Ser el creador de la enseña patria no fue el mayor mérito de Manuel Belgrano, aunque tampoco fue el menor. La bandera es una señal de identidad, el emblema con el que nuestro pueblo se reconoce; y el día en que Belgrano la izó, era un llamado a luchar francamente por la independencia, un desafío a los gobernantes que vacilaban y amagaban retroceder en el empuje de esa causa (lo cual le valió una seria reprimenda del Triunvirato rivadaviano).
Pero hay otros actos que merecen ser reivindicados, entre las luces y sombras de su corta existencia. En horas decisivas, desde las febriles vísperas de 1810, Belgrano se jugó a la par de sus colegas y parientes Mariano Moreno y Juan José Castelli, con quienes compartía una visión revolucionaria, indigenista y americana de la emancipación. Estos tres criollos descendían por el lado materno de Isabel de Irala, mestiza de sangre guaraní que vino de Asunción en la época de fundación de Buenos Aires, y por el lado paterno eran hijos de europeos arribados en tiempos más recientes al Río de la Plata.
La posición desahogada del hogar de Manuel le había permitido ir a cursar la carrera de leyes en Salamanca, donde se interesó también por estudiar economía, pero un enojoso asunto le amargó esa etapa juvenil. Su padre, Domingo Belgrano Peri, comerciante italiano naturalizado, fue arrestado y enjuiciado en Buenos Aires en 1788 por asociarse con el administrador de la Aduana Ximénez de Mesa, quien malversó dineros públicos para hacer negocios. Manuel se ocupó de abogar en el caso, durante un proceso kafkiano que llevó años y en el transcurso del cual perdieron la cuantiosa fortuna familiar. Esta situación le obligó a abreviar su estadía en España y le llevó a aceptar el empleo de secretario del Consulado porteño. Por eso murió en la pobreza, después de una trayectoria en que se destacó por mantener una conducta intachable.
Ideas para una economía nacional. Desde el Consulado, así como en su notable prédica periodística junto a Hipólito Vieytes, auspició la redistribución de la tierra y la colonización, la forestación, tecnificar la producción, organizar la educación técnica, fomentar las actividades mercantiles y manufactureras, en particular curtiembres, astilleros, establecer un sistema de crédito público, mejorar el puerto y crear una flota mercante. Denunció “la falta de propiedades de los terrenos que ocupan los labradores; éste es el gran mal de donde provienen todas sus infelicidades y miserias”; y propuso obligar a los grandes dueños de campos a cederlos a los agricultores, no en arrendamiento sino en enfiteusis, o venderles al menos una mitad de los que no cultivaran (Correo de Comercio, 23/6/1810).
Sus esfuerzos chocaban con la política colonial. La burocracia real vetó su proyectada Escuela de Náutica y otras iniciativas. Los mercaderes españoles del Consulado –escribió en su autobiografía– “nada sabían más que su comercio monopolista, a saber: comprar por cuatro para vender por ocho”, de manera que poco podía esperarse de “unos hombres que por sus intereses particulares posponían el del común”.
Belgrano conocía y difundió textos del pensamiento económico liberal cuando el reclamo más acuciante bajo el Virreynato era la liberalización comercial. Sin embargo, en vísperas de la revolución comenzó a escribir un tratado de economía política y planteó un conjunto de medidas de carácter nacionalista y proteccionista, inspiradas seguramente en sus lecturas de las Lecciones de Comercio de Antonio Genovesi. Para promover la industria era necesaria la protección aduanera: “El modo más ventajoso de exportar las producciones superfluas de la tierra es ponerlas antes en obra, es decir, manufacturarlas. La importación de mercancías que impiden el progreso de sus manufacturas y de su cultivo, lleva tras de sí necesariamente la ruina de la nación. La importación de mercaderías extranjeras de puro lujo en cambio de dinero (...) es una verdadera pérdida para el Estado” (Correo de Comercio, 8/9/1810).
