Hijo dilecto del Consenso de Washington, Chile acumula riqueza e inequidad social. La revolución de los estudiantes que puede cambiar la historia.
Por Adrián Murano
Es el paraíso de neoliberales y afines. Un Estado pequeño, una economía hiperabierta y supremacía del sistema financiero. Con sus saludables números macroeconómicos, Chile es el orgullo de los economistas ultraortodoxos que dominaron Occidente durante las últimas cuatro décadas. Y aún hoy, en medio del derrumbe de esas teorías, oficia de faro para liberales nostálgicos y resistentes.
En los múltiples foros internacionales donde aún late el Consenso de Washington, el pequeño país trasandino suele ser exhibido como el ejemplo a seguir. Las cifras avalan el espejismo: con 17 millones de habitantes, Chile orilla el pleno empleo, posee un PBI per cápita nominal de 15.721 dólares –está entre los 37 más altos del mundo–, y, según el Índice de desarrollo Humano (IDH) que desarrolló la ONU, es el mejor país de América latina para vivir. Para los tecnócratas que dominan las escuelas de economía, los organismos multilaterales de crédito, las consultoras de riesgo y Wall Street, el Edén existe y está al pie de la cordillera. Pero allí, en el terreno, no es tan fácil observar los virtuosos resultados sociales de semejante prodigio macroeconómico. Y no es sólo por la persistente nube de smog que cubre Santiago: el jueves 15, cuando este cronista hizo pie en suelo chileno, lo recibió una ráfaga de gases lacrimógenos destinados a dispersar a los diez mil alumnos que se habían congregado en la céntrica Plaza Italia para reclamar por su derecho a estudiar. A esa misma hora, pero en la Patagonia, los pobladores de Aysén se enfrentaban a los temibles carabineros, la célebre fuerza de choque policial, que fueron movilizados al sur para reprimir un reclamo tan elemental como modesto: los vecinos pedían que el gobierno del magnate Sebastián Piñera los escuchara.
En Chile no sorprende que el supuesto bienestar económico conviva con la represión de derechos civiles y sociales. Como ocurrió en otros países de la región, el neoliberalismo se inseminó a sangre y fuego durante la dictadura de Augusto Pinochet. Pero a diferencia de sus vecinos, el proceso no se interrumpió con la salida del dictador. Tras veinte años de gobiernos socialdemócratas y dos de la coalición de derecha, el país que alumbró al primer gobierno socialista del Cono Sur con Salvador Allende, todavía convive con reglas y métodos de control social dispuestos por el gobierno militar.
Una de esas legislaciones obliga a las movilizaciones sociales a avisar su voluntad de manifestarse con 48 horas de anticipación. En caso de que la alcaldía deniegue la autorización, el gobierno puede hacer uso de la fuerza para dispersar la protesta. Eso fue lo que ocurrió con la manifestación de alumnos secundarios que pretendía inaugurar la temporada de protestas estudiantiles, un movimiento que comenzó hace un año y que inició un potente proceso de debate político de consecuencias imprevisibles.
Con el magnético liderazgo de la bella dirigente juvenil comunista Camila Vallejos, en 2011 los jóvenes chilenos lideraron una histórica revuelta estudiantil. Pedían –y piden– por una universidad pública y gratuita que no obligue a endeudarse en los bancos para acceder a los pupitres. Que el acceso a la educación terciaria no sea sólo para los que la pueden pagar. La respuesta del presidente Piñera no fue menos contundente: “Nada es gratis en esta vida”.
El intercambio entre unos y otros –estudiantes y presidente multimillonario– abrió la grieta por donde se filtró un problema de fondo que los tecnócratas que halagan la vigorosidad de la economía chilena evitan pronunciar: Chile está entre los países más inequitativos del mundo.
Un informe de Naciones Unidas que midió la igualdad de ingresos a través del coeficiente de Gini le otorgó a Chile el puesto 115 entre 144 países estudiados. Otro trabajo del Banco Mundial indica que el 10% más rico de la población chilena captura el 42% del total de ingresos. La desproporción entre los que más y los que menos tienen también evidencia que la concentración de recursos está entre las más elevadas del planeta. Un dato adicional: con una presión tributaria que orilla el 18 por ciento, el aporte fiscal en Chile es el más bajo de la región.
Sólo dos cosas impidieron hasta ahora que la desigualdad estallara como un polvorín: los planes sociales implementados por los gobiernos centristas, que alimentaron a los sectores más postergados, y un agresivo sistema financiero que inundó de créditos a la población. De hecho son los bancos quienes financian a través de créditos específicos el acceso a la educación. El hastío de las familias hiperendeudadas, sumado a la confrontación ideológica con el presidente planteada por los líderes estudiantiles, propició que las marchas de los alumnos se nutrieran de adultos independientes y trabajadores organizados que aportaron sus propios reclamos a la lista.
Con una economía nacional basada en la exportación de commodities –fundamentalmente cobre– y la provisión de servicios, las posiciones de privilegio heredadas y la supremacía del negocio financiero estuvieron a la cabeza del proceso concentrador. El propio presidente Piñera es un ejemplo de eso: su emporio se inició con el negocio de las tarjetas de crédito e inversiones con Aseguradoras de Fondo de Pensión, el sistema privado de jubilaciones que en la Argentina se reveló como una estafa. Según la revista Forbes, Piñera posee una fortuna de 2.400 millones de dólares y está entre las 500 personas más ricas del mundo.
A imagen y semejanza de lo que ocurre en los países desarrollados, el influyente sistema financiero chileno suele usar al Estado como socio bobo en la desgracia. Un ejemplo: el Fondo de Estabilización –fondeado con ingresos del cobre– fue creado en los noventa para socorrer a los bancos en caso de crisis. A favor de esta previsión, hay que decir que no parece haber país en Occidente que esté a salvo de este flagelo: todos los bancos saben que, en última instancia, habrá un Estado que los proteja de sus tropelías.
En los ’90, bajo el mandato del Consenso de Washington, Chile se lanzó a la caza de Tratados de Libre Comercio. Ya suma 58 convenios, y tiene previsto aprobar este año dos más. La apertura de su mercado fue eficaz para nutrirse de los bienes de uso que se venden en las potentes redes comerciales que se extienden por su territorio y más allá –como en la Argentina, donde firmas chilenas lideran el negocio supermercadista–, pero implican un cepo a la creación de valor agregado: aunque diversificada, la industria chilena es modesta. El grueso de la fuerza laboral es empleado para servicios, un rubro de altísima rotación e inestabilidad. Según los gremios chilenos, los “contratos a perpetuidad” –el equivalente a la relación de dependencia del sