lunes, 21 de mayo de 2012

VOCES DEL ESTALLIDO

A once años de aquellas jornadas de diciembre de 2001, cuatro miradas sobre los hechos que conmovieron al país, pusieron fin a las políticas neoliberales y mostraron lo que un pueblo puede cuando grita “basta”.

Por Soledad Lofredo y Exequiel Siddig        

La hija de la democracia
Solía decir que era la hija de la democracia. Gabriela Mitidieri nació en 1984. El 19 de diciembre de 2001 salió a la calle con su hermanito de 13 y marchó hasta la Plaza del Congreso. Hacía poco que su padre, Sergio, ex militante del ERP, le había contado que había sido chupado en 1976 y reaparecido gracias a los buenos oficios de un amigo del abuelo. En 1979, Sergio se exilió en Brasil. Cuando volvió, militó en el Partido Intransigente. Allí conoció a la mamá de Gabriela. La democracia les parió una hija.
Al principio, Gabriela tuvo que vencer el miedo que acarreaba su padre, herencia que se traspasó por la filigrana de los gestos mínimos. El 20 de diciembre le prohibieron salir. Pero durante buena parte de la experiencia asamblearia barrial, Gabriela militó en la que se creó alrededor del Cid Campeador. “Llegué cuando ya se había tomado el Banco Mayo de Angel Gallardo y Acoyte”, cuenta. Era una trama alucinante: estaban las señoras de barrio y los ex militantes del PC, los setentistas que recuperaban la política después de años de ostracismo y los estudiantes del secundario que amanecían al Ágora.
Su 5º año durante 2002 ocurrió en medio de mucha movilización y cierta incertidumbre acerca de “la cara represiva del Estado”. Había estudiantes que hasta pensaban en que era posible un regreso a la dictadura. “Lo que hicieron las asambleas barriales fue marcar una agenda: obligaron a rever los fundamentos de la legitimidad política –dice Gabriela–. Lo extraordinario era que con aquella ruptura, no había genealogías ni metodologías establecidas. Fue un momento de creación.”
Gabriela, que en breve será historiadora por la UBA, sostiene que la posibilidad de repensar la vida en común desde otro lugar pervive hasta el día de hoy en la sociedad argentina. “La reapropiación de la política comenzó ahí. 2001 abrió un abanico de opciones inéditas. Si se recurría al pasado era con un sentido pragmático, y no de reciclaje.”
En el Banco Mayo –cuya bóveda, con una acústica excepcional, servía de sala de ensayo–, Gabriela y sus pares jóvenes sostenían, contra las concepciones de los más veteranos, que “el sujeto revolucionario obrero estaba muerto en el mundo posindustrial”. Poco a poco, la asamblea comenzó a escindirse, con la edad como parteaguas. Empezaron a establecer lazos con otros jóvenes, sobre todo con los de las asambleas de Primera Junta y de Paternal.
Contra la concepción más trillada, Mitidieri dice que las asambleas barriales “no fueron un fenómeno de despabilamiento de la clase más o menos acomodada: el cambio de subjetividades trascendió el tejido clasemediero”. Las asambleas se mancomunaron con Movimiento de Trabajadores Desocupados, con militantes de género, con anarquistas, ecologistas y otros movimientos. “El quiebre del lema ‘Piquetes, cacerolas, / la lucha es una sola’ fueron los asesinatos de Darío Santillán y Maxi Kosteki. El límite de la alianza fueron las necesidades concretas de uno y otro sector y la poca voluntad de generar núcleos organizativos de trabajo a largo plazo”, analiza.
Con el kirchnerismo, las asambleas comenzaron a languidecer. “Luego de 2003 no supimos readecuarnos al nuevo mapa político y por lo tanto no pudimos articularnos institucionalmente. Reconozco del kirchnerismo muchas cosas, pero para una mujer cuya militancia nació en 2001, siempre habrá una matriz crítica respecto de lo estatal. A este gobierno todavía le falta rever la estructura productiva, la sojización de la agricultura, la extracción minera y la despenalización del aborto y de las drogas.”
Gabriela Mitidieri trabaja hoy en SubCoop, una cooperativa de fotógrafos que conoció en los albores de la Nueva Era. “Sub significa algo que está por debajo, lo que subyace, lo que no se ve a priori”. Gabriela porta el germen de la política del futuro de nuestro país: “Reconocemos que los genocidas tienen que estar presos, pero también tenemos que rever qué banderas nos sirven hoy. En todo caso, estoy a favor de retomar una memoria completa: es muy difícil discutir con mártires”.
Lucha sobre dos ruedas
Javier Cancino es el secretario general del Sindicato Independiente de Mensajeros y Cadetes (Simeca), que comenzó a organizarse en 1999. En 2001 ya compartían local con la agrupación H.I.J.O.S., con quienes vivieron como protagonistas la represión del 19 y 20 de diciembre. “Nuestro trabajo siempre fue un laburo precarizado, la mayoría en negro, a destajo, sin sueldo fijo. De esa manera surgió el sindicato, resistiendo al modelo liberal de esa época”, cuenta.