El Plan de Operaciones de la Primera Junta, que él propuso elaborar y redactó Moreno, formulaba un programa económico dirigista en el cual se trasluce su influencia. El texto preveía expropiar las minas del Alto Perú para costear la guerra y crear fábricas, ingenios y otras industrias, navegación, agricultura, etc., con el criterio de beneficiar a las mayorías y redistribuir la riqueza, evitando importaciones de “lujo excesivo e inútil”.
Además, el Artículo 2° del Plan contemplaba sublevar la campaña oriental contra el bastión realista de Montevideo y atraer para ello a un formidable caudillo, el capitán José Artigas (como efectivamente se hizo), en párrafos que se refirieren con notables precisiones a él, a sus hermanos, primos y otros gauchos, hombres de acción con gran ascendiente en las zonas rurales: esto revela la colaboración intelectual de Belgrano, quien conocía bien la región por la estancia que tuvo allí su familia.
Un general en busca de Justicia. Cuando la revolución le obligó a improvisarse como jefe militar, procuró llevar a cabo sus ideas de progreso social. Como comandante de la expedición al Paraguay, al atravesar la zona misionera incorporó a los guaraníes a su ejército y, desde el cuartel general de Curuzú-Cuatiá, dictó para los pueblos de las Misiones el Reglamento del 30 de diciembre de 1810, que les reconocía a los naturales la igualdad civil y política, les eximía de tributos por diez años, ordenaba la creación de escuelas y el reparto gratuito de tierras, expropiando a los contrarrevolucionarios, y sancionaba los derechos laborales al salario en efectivo, fijando graves penas para erradicar los castigos corporales.
Vencido su pequeño ejército por los paraguayos, aprovechó la ocasión del armisticio para hacerles oir sus argumentos. Lo enjuiciaron por la derrota, pero los paraguayos hicieron su propia revolución meses después, y él fue uno de los artífices del tratado del 12 de Octubre de 1811, por el que Paraguay independiente aceptaba confederarse con las demás provincias del antiguo Virreynato.
Al mando del Ejército del Norte obtuvo resonantes victorias y fracasos. Se hizo seguir por los jujeños en el sacrificio del éxodo, logró los triunfos militares de Salta y Tucumán, y donó su recompensa para fundar escuelas. Alentó la lucha de las guerrillas campesinas de mestizos e indios que mantuvieron en el Alto Perú la autonomía de las llamadas republiquetas, y uno de sus gestos fue premiar con el grado de teniente coronel a la heroína inolvidable de aquella epopeya, Juana Azurduy.
El sueño del trono americano. Belgrano creía que la forma de gobierno monárquica y constitucional era la más apropiada para gobernar nuestros pueblos, que carecían entonces de toda experiencia en el ejercicio de instituciones representativas. Cuando el Congreso de Tucumán declaró en 1816 la independencia de “las Provincias Unidas de Sud América”, la mayoría de los diputados acogió con entusiasmo su propuesta de una monarquía que restableciera la dinastía incaica, estableciendo la capital en Cusco, con una asamblea electiva y una regencia ejecutiva (la misma idea difundida desde 1790 por el precursor venezolano Francisco de Miranda). El plan se orientaba a ganar a las masas indígenas para la causa, y San Martín, Güemes y otros patriotas lo apoyaron con entusiasmo. Como observó Mitre (aunque apuntando a descalificar la idea), se trataba de “fundar un vasto imperio sudamericano que englobase casi la totalidad de la América española al sur del Ecuador”. Los sectores dirigentes que frustraron el proyecto resistían precisamente lo que Belgrano buscaba: ampliar la base social de la revolución y unir a los pueblos hermanos del continente.
Lúcido defensor de la educación, percibió la necesidad de forjar la estructura económica que sustentara la independencia y adaptar las ideas del liberalismo revolucionario a la realidad americana, se comprometió en cuerpo y alma con la causa, y en medio de la guerra se empeñó en hacer justicia a sus compatriotas. Un hombre que sacrificó su vida pública y privada a la revolución. Los contemporáneos lo maltrataron bastante, lo desacreditaron como jefe militar y lo dejaron morir en el olvido. La posteridad lo reivindicó ampliamente, pero todavía nos falta conocerlo mejor.
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