fortunas de la Argentina. Hace muchos veranos que el futuro llegó.
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