Pese a las promesas electorales del presidente norteamericano Barack Obama, la base naval y el centro de detención ilegal están más firmes que nunca gracias a una ley de defensa nacional que imposibilita su cierre.
Por Diego M. Vidal
La primera década de existencia de la cárcel que Estados Unidos creó en Guantánamo no pasó inadvertida para la prensa mundial, aunque sin ocupar la portada de ninguno de los grandes medios, y la protesta por su perdurabilidad apenas sí superó al centenar de manifestantes en el parque Lafayette frente a la Casa Blanca. Un número varias veces inferior a la cantidad de detenidos que han pasado por sus mazmorras y casi la misma cantidad de los que todavía siguen ahí.
Desde que George W. Bush la creó, tras los ataques a las Torres Gemelas y en su “guerra contra el terrorismo”, 880 personas de 40 nacionalidades estuvieron alojados en esta prisión ubicada en la base naval que, por la Enmienda Platt, Estados Unidos arrebató a Cuba en 1903. De estos reclusos al menos una docena eran entonces menores de edad, entre los mayores hubo ocho muertes: seis se “suicidaron”, uno tuvo un ataque cardíaco fulminante y otro falleció por una grave enfermedad. Además de los interrogatorios que incluyen privación de sueño, confinamiento solitario, vejámenes sexuales, simulacros de ejecuciones, submarino seco y una larga lista de métodos de torturas, unos 350 presos registraron “autolesiones”. Lo llamativo es que cada movimiento, acto o palabra (cuando se les permite hablar) es controlado minuciosamente por los guardias militares, con lo cual las muertes y heridas autoinfringidas gozan de una justificada sospecha por parte de abogados y organismos de derechos humanos.
El 11 de enero de 2002, con la llegada a la sede de la US Navy –que ocupa parte de la bahía de la provincia cubana de Guantánamo– en un avión militar de la primera veintena de acusados de pertenecer a Al Qaeda, ser insurgentes talibanes o partícipes de alguna célula terrorista, también comenzó la arquitectura de la tortura, el abuso y la detención indefinida. Como “muertos vivientes” y “caparazones sin vida”, los describe Gita Gutiérrez, miembro de Centro para los Derechos Constitucionales, con sede en Nueva York, y una de las primeras abogadas civiles en lograr entrar en la prisión, a estos seres que deambulan aherrojados y vestidos de naranja, encapuchados y custodiados férreamente por marines.
En la actualidad, 171 hombres esperan una definición sobre su situación bajo la órbita de un tribunal militar, acusados como “combatientes enemigos”, según la figura que la estructura legal montada por la administración Bush creó para que no pudieran acogerse a los derechos establecidos en la Convención de Ginebra de 1949, sobre el trato que debe dispensarse a prisioneros de guerra, ni presentar un recurso constitucional como el habeas corpus ya que, de acuerdo al criterio de Washington, Guantánamo no se encuentra en territorio estadounidense.
Ahora, con la firma por parte de Barack Obama de la National Defense Authorization Act (Ley de Autorización de Defensa Nacional) mediante la cual, entre otras cosas, se imposibilita el cierre del campo de detenciones y prohíbe el traslado de prisioneros a cárceles de Estados Unidos, la esperanza de recuperar la libertad se diluye en el mismo cenagal de las justificaciones que esgrime Obama para mantener funcionando un símbolo de la ignominia. En esta norma federal que el Presidente promulgó el pasado 31 de diciembre, el economista canadiense Michel Chossudovsky ve analogías con el decreto de Hitler para “la Protección del Pueblo y del Estado”, firmado por el mariscal Hindenburg en 1933 después del incendio del Reichstag. Sin contar que barrió con el simple trazo de una estilográfica una de las promesas claves con las que accedió al cargo máximo del poder en Estados Unidos, cuando anunció hace dos años atrás que en menos de 365 días clausuraría para siempre ese penal militar, en el que casi un millar de seres humanos conocieron el infierno en la tierra luego de haber sido secuestrados y trasladados de modo subrepticio desde sus países.
Al cumplirse 10 años, numerosas personalidades y organizaciones levantan sus voces para reclamar la eliminación definitiva de lo que consideran es la tumba de la Constitución norteamericana y una peligrosa espada de Damocles del siglo 21 sobre la cabeza de cualquier ciudadano del mundo. “No sólo se trataría de tener prisioneros de guerra en Afganistán, por ejemplo. Estamos hablando de escoger gente y detenerla en cualquier lugar y bajo la única condición de que sean sospechosas de terrorismo, sin permitir que se defiendan. No habría limitaciones geográficas para ese poder”, aseguró a la cadena BBC Christopher Anders, abogado principal de Oficina Legislativa de la Unión Americana por las Libertades Civiles.