Ese 19 y 20 estaban todos arriba de sus motos. Ahí fue cuando se enteraron, entre otras cosas, de que De la Rúa había decretado el estado de sitio. “Estuvimos en la plaza, en el Congreso, los cacerolazos. Aguantamos la represión.” Hasta que a Cancino le tocó muy de cerca. “El 20 trabajamos a la mañana, hasta que llegué a la 9 de Julio y vi que estaban reprimiendo a compañeros de otros sindicatos. Escuchaba comentarios, hablábamos con la gente, pero el desconcierto arriba de la moto era total”. No es el primero que sostiene que no había ningún tipo de organización ni banderas de partidos políticos ni nada. Que sí había gente que tenía mucha bronca por cómo estaba reprimiendo la policía. “Recién a las ocho de la noche pudimos comenzar una recorrida por los hospitales para ver dónde y cómo estaban los heridos y poder avisarles a sus familiares.”
Para Simeca, lo que comienza inmediatamente después del 20 es una persecución. “Nosotros participábamos de todas las marchas con los compañeros piqueteros, sabíamos que estábamos marcados por los servicios de inteligencia. Tanto es así que en la casa donde vivíamos con unos compañeros sonaba el teléfono y nos ponían sirenas, o los coches de policía pasaban por la puerta y se quedaban un rato ahí.”
Pero para el sindicato, muy poco cambió desde esa fecha. En 2009, la personería gremial se la dieron a otro sindicato. Y las denuncias por parte de Simeca comenzaron. “No había secretario general ni estructura, andaban por atrás el Momo Venegas, Francisco de Narváez, la Cámara Empresarial de Mensajería. Nosotros ni figurábamos. Y eso es algo que va totalmente en contra del discurso del Gobierno”, afirma. “Apoyamos muchas cosas de este gobierno, pero por esa medida, ahora no tenemos margen para defender a nuestros compañeros. Ahora solamente podemos existir y aguantar.”
De la boca de sus protagonistas, el progreso para Simeca no llegó. Aunque a partir de 2003 hayan podido visibilizar sus reclamos y obtener respuestas, necesitan ese paso que falta. “Que nos reconozcan a nosotros”, afirma tajante el secretario general del gremio: “Desde que nosotros nos organizamos como sindicato hasta estos días hacemos trabajo de hormiga, hablamos uno por uno, eso nunca cambió. Apoyamos a los trabajadores para que se sigan organizando, participando en plenarios. Desde la Plaza hasta ahora, y siempre laburando, estuvimos donde había que estar”.
Club global del trueque
Desde hace 10 años, Rubén Ravera no puede dormir más allá de las 5 y media. Hace 10 años, cuando se levantaba, tenía 30 tipos en la puerta de su casa, llegados del interior más recóndito, pidiéndole que fuera a desarrollar un Club del Trueque en su localidad. Le decían que estaban “en shock de hambre”. A comienzos de 2001, el club seguía siendo una experiencia de laboratorio: había unos 60 que constituían alrededor de 15 redes. Pero a comienzos de 2002, la cordura había explotado y con ella la necesidad de un salvavidas: se crearon 6.000 clubes, 1050 redes. Seis millones de personas intercambiaban a diario bienes y servicios.
El Club Global del Trueque fue una especie de refugio contra las inclemencias del huracán CW (Consenso de Washington). Entre 1999 y 2002, según la Fundación Favaloro, murieron 30 mil personas por problemas cardíacos. “El Club del Trueque atemperó la paranoia, ayudó a morigerar lo que se presagiaba como una catástrofe social violenta”, recuerda Ravera, fundador de la red en 1995 junto con dos amigos, el psicólogo Carlos Desanzo y el químico Horacio Covas.
Esos clubes –como explicaba el Ticket Trueque, bono de descuento con vencimiento gradual para diferenciarse del valor imperecedero de la moneda hecha con oro y plata– fueron “organizaciones autónomas surgidas por autoconvocatoria y que funcionan de manera descentralizada y horizontal”. “El sistema operativo de la economía se basa en una anomalía: la moneda es inoxidable, tiene una condición de eternidad, es lo más parecido a Dios sobre la Tierra. La de hoy sigue siendo la misma moneda romana que las legiones de Carlomagno difundían en los pueblos conquistados”, ironiza quien es subdirector del Museo Histórico Provincial Guillermo Enrique Hudson.
El trueque es una modalidad que exige prosumir, es decir, “producir y consumir en la misma medida, con espíritu autogestivo, solidario, recíproco y de ayuda mutua”. La idea comenzó como un juego en el ’94. Los tres amigos quisieron entender al dinero como si fuera una adicción. Fueron a Alcohólicos Anónimos y estudiaron ese modelo de interayuda. Pensaron: vamos a ver hasta qué porcentaje se puede prescindir del dinero de curso legal… “Descubrimos que el 80% de los bienes materiales básicos para vivir pueden conseguirse sin dinero. La sociedad cuenta con una enorme cantidad de bienes, conocimientos y servicios que están estacionados.”
La sede se fijó en una parte del Parque Industrial La Bernalesa, un casco fabril en Bernal que pidieron a la papelera Valot. Un ex gerente de Quaker desempleado cayó al club, desvencijado por el efecto Tequila. Decía que no sabía hacer nada, pero terminó haciendo barriletes que se convirtieron en un boom. “Un club se forma con personas socioconscientes, que tienen motivaciones personales y se bancan su propio pensamiento, que siempre es crítico”, razona Ravera.
El 8 de agosto de 1996, Ravera aceptó ir al programa de Mariano Grondona, Hora Clave. Al día siguiente, el gobernador neuquino Felipe Sapag le hizo una llamada de auxilio para que creara una red en Cutral-Có. Navajas Artaza, dueño de Establecimiento Las Marías, también lo llamó porque los pueblos aledaños a sus campos yerbateros se caían a pedazos. “El trueque se consolidó como un fenómeno femenino –cuenta Ravera–. Los hombres me decían: ‘Yo tengo que estar cortando la ruta, quemando gomas para que me devuelvan el laburo’. Tenían vergüenza. Después, a la noche, comían lo que habían trocado sus mujeres”.
Aunque con un perfil y un volumen de intercambios mucho menor, el Club Global de Trueque sigue en 2011 dando cátedra acerca de una economía y unas relaciones económicas alternativas al capitalismo moderno. En 2004, fundaron clubes en Medellín. En 2007, a pedido del presidente Chávez, en Caracas. En 2010, el programa más visto en la televisión oficial de Grecia fue acerca del trueque argentino. En 2011, asesoraron a ciudadanos andaluces para que usaran billetes fuera de curso, les imprimieran un sello e iniciaran sus clubes.
“Es la economía del futuro –dice su creador–: la reciprocidad, el medio de cambio perecedero. Va más allá de lo económico”.
Esa búsqueda del otro
Marilina Winik es licenciada en Sociología con especialización en cultura y comunicación por la UBA. A mediados de 2001 estaba terminando su carrera, y buceaba en las discusiones de Politeia, un foro donde se discutían políticas y culturas que en la Argentina eran prácticamente inexistentes. Siempre participó de manera independiente, nunca militante de ningún partido político.
“Poco después del estallido del 19 y 20 nos fuimos con gente de la facu al Foro Social Mundial que ese año se hacía en Porto Alegre, y me empecé a relacionar con la gente de Indymedia”. Indymedia es un centro de medios independientes colectivo, sin fines de lucro y democrático, de voluntarios, que agrupa a millones de personas “cronistas” alrededor del mundo. En 2001, esa alternativa de vanguardia estaba asentándose en el país.
“Cuando volví, estuve participando en una asamblea de mi barrio, y al mismo tiempo me metí de lleno en Indymedia, porque tenía la necesidad de participar en un espacio no orgánico, en el que podría retratar aquello que yo no podía encontrar en los medios de comunicación”, cuenta Marilina. Esa lógica era la necesaria para volcar su total interés en las redes sociales.
Así también nacieron las actividades contraculturales de la organización, sumados a otros proyectos con gente de ese mismo palo y otros intereses. En 2005 llegó un festival “paralelo al Bafici, pero donde lo que hacíamos era bajar películas y proyectarlas de forma gratuita para todos”. También se gestó la Feria del Libro Independiente, más conocida como la Flia.
El último proyecto en el que trabaja Winik con su colectivo de trabajo es el copyleft –un juego de palabras en torno a “copyright”–, una práctica al ejercer el derecho de autor que consiste en permitir la libre distribución de copias y versiones modificadas de una obra u otro trabajo, exigiendo que los mismos derechos sean preservados en las versiones modificadas.
“Nunca voy a estar del lado del poder, siempre voy a estar del lado crítico, porque es una especie de manera de supervivencia frente a los englobamientos del capitalismo”, asegura la socióloga.
Pero, ¿qué fue lo que más cambió en la gente? “Para mí fue muy movilizante encontrarme en la calle con otras personas, mirarlas a la cara sin miedo y poder charlar. Ésa es la sensación que me trajo el pos 2001: hacer las cosas pero en serio, sin importar los recursos, ver cómo se construye la política hablando frente a frente con el otro, y darte cuenta de que tenés un montón de cosas en común con gente que nunca pensaste que la podrías tener, y viceversa”.

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