Si hay una cuestión invisibilizada en nuestro país esa es la cuestión de la tierra, de su tenencia y de su concentración.
Por Ricardo Forster
Cada época define, lo sepa o no, lo explicite o no, aquello que adquiere el estatus de la visibilidad y aquello otro que irá a parar a la región del olvido o de la exclusión. La historia de nuestro país es, también, la larga saga de lo negado y de lo que, bastando su sola mención, podía acarrear el desprecio o, mucho peor, la violencia y la condena de los poderes hegemónicos. Por eso el relato dominante de la historia logró, durante gran parte de nuestra travesía como nación, obturar cualquier referencia a la cuestión agraria que, como todos saben, es, quizás, el centro neurálgico de nuestra inicial, y también posterior, existencia política y económica. Pocos temas de nuestra existencia nacional han sido tan sistemáticamente negados como el de la concentración de la tierra. Los relatos que se ofrecieron como “fundacionales” de la Argentina pasaron por alto la política de despojos y la estrategia de acaparamiento que un pequeño grupo llevó adelante desde la segunda mitad del siglo XIX y que profundizó la Generación del 80. Ni los radicales, cuando todavía eran un partido de origen y raigambre popular bajo la égida de Yrigoyen, ni tampoco el propio peronismo pusieron realmente en discusión la propiedad concentrada de la mayor parte de las tierras. Algunas pocas políticas de colonización permitieron que en ciertas zonas se desarrollaran las pequeñas y medianas propiedades agrícolas, pero lo que dominó la estrategia de la clase terrateniente desde los albores de nuestra nacionalidad fue, en definitiva, la apropiación en pocas manos de la tierra. Allí está el “grito de Alcorta” para recordarnos la lucha de esos pequeños arrendatarios contra el abuso de los grandes propietarios. En la actualidad, otras formas más sofisticadas del capital-liberalismo vienen a desplazar, en parte, las formas tradicionales de concentración y, bajo la estructura anónima de los pool de siembra y de las “inversiones” especulativas que se disparan desde cualquier parte del mundo financiero, le van dando nueva fisonomía a la expulsión de miles de campesinos y a la tendencia prácticamente imparable hacia los monocultivos.
Más allá del anacronismo que hoy puede tener una denominación como “oligarquía” para definir a los grandes dueños de la tierra, e incluso salvando las distancias que en la actualidad separan al mundo de la producción agroganadera de la que existía en la Argentina del primer centenario en el que ejerció su dominio y su hegemonía ideológico-cultural una clase oligárquica, lo cierto es que tanto ayer como hoy lo que permanece invisible, lo que constituye un escándalo con solo pronunciarlo, es el tema ausente por excelencia de nuestra historia: la cuestión de la concentración de la tierra (sea en manos de compatriotas como de extranjeros, sobre todo en las últimas décadas en las que crecieron exponencialmente las inversiones foráneas que buscan quedarse con cientos de miles de hectáreas en casi todo el país) y, como consecuencia de esto, el reclamo, siempre desoído, de su distribución más equitativa que ha llevado, a lo largo de los dos siglos de independencia, el nombre, siempre maldito para el poder, de reforma agraria. Tema tabú. Ausencia de la saga heroica de quienes lucharon para abrir la propiedad de la tierra y volverla un bien social. Represión, tachadura, olvido, silencio, expulsión, son un puñado de palabras que apenas si alcanzan a narrar la violencia material y simbólica que se ejerció sobre los campesinos que, con tozudez y heroicidad, nunca abandonaron su reclamo de derechos, su sed inagotable de vivir y producir en la tierra de sus ancestros, en el caso de los pueblos originarios, y de sus tatarabuelos en el caso de criollos e inmigrantes que vinieron a poblar nuestro suelo. Diversas estrategias del saqueo y la apropiación fueron dibujando el mapa de la injusticia agraria. Reparar el daño que viene de tan lejos es una de las tareas pendientes de una democracia que nunca ha dejado de girar, en lo mejor de sí misma, en torno al litigio por la igualdad.
Tuve la oportunidad de participar en la ciudad de Corrientes, hace unos pocos días, en una jornada de debate del proyecto de ley elevado por el Poder Ejecutivo de protección sobre el dominio nacional de tierras rurales. Organizada por la Subsecretaría de Producción Familiar del Ministerio de Agricultura de la Nación, la jornada, absolutamente notable, no sólo convocó a una gran concurrencia sino que de ella participaron tanto los técnicos de la subsecretaría como muchísimos representantes de las diversas comunidades campesinas de toda la provincia. Todos estaban allí: los agrónomos y los veterinarios, los trabajadores sociales y los economistas, los abogados y algunos políticos junto con hombres y mujeres que venían de lo profundo de una provincia en la que la concentración y la extranjerización de las tierras constituye el principal flagelo de la pequeña producción agraria y de la continuidad de la vida, de la cultura y de los proyectos de miles y miles de familias campesinas que, pese a estar allí, en su tierra, desde generaciones, hoy ven amenazada su continuidad y sus derechos por el avance sistemático y brutal de las topadoras que, en Corrientes, llevan no tanto o centralmente el rasgo de la soja sino de las arroceras y de las forestales que buscan, sin ningún reparo, expandir sus respectivas fronteras asfixiando y expulsando a los campesinos.
Discutir una ley de tierras constituye algo que, hasta no hace mucho tiempo, resultaba inimaginable. Si hay una cuestión invisibilizada en nuestro país esa es la cuestión de la tierra, de su tenencia y de su concentración. Cuando estalló el conflicto alrededor de la resolución 125 pudimos ser testigos de una colosal y, en ese momento, lograda estrategia de la corporación agromediática que buscó proyectar una imagen bucólica de lo que se denominó con insistencia “el campo”. Allí se logró, durante esos meses de arduo conflicto, borrar las marcas de la diversidad, de la injusticia, de la explotación, de la violencia, de la expulsión, de la concentración, de la feudalización y de la extranjerización que predominan en el paisaje agrario argentino ofrecido, al público urbano, como una suerte de comunidad ideal semejante a una gran familia Ingalls. Desmontar ese relato hegemónico es una tarea ardua y difícil que supone, también, remontar un imaginario social en el que la vida campesina ha permanecido, por lo general, invisibilizada o transformada en una idílica historia de gringos trabajadores que con esfuerzo y sudor alcanzaron a tener lo que hoy tienen. Durante meses, los medios masivos de comunicación ofrecieron imágenes de un mundo agrario que poco o nada tiene que ver con una realidad pletórica de contradicciones, desigualdades e injusticias que fueron prolijamente desdeñadas. Con el notable esfuerzo de los movimientos campesinos y de políticas públicas desplegadas desde el gobierno nacional se buscó darles rostro y presencia a los olvidados sabiendo, a su vez, todo lo que falta para revertir una historia de despojo y abandonos múltiples.
Una estrategia que alcanzó a borrar una historia que viene de muy lejos y que, en el interior de nuestra vida nacional, ha sido uno de los ejes y de los núcleos centrales de la reproducción del poder. Desde los tiempos tumultuosos del siglo XIX, pasando por los no menos complejos y contradictorios del siglo XX, la problemática agraria y, sobre todo, la cuestión de la renta extraordinaria y de la concentración de la tierra ha sido tanto un nudo irresuelto como un ámbito de litigio que nos persigue hasta el presente. Ni siquiera el primer peronismo, el de los años heroicos, aquel del estatuto del peón rural, pudo hacerse cargo, en un sentido progresivo, de la concentración de la tierra y de un debate siempre postergado, reprimido, ninguneado y silenciado desde los albores de nuestra historia que no es otro que el de la tenencia de la tierra o, para decirlo sin eufemismos, el de la reforma agraria. El último momento en el que se intentó horadar ese muro de complicidades e imposibilidades fue cuando Horacio Giberti, secretario de Agricultura de los gobiernos de Cámpora y de Perón, propuso aplicar el impuesto a la renta normal potencial de la tierra. Lo que siguió fue, claro, la represión y el olvido de ese largo e inconcluso camino que recorre como un hilo delgado pero persistente los momentos más dramáticos de nuestra historia.
Lo que sentí durante esa espléndida jornada fue la potencia de lo que viene desplegándose, con idas y vueltas, en el país. En este caso, lo que se ponía sobre la mesa de discusión era, tal vez, lo más difícil de explicitar, aquello que desde los orígenes nos acompaña pero que ha sido astutamente relegado y silenciado para impedir, precisamente, que se interpelara a uno de los poderes económicos centrales de nuestra sociedad. Las intervenciones no hablaban sólo de la extranjerización de la tierra (tema no menor y de relevante significación para defender un patrimonio del conjunto de los argentinos en estas épocas de voraces capitales que buscan apropiarse de riquezas no renovables), sino que también, como consecuencia natural, se extendían hacia el avance de los agronegocios concentrados que tienden, en primera instancia, a expulsar a los campesinos lanzándolos a engrosar los cinturones de pobreza de las grandes ciudades y a quebrarles el espinazo a la biodiversidad, a la proliferación de cultivos y a la sustentabilidad, a largo plazo, de la producción agrícola para reemplazarla por fenómenos de monocultivo asociados, la mayoría de ellos, al uso a destajo de agroquímicos.
Por eso el debate atravesó distintas problemáticas que iban desde lo medioambiental a lo demográfico, de la soberanía alimentaria (que en nuestro país la garantiza la pequeña producción familiar) a la expansión inmisericorde de la frontera sojera, arrocera o forestal, de la concentración de la tierra a la necesidad de garantizar el acceso de los campesinos a títulos de propiedad desde siempre ninguneados por las autoridades por lo general cómplices de los grandes terratenientes. Pero también se habló de tierra y cultura, es decir, de lo que significa sostener la vida de miles de comunidades campesinas que, al ir mermando o literalmente desapareciendo, van dejando detrás de sí tradiciones que se fugan de nuestro presente. Se habló de derechos y se recordó la memoria, antigua y contemporánea, de los luchadores agrarios. Y, claro, lo que sobrevoló el debate fue la certeza de que estamos viviendo un tiempo de apertura y de posibilidades, tiempo atravesado por la reconstrucción de memorias ancestrales, de aquellas que siempre supieron lo que es la injusticia y que hoy se entrelazan con las nuevas demandas de los grandes olvidados, de todos aquellos que han derramado su sudor en los surcos de una patria que busca, de nuevo y con insistencia, ser para todos. El debate por la ley de tierras, así a secas como queriendo expresar todo lo que se guarda en su interior, es un gran paso adelante en el camino de los derechos y de la visibilidad de lo que hasta ahora permanecía invisible.
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