Por Dante Augusto Palma
Si nosotros afirmamos en un debate defender la vida, ¿qué posibilidad le queda al otro más que “defender la muerte”?
Más allá de que el debate legislativo en torno a la sanción de una ley que despenalice el aborto se postergó para 2012, a través de la radio, los diarios y la televisión hemos sido testigo de las razones que se esgrimen para dar cuenta de las distintas posturas. Pero dado que la propia lógica mediática, sobre cualquier tema, tiende a reducir las opciones a dos, estableciendo un fuerte antagonismo que sólo es mediado por el objetivo periodista devenido juez que está más allá de las discusiones terrenales, era imaginable que, tratándose del aborto, se ubicaran frente a frente representantes de la defensa de la autonomía de la mujer y referentes del ideario conservador que basan su posición en la controvertida afirmación “científica” de que se es sujeto de derecho desde la concepción. Desde esta misma columna hemos trabajado las particularidades del concepto de persona en el marco de la decisión del gobierno actual de extender la Asignación Universal por Hijo desde las 12 semanas del embarazo, señalando que la condición de persona no se sigue de un dato objetivo de la naturaleza humana, sino que es una ficción que ha sufrido transformaciones desde su utilización en el derecho romano hasta nuestros días. Pero dado que este punto ya fue desarrollado, apuntaremos a otro asunto pues, más bien, de lo que se tratará aquí es de reflexionar sobre los presupuestos del diálogo que se establece entre los interlocutores. Desde este punto de vista, nótese el triunfo semántico de los grupos que se han apropiado del mote “Pro-vida”, algo que se repite una y otra vez como una suerte de oración en las intervenciones de la diputada de “Valores para mi País”, Cynthia Hotton, cuando al comenzar cada debate afirma “Yo estoy a favor de la vida”. Independientemente de que muchos de los interlocutores adviertan esta modalidad y aclaren que ellos también están a favor de la vida, y que no están representando los intereses de la parca ni del imperialismo ario-eugenésico internacional, lo que se sigue de ahí es la pregunta acerca de si una postura que cree defender la vida, efectivamente acepta las condiciones de un diálogo democrático. Nos referimos, claro está, al respeto por el otro en tanto interlocutor válido y a la posibilidad no sólo de ser escuchado sino de escuchar y, eventualmente, reconocer razones que permitan revisar el punto de vista propio. Este aspecto muchas veces es pasado por alto por los “dialoguistas” actuales para quienes la democracia radica simplemente en que cada uno pueda exponer su posición. Sin duda, esta es una condición necesaria de las repúblicas actuales pero también hace falta una dimensión personal que considere que no somos infalibles y que, ante determinadas evidencias o discursos persuasivos, podemos cambiar nuestra posición. Para decirlo en buen criollo, si de antemano sabemos que nuestra posición es la verdadera y, por lo tanto, no debemos cambiarla, ¿en qué sentido estamos estableciendo un diálogo? ¿Estamos intercambiando pareceres o simplemente se trata de la batalla evangelizadora entre la verdad y la mentira, o entre los esclarecidos y los ignorantes impíos, corruptos y prebendarios? En este sentido, alguien que dice defender la vida frente a un otro que supuestamente está defendiendo la muerte (del “niño por nacer”) nos interroga acerca del lugar que se le está dando a ese otro. Es decir, si nosotros afirmamos en un debate defender la vida, ¿qué posibilidad le queda al otro más que “defender la muerte”? En esta línea, ¿debemos establecer un diálogo con los supuestos “heraldos de la muerte”? ¿Sería ético hacerlo? ¿No estamos prácticamente obligados moralmente a cortar todo intercambio con ese otro del mismo modo que la democracia no es tolerante, por ejemplo, con las facciones o las manifestaciones públicas que reivindican genocidios? En este sentido, toda intervención que comience con el eslogan “yo defiendo la vida” preanuncia, aun cuando tenga enfrente a un supuesto interlocutor, más un monólogo de “verdad encarnada” que un diálogo entre cosmovisiones revisables.
Ahora bien, con el objetivo de anticipar alguna lectura entre líneas, digamos que esto va más allá de la posición que se adopte en este debate. En todo caso lo que desde esta columna intentamos plantear es que en una sociedad occidental donde Iglesia y Estado están separados, arrogarse hablar en nombre de la vida invalida toda posibilidad de intercambio. De aquí que consideremos que puede haber razones para defender la restrictiva legislación actual pero tales razones no deben apoyarse en el valor fundamental de la vida porque tal afirmación no se debate, sólo puede aceptarse dogmáticamente.
Para entender mejor esto, referido a un contexto distinto pero en la misma línea de lo aquí esbozado, es de una actualidad angustiante en los conflictos políticos, militares y culturales, la apelación a este tipo de valores que denuestan al interlocutor.
Si nos restringimos únicamente al campo internacional a partir del atentado a las Torres Gemelas, desde la célebre clasificación de “El eje del mal” perpetrada por George W. Bush hasta las intervenciones presuntamente humanitarias en nombre de la paz, el progreso, la civilización y los derechos humanos, notaremos que se lleva adelante una operación similar a la que se marcaba anteriormente. Si nosotros somos los defensores de la paz, ¿qué pueden defender los otros? Si nuestro ideario conlleva progreso, ¿qué otra cosa más que involución puede ofrecer nuestro adversario? Asimismo, si la civilización está de nuestro lado, ¿nos queda alguna posibilidad de enfrentar a un enemigo que no sea bárbaro? Por último, si nosotros defendemos los derechos humanos, ¿qué derechos defienden los otros? ¿Los de quiénes? ¿Acaso podemos pensar que nuestro adversario es humano y sin embargo no defiende los derechos de la humanidad?
En esta última pregunta está la clave porque cuando nos arrogamos el derecho a hablar de la vida y de la defensa de los derechos humanos estamos deshumanizando al otro, lo reducimos al estatus de no-humano y, como todos sabemos, el tratamiento que los humanos le damos a aquello que no responde a nuestra naturaleza está bastante lejos de los buenos modos, el imperio de la ley y la igualdad de derechos.
En esta línea se pronuncia justamente Carl Schmitt, el controvertido autor alemán profundamente crítico del liberalismo y de los ideales presuntamente cosmopolitas que acabaron profundizándose tras la caída del Muro de Berlín. Por ello, para finalizar nos quedaremos con las palabras de un texto de su autoría que, a pesar de haber sido publicado en 1932, goza de una inmensa actualidad: “El que dice humanidad está intentando engañar. Aducir el nombre de ‘humanidad’, apelar a la humanidad, confiscar ese término, habida cuenta de que tan excelso nombre no puede ser pronunciado sin determinadas consecuencias, sólo puede poner de manifiesto la aterradora pretensión de negar al enemigo la calidad de hombres […] y llevar así la guerra a la más extendida inhumanidad”.
Ahora bien, con el objetivo de anticipar alguna lectura entre líneas, digamos que esto va más allá de la posición que se adopte en este debate. En todo caso lo que desde esta columna intentamos plantear es que en una sociedad occidental donde Iglesia y Estado están separados, arrogarse hablar en nombre de la vida invalida toda posibilidad de intercambio. De aquí que consideremos que puede haber razones para defender la restrictiva legislación actual pero tales razones no deben apoyarse en el valor fundamental de la vida porque tal afirmación no se debate, sólo puede aceptarse dogmáticamente.
Para entender mejor esto, referido a un contexto distinto pero en la misma línea de lo aquí esbozado, es de una actualidad angustiante en los conflictos políticos, militares y culturales, la apelación a este tipo de valores que denuestan al interlocutor.
Si nos restringimos únicamente al campo internacional a partir del atentado a las Torres Gemelas, desde la célebre clasificación de “El eje del mal” perpetrada por George W. Bush hasta las intervenciones presuntamente humanitarias en nombre de la paz, el progreso, la civilización y los derechos humanos, notaremos que se lleva adelante una operación similar a la que se marcaba anteriormente. Si nosotros somos los defensores de la paz, ¿qué pueden defender los otros? Si nuestro ideario conlleva progreso, ¿qué otra cosa más que involución puede ofrecer nuestro adversario? Asimismo, si la civilización está de nuestro lado, ¿nos queda alguna posibilidad de enfrentar a un enemigo que no sea bárbaro? Por último, si nosotros defendemos los derechos humanos, ¿qué derechos defienden los otros? ¿Los de quiénes? ¿Acaso podemos pensar que nuestro adversario es humano y sin embargo no defiende los derechos de la humanidad?
En esta última pregunta está la clave porque cuando nos arrogamos el derecho a hablar de la vida y de la defensa de los derechos humanos estamos deshumanizando al otro, lo reducimos al estatus de no-humano y, como todos sabemos, el tratamiento que los humanos le damos a aquello que no responde a nuestra naturaleza está bastante lejos de los buenos modos, el imperio de la ley y la igualdad de derechos.
En esta línea se pronuncia justamente Carl Schmitt, el controvertido autor alemán profundamente crítico del liberalismo y de los ideales presuntamente cosmopolitas que acabaron profundizándose tras la caída del Muro de Berlín. Por ello, para finalizar nos quedaremos con las palabras de un texto de su autoría que, a pesar de haber sido publicado en 1932, goza de una inmensa actualidad: “El que dice humanidad está intentando engañar. Aducir el nombre de ‘humanidad’, apelar a la humanidad, confiscar ese término, habida cuenta de que tan excelso nombre no puede ser pronunciado sin determinadas consecuencias, sólo puede poner de manifiesto la aterradora pretensión de negar al enemigo la calidad de hombres […] y llevar así la guerra a la más extendida inhumanidad”.
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