lunes, 28 de mayo de 2012

LAS ASAMBLEAS BARRIALES O LA LUCHA POR VOLVER A SER ALGUIEN

2001-2011: a diez años del 19 y 20 de diciembre. Un fragmento del libro del periodista González Arzac que marca cómo se vivía, se discutía, se organizaba y se soñaba en esos días que siguieron al estallido social de diciembre de 2001, que superó a toda la dirigencia política.

Por Rodolfo González Arzac

El 31 de diciembre, el herrero Alejandro Tiscornia pasó por la cuna del barrio de Saavedra: el bar a metros de la estación, sobre avenida Balbín, la borrachería, un clásico de pocas mesas, con los ceniceros de aluminio, la barra de aglomerado enchapado, el azúcar en terrones.
–Fin de año y no tenemos presidente. ¡Qué gran país! –gritó Coco, otro herrero, con la copa de sidra en alto. Un comensal carcajeó. Y, finalmente, todos se rieron. De la adversidad.
Los vecinos de Saavedra tenían fresca la última batalla. Había empezado en 1998, con el anuncio de la construcción de su hipermercado en el predio de seis hectáreas ubicado entre las calles Vedia, Melián, Arias y la prolongación –imaginaria– de la calle Naón. El proyecto de la firma francesa Auchan prometía una inversión de unos 100 millones de dólares: un súper de 14.000 metros, con 12 salas de cine, tres subsuelos con cocheras y un centro comercial de 40.000 metros, más un edificio de oficinas y una torre que construiría el Grupo Macri, que le había vendido el terreno a los galos reservándose ese derecho. Fernando de la Rúa se había encargado de agilizar en la Legislatura la rezonificación del lote con unas pocas condiciones: dejar un 30 por ciento del predio para áreas verdes y donar 750.000 dólares para la construcción de un centro de salud y un jardín maternal. Los vecinos protestaron por las consecuencias ambientales y por el futuro incierto de los pequeños comerciantes. Alejandro Tiscornia fue el encargado de difundir el argumento que logró romper el cerco de la opinión pública. Denunció que la construcción del centro iba a estar a cargo de la firma española San José, cuyo representante en la Argentina era Basilio Pertiné, el cuñado del dirigente radical que había facilitado su instalación. El dato consiguió frenar el envión conseguido por el lobby empresario. Y a fines del 2001 la iniciativa estaba en pausa.
La primera asamblea barrial se reunió en el mástil de la avenida Balbín. La segunda se hizo en el domicilio definitivo: la plaza de las Madres de los Pañuelos Blancos. Había euforia. Había barítonos, ahorristas, comerciantes, hombres y mujeres de oficios terrestres, actores, profesionales surtidos, amas de casa, una familia sin techo, exaltados y depresivos, fanáticos de izquierda, hombres y mujeres de clase media en aprietos, cansados de ver pasar a su país por la televisión, hartos de que su historia fuera un clip en el prime time televisivo con la voz en off de locutores solemnes, casi siempre acaudalados. Las preocupaciones iban más allá de las suertes que a cada uno le correspondieran. Un ejercicio con los músculos contraídos después de diez años de menemismo. De pronto, las caras anónimas, esas que cruzaba sin ver, se le volvieron reconocibles. Empezó a automatizar el saludo. Ahora muchos más vecinos tenían nombre, profesión, rasgos personales y un denominador común. Alejandro sintió que formaba parte de algo. Potente.
Pablo Parera no fue a la primera reunión. No se enteró. No sabía que, a metros de su departamento, en el último piso por escalera de una vieja casa que su familia había conseguido en años de fulgor, tan cerca de donde él daba clases de bajo y ahora, por fin, en un paso largamente esperado dictaba lecciones de cello, los vecinos se juntaban a discutir. Fue Eleonora, de profesión actriz, y en los hechos su pareja, quien le avisó. Y Pablo, por primera vez, sintió la necesidad de salir del encierro.
Su primera noche de asamblea no reconoció a casi nadie. Salvo a Norma Giarraca, la madre de Julián Teubal, un pianista que solía tocar con él. Los asistentes vivían en su misma cuadra, o a la vuelta, o un poco más allá, pero eran perfectos desconocidos. Vecinos que no sabían qué iba a pasar con el crédito de su casa, ahorristas que tenían sus dineros atrapados en el banco, militantes convencidos de que había llegado la hora de la revolución y sapos de otro pozo, como él, que hacían, sin saberlo, su debut en la política argentina.
En esas noches de verano Pablo empezó a tomar conciencia de cosas en las que nunca antes se había detenido: que todos ellos, que él también, eran carne de cañón de las multinacionales, que podía venirse un tarifazo, que su voz podía sonar más que la de un maestro de música. Había tiempo para hablar y para pensar. Los vecinos marchaban a Plaza de Mayo. Cortaban la calle Congreso a la altura de Melián. Organizaban escraches a los bancos y a las empresas de servicios públicos. Pablo se la pasaba todo el día en la calle. Le venía bien: mezclarse con sus vecinos porteños, de clase media, era una forma de canalizar las energías acumuladas en su trabajo intelectual y su reclusión poética.
Pablo descubrió también que tenía ciertas habilidades para la organización. Y se involucró más. No tardó en ver que los vecinos de Coghlan no llegaban a discutir las mociones que traían de la asamblea interbarrial de Parque Centenario, y que durante la semana surgían novedades que no podían analizar. Propuso entonces que en lugar de reunirse los lunes, lo hicieran los jueves. El asunto parecía menor. Pero no. Muchos aprobaron la propuesta. Y otros se enojaron. Dejaron de ir. Y antes de despedirse lo acusaron de ser un infiltrado de uno, de muchos, de vaya saberse cuál, partido político de izquierda.
Entenderse entre tantos no era fácil. La paranoia estaba a la orden del día. Las convicciones a flor de piel. Pablo no perdió el empuje: tenía nuevos amigos y nuevas ideas. La Asamblea, además, era una buena forma de sobrellevar su crisis personal. En abril de 2002, a los treinta y cuatro años, se separó de Eleonora. El departamento quedó vacío.
Lidia Quinteros, una tucumana petisa de ojos a veces amarillos a veces castaños, de mirada magnética, una madre de cuarenta y seis años y nueve hijos, una viuda que había perdido a su marido hacía menos de un año atropellado por una camioneta mientras volvía a su casa con su carrito repleto de desechos reciclables, una ex obrera de la industria del calzado experta en tacos y plantillas, una ex empleada de limpieza de Telecom, una habitante de la Villa La Cárcova –un asentamiento sin servicios públicos construido sobre una tosca rellena con basura–, una ciruja que hacía tiempo que ya no sentía vergüenza de serlo, tenía más fuerza de la que le entraba en el cuerpo. Salía a empujar su carreta todos los días con Diego, su hijo de diez años, y era la delegada elegida por más de 400 cartoneros que viajaban todas las tardes y todas las noches en el Tren Blanco, los vagones reservados para ellos que le habían arrancado a la concesionaria de la formación que unía Colegiales con José León Suárez.
Lidia estaba acostumbrada a detectar la mirada de los demás, entre el miedo y el desprecio, una medida de pena, otra de asco, una mirada particularmente esquiva. En 2002, hacía un buen rato que los cartoneros habían hecho visible la pobreza en la Ciudad de Buenos Aires pero recién por esos días, después de tocar fondo, los argentinos habían asumido el fracaso económico, el político, el social: el fracaso entero. Existía otro paisaje. Una tarde cualquiera, por ejemplo, en Colegiales, barrio de clase media y acomodada, de casas bajas, donde el habitante promedio camina 118 metros hasta llegar a un espacio verde, dos viejitos se negaban a salir del banco hasta que les devolvieran sus ahorros y, a pocas cuadras, un grupo de cartoneros sufría el maltrato de la Policía en la estación. Esa tarde, como hubo tantas otras, ocurrió lo que no había ocurrido antes: que dos vecinos, un tal Aníbal Rodríguez y un tal Ricardo La Guidara, se le acercaron a Lidia (a quien habían conocido poco tiempo antes por medio de Alejandro Tiscornia) y le preguntaron qué era lo que pasaba y sin más increparon a los oficiales. La nueva mirada, solidaria o lastimosa, convencida o en tránsito, como fuera, contactó a dos asambleístas de Colegiales con la cartonera de los basurales de José León Suárez. Y desde entonces, durante un buen tiempo, las vidas de ambos cambiaron. Un poco.
Lidia se sorprendió. Supo que a algunos de esos vecinos que vivían en una casa con más de diez electrodomésticos, con todos los servicios, con familias de vacaciones en el mar, ya no les alcanzaba el dinero. Vivían en un mundo distinto, a sólo veinte kilómetros de distancia métrica pero a cientos de miles de confort y tradición. Aun así, unos y otros iban en la misma dirección: llevaban en el estómago el vértigo del descenso.
De a poco, Lidia y sus compañeros cartoneros fueron encontrándose con los asambleístas de los barrios donde la línea Mitre se estacionaba. Los vecinos les servían a los cartoneros de escudo ante los maltratos de la Policía, de puente hacia las autoridades del Gobierno de la Ciudad; los conectaban además con la clase media en pleno proceso de construcción de conciencia.
Para la primavera pusieron en marcha una campaña de vacunación. La propaganda, pegada en las paredes, decía: “Desde las asambleas luchamos para que se vayan todos, también las enfermedades”. Las vacunas contra el tétanos, la difteria, la rubéola y el sarampión las aportó el Gobierno porteño, y la aplicación estuvo a cargo de voluntarios de la Facultad de Medicina (UBA). Lidia les destacó a los periodistas que se acercaron a cubrir la noticia lo importante del encuentro entre cartoneros y caceroleros.
–Todos fuimos alguien alguna vez, todos queremos volver a serlo –les dijo.
Título:
La rabia (y todo lo que vino
después)
Autor:
Rodolfo González Arzac
Editorial:
Sudamericana

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