viernes, 9 de julio de 2010

LA REPETICIÓN



Por Ricardo Foster


La repetición suele acompañar el movimiento de la historia; algo de lo ya visto y vivido se entrelaza con los acontecimientos del presente generando, en ocasiones, esa extraña sensación que surge de lo que retorna sabiendo, eso sí, que eso que huele a conocido poco o nada tiene que ver con la escena que lo vio nacer. Lo perturbador, lo que nos incomoda es precisamente el déjà-vu por lo que guarda de regresivo y de imposible, como si pudiéramos experimentar al mismo tiempo lo absurdo del retorno de lo ya vivido y su incontrastable presencia que amenaza con reinstalar en el presente eso acontecido. Nos fascina y nos atemoriza la repetición porque sabemos, o intuimos, que lo maravilloso perdido no suele ser aquello que regresa (nadie recupera las horas increíbles de la infancia o la dulzura inconmensurable del primer amor o, en otro registro, la pasión por los ideales políticos de los 20 años); lo que suele instalarse entre nosotros es lo no deseado, el vértigo de un retorno malsano y no querido, la sensación de regresar infinitamente a las pesadillas del pasado o, en otro plano, el prolijo e inconsciente ejercicio del olvido que nos permite repetirnos infatigablemente en lo peor de nosotros mismos que es revestido, cuando regresa, con las ropas engalanadas pero impostadas de lo nuevo y deseado.


En estos días preelectorales, en estas semanas donde muchas cosas se dicen y otras tantas se callan algunas señales nos muestran cierta insistencia, muy argentina, a la repetición. Sin decirlo explícitamente es posible ver de qué modo algunos actores políticos y económicos desean regresar a los años ’90, años no sólo dominados por la frivolidad y la espectacularización de casi todas las esferas de la vida, en especial las que tenían que ver con el poder y sus usos, sino signados, fundamentalmente, por el vaciamiento de la política, su colonización impúdica por los lenguajes audiovisuales que desplegaron, con intensidad antes desconocida, la cooptación de esas prácticas antaño ligadas al espacio público y al debate de ideas. El vodevil, la farsa, el humor corrosivo, la ironía elevada a soberana absoluta fueron algunos de los ingredientes con los que se cocinó a fuego lento el estofado del vaciamiento y la denigración de la política y de los políticos (muchos de los cuales no dejaron de contribuir gozosamente a su propio envilecimiento). El set televisivo se convirtió en el ombligo del mundo, en ese lugar sacralizado al que había que peregrinar si se tenía alguna ambición política o se quería ocupar algún sitio visible como para aspirar a ser alguien en la tienda de los milagros en la que se fue transformando el abigarrado mundo de los candidatos y de los actores de una tradición que, de un modo brutal y acelerado, iniciaba su marcha inevitable hacia el descrédito y la catástrofe finalmente acontecida en diciembre de 2001.


El menemismo no sólo significó una profunda y radical metamorfosis económico-social (rasgo no menor de esa década “infame” que supo terminar el trabajo de demolición estructural iniciado por Martínez de Hoz durante la noche de la dictadura) también, y como acompañamiento imprescindible de esa despiadada mutilación de la vida industrial-productiva girada ahora hacia la timba especulativa y la hegemonía absoluta del capital financiero local e internacional que vivió sus años esplendorosos en el mismo momento en que la Argentina dejaba atrás sus últimos resabios igualitaristas heredados del primer peronismo que, eso sí, sería invertido en toda la línea por el seudo caudillo de patillas antológicas; también, decía, implicó una perturbadora modificación de la vida cotidiana al calor de las esenciales y decisivas transformaciones culturales que iría implementando el neoliberalismo, verdadero fondo ideológico-simbólico de la “traición” menemista.


Tiempo, ese supuestamente “olvidado” pero que regresa en nuestros días bajo la prolija cosmética de ciertos candidatos y grupos mediáticos, en el que la sociedad, esa entelequia que todos nombran como si fuera un espacio indiferenciado en el que no hay terribles desigualdades, multiplicó sus fracturas y sus agujeros negros, en especial para los sectores más débiles que fueron perdiendo uno tras otros todos sus derechos en nombre, eso sí, de la modernización y de la libertad de mercado que nos colocaba nuevamente entre las naciones serias del mundo; como cuando fuimos, según otro relato mítico que ha regresado con fuerza inusitada en nuestros días, la séptima potencia bajo el cuidado de nuestros agroexportadores de aquellos tiempos genuinamente republicanos y, claro, oligárquicos tan añorados por los dueños de la tierra y sus aliados político-mediáticos.


Los años noventa no fueron sólo años de regresión económica, de desguace del Estado y de prolija expulsión de toda referencia a modelos alternativos al que se desplegaba de modo hegemónico a lo largo y ancho del planeta; fueron, a su vez, años en los que se buscó, y se logró, modificar la escala de valores que había, con idas y vueltas, constituido, para bien y para mal, la trama del sentido común de gran parte de la sociedad. Así como es posible encontrar en otros momentos clave de la historia nacional puntos de inflexión, giros dramáticos que abrieron nuevas etapas políticas, culturales y económicas (pienso en el primer centenario, en la irrupción del radicalismo yrigoyenista, en lo inaugurado por el 17 de octubre, en la noche de ’76 y su cierre en diciembre del ’83), no cabe dudas de que aquello que se abrió con la llegada de Menem al gobierno generó las condiciones de una radical transformación cultural proyectando sobre el cuerpo social nuevas y desconocidas formas de producción de subjetividad. Y en ese giro vertiginoso hacia otra escena cultural-económica el papel de los medios de comunicación y, fundamentalmente, de la industria del espectáculo, fue decisivo.


El menemismo capturó lo que se venía desplegando en el aire de los tiempos, esa alquimia de deseo primermundista, consumismo desenfrenado, individualismo, frivolidad y descompromiso generalizado con cualquier otra cosa que no fuera vivir el instante hipotecando el futuro. Sobre todo las clases medias fueron capturadas por una cultura del hedonismo individualista y del vaciamiento de todo contenido en nombre de lo instantáneo y de lo efímero. Vivir sin mirar atrás y, por supuesto, sin siquiera imaginar el futuro, ese fue uno de los rasgos más hábilmente desplegado por la ideología neoliberal que logró horadar profunda y decisivamente las conciencias hasta lanzarlas fuera de sus antiguos registros incorporándolas de lleno en un nuevo modelo de reconocimiento que, entre otras cosas, tenía como precio devorarse identidades y valores declarados obsoletos y anacrónicos.


El menemismo fue la fiesta del lenguaje televisivo, del pum para arriba, de lo que se expresó en el puro vértigo de la insustancialidad, del reinado omnipresente del consumo. Fue, también, una promesa ilusoria sustentada en una ruptura dramática del tejido social; constituyó el núcleo, todavía duro y persistente, de la exclusión asociada con una inédita concentración de la riqueza. Pero por sobre todas las cosas constituyó un despliegue astuto de la razón neoliberal allí donde logró quebrar herencias y memorias, identidades y tradiciones que fueron arrojadas al tacho de los desperdicios con la complicidad satisfecha de muchos de aquellos que, pasado el tiempo y despertada la sociedad, o gran parte de ella, de la ilusión hedónico-consumista asociada a la meca norteamericana, olvidaron prolijamente sus complicidades y sus responsabilidades para arrojarse, como en otras ocasiones de la historia nacional, a las aguas puras y virginales de una inocencia siempre recobrada.


Señalo algunos de estos rasgos no con ánimo de internarme en los meandros de esa década maldita (maldita no para los que la gozaron y la aprovecharon, sino para los millones de argentinos que quedaron sin trabajo y que pasaron a engrosar las filas de un enorme ejército de desocupados, sombras negadas de un sistema que multiplicaba la pobreza y la exclusión social), sino con la intención de señalar lo que se agazapa en ciertas prácticas actuales y lo que nos espera si ciertos grupos político-mediático-económicos vuelven a recibir el apoyo autodestructivo de la ciudadanía, en particular de aquellas clases medias que descubrieron espantadas, durante un tórrido verano, que la fiesta se había llevado también el futuro de sus hijos pero que hoy, y pasado el tiempo, vuelven a insistir con su gusto algo patético y patológico por la repetición

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