El mecanismo que permitió llenar sus calabozos necesitó la complicidad de gobernantes de otras naciones y eso dio pie a la posibilidad de que se abrieran algunas investigaciones judiciales, con la expectativa de llevar a los responsables de desapariciones y tormentos y a quienes crearon el andamiaje jurídico para permitirlo, ante la Corte Penal Internacional. Entre esos países se encuentran Alemania, Bélgica, Suiza y España. En los tres primeros las autoridades han logrado desactivar cualquier intento de indagar sobre el tema, sólo el juez español Baltasar Garzón logró iniciar una pesquisa de los suplicios a que fueron sometidos los detenidos en Guantánamo. Sin embargo, como revelaron en su momento los cables diplomáticos publicado por Wikileaks, el gobierno de Obama presionó a la Justicia hispana para detener la acción de Garzón (hoy enjuiciado por querer dilucidar los crímenes del franquismo). Finalmente, la causa fue congelada de manera solícita por el fiscal jefe de la Audiencia Nacional española, Javier Zaragoza, y el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido.
Desde que George W. Bush la creó, tras los ataques a las Torres Gemelas y en su “guerra contra el terrorismo”, 880 personas de 40 nacionalidades estuvieron alojados en esta prisión ubicada en la base naval que, por la Enmienda Platt, Estados Unidos arrebató a Cuba en 1903. De estos reclusos al menos una docena eran entonces menores de edad, entre los mayores hubo ocho muertes: seis se “suicidaron”, uno tuvo un ataque cardíaco fulminante y otro falleció por una grave enfermedad. Además de los interrogatorios que incluyen privación de sueño, confinamiento solitario, vejámenes sexuales, simulacros de ejecuciones, submarino seco y una larga lista de métodos de torturas, unos 350 presos registraron “autolesiones”. Lo llamativo es que cada movimiento, acto o palabra (cuando se les permite hablar) es controlado minuciosamente por los guardias militares, con lo cual las muertes y heridas autoinfringidas gozan de una justificada sospecha por parte de abogados y organismos de derechos humanos.
El 11 de enero de 2002, con la llegada a la sede de la US Navy –que ocupa parte de la bahía de la provincia cubana de Guantánamo– en un avión militar de la primera veintena de acusados de pertenecer a Al Qaeda, ser insurgentes talibanes o partícipes de alguna célula terrorista, también comenzó la arquitectura de la tortura, el abuso y la detención indefinida. Como “muertos vivientes” y “caparazones sin vida”, los describe Gita Gutiérrez, miembro de Centro para los Derechos Constitucionales, con sede en Nueva York, y una de las primeras abogadas civiles en lograr entrar en la prisión, a estos seres que deambulan aherrojados y vestidos de naranja, encapuchados y custodiados férreamente por marines.
En la actualidad, 171 hombres esperan una definición sobre su situación bajo la órbita de un tribunal militar, acusados como “combatientes enemigos”, según la figura que la estructura legal montada por la administración Bush creó para que no pudieran acogerse a los derechos establecidos en la Convención de Ginebra de 1949, sobre el trato que debe dispensarse a prisioneros de guerra, ni presentar un recurso constitucional como el habeas corpus ya que, de acuerdo al criterio de Washington, Guantánamo no se encuentra en territorio estadounidense.
Ahora, con la firma por parte de Barack Obama de la National Defense Authorization Act (Ley de Autorización de Defensa Nacional) mediante la cual, entre otras cosas, se imposibilita el cierre del campo de detenciones y prohíbe el traslado de prisioneros a cárceles de Estados Unidos, la esperanza de recuperar la libertad se diluye en el mismo cenagal de las justificaciones que esgrime Obama para mantener funcionando un símbolo de la ignominia. En esta norma federal que el Presidente promulgó el pasado 31 de diciembre, el economista canadiense Michel Chossudovsky ve analogías con el decreto de Hitler para “la Protección del Pueblo y del Estado”, firmado por el mariscal Hindenburg en 1933 después del incendio del Reichstag. Sin contar que barrió con el simple trazo de una estilográfica una de las promesas claves con las que accedió al cargo máximo del poder en Estados Unidos, cuando anunció hace dos años atrás que en menos de 365 días clausuraría para siempre ese penal militar, en el que casi un millar de seres humanos conocieron el infierno en la tierra luego de haber sido secuestrados y trasladados de modo subrepticio desde sus países.
Al cumplirse 10 años, numerosas personalidades y organizaciones levantan sus voces para reclamar la eliminación definitiva de lo que consideran es la tumba de la Constitución norteamericana y una peligrosa espada de Damocles del siglo 21 sobre la cabeza de cualquier ciudadano del mundo. “No sólo se trataría de tener prisioneros de guerra en Afganistán, por ejemplo. Estamos hablando de escoger gente y detenerla en cualquier lugar y bajo la única condición de que sean sospechosas de terrorismo, sin permitir que se defiendan. No habría limitaciones geográficas para ese poder”, aseguró a la cadena BBC Christopher Anders, abogado principal de Oficina Legislativa de la Unión Americana por las Libertades Civiles.
El mecanismo que permitió llenar sus calabozos necesitó la complicidad de gobernantes de otras naciones y eso dio pie a la posibilidad de que se abrieran algunas investigaciones judiciales, con la expectativa de llevar a los responsables de desapariciones y tormentos y a quienes crearon el andamiaje jurídico para permitirlo, ante la Corte Penal Internacional. Entre esos países se encuentran Alemania, Bélgica, Suiza y España. En los tres primeros las autoridades han logrado desactivar cualquier intento de indagar sobre el tema, sólo el juez español Baltasar Garzón logró iniciar una pesquisa de los suplicios a que fueron sometidos los detenidos en Guantánamo. Sin embargo, como revelaron en su momento los cables diplomáticos publicado por Wikileaks, el gobierno de Obama presionó a la Justicia hispana para detener la acción de Garzón (hoy enjuiciado por querer dilucidar los crímenes del franquismo). Finalmente, la causa fue congelada de manera solícita por el fiscal jefe de la Audiencia Nacional española, Javier Zaragoza, y el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido.
Testimonios del infierno
“Me encadenaron durante días del techo de un edificio”
“Me encadenaron durante días del techo de un edificio”
El ciudadano alemán de ascendencia turca Murat Kurnaz tuvo la mala suerte de haber estudiado el Corán en Pakistán y cuando regresaba “en un autobús público, de camino al aeropuerto para volver a Alemania, la policía detuvo el vehículo en el que iba. Yo era el único no paquistaní en el autobús de modo que los policías me pidieron que me bajara a fin de controlar mis papeles y para que respondiera algunas preguntas. La policía me detuvo pero prometió que pronto me dejaría ir al aeropuerto. Después de algunos días, los paquistaníes me entregaron a funcionarios estadounidenses. En ese momento me sentí aliviado por estar en manos estadounidenses; los estadounidenses, pensé, me darían un trato justo”, se esperanzó Kurnaz, pero la realidad le sacudiría la ingenuidad. “Me llevaron a Kandahar, en Afganistán –continúa– donde los interrogadores estadounidenses me hicieron las mismas preguntas durante varias semanas: ¿Dónde está Bin Laden? ¿Estuviste con Al Qaeda? Durante sus interrogatorios, hundieron mi cabeza bajo agua y me golpearon en el estómago. Yo estaba seguro de que me ahogaría. En una ocasión me encadenaron al techo de un edificio y estuve colgado por las manos durante días.”
A su traslado a Guantánamo la realidad sería peor aún: “Después de dos meses en Kandahar, me transfirieron a Guantánamo. Hubo más golpizas, interminable confinamiento solitario, temperaturas gélidas y extremo calor, días de insomnio forzoso. A pesar de todo esto, busqué maneras de sentirme humano. Siempre me han gustado los animales. Comencé a ocultar un trozo de pan de mis comidas y a alimentar a las iguanas que llegaban a la cerca. Cuando los funcionarios lo descubrieron, me castigaron con 30 días de aislamiento y oscuridad”.
Liberado dos años después por la gestión del profesor de derecho estadounidense, Baher Azmy, Murat Kurnaz puede intentar rehacer su vida y Azmy dio a conocer documentos de inteligencia de Estados Unidos y alemanes de 2002 a 2004 en los que constaban las sospechas de ambos países sobre la inocencia de su defendido.
A su traslado a Guantánamo la realidad sería peor aún: “Después de dos meses en Kandahar, me transfirieron a Guantánamo. Hubo más golpizas, interminable confinamiento solitario, temperaturas gélidas y extremo calor, días de insomnio forzoso. A pesar de todo esto, busqué maneras de sentirme humano. Siempre me han gustado los animales. Comencé a ocultar un trozo de pan de mis comidas y a alimentar a las iguanas que llegaban a la cerca. Cuando los funcionarios lo descubrieron, me castigaron con 30 días de aislamiento y oscuridad”.
Liberado dos años después por la gestión del profesor de derecho estadounidense, Baher Azmy, Murat Kurnaz puede intentar rehacer su vida y Azmy dio a conocer documentos de inteligencia de Estados Unidos y alemanes de 2002 a 2004 en los que constaban las sospechas de ambos países sobre la inocencia de su defendido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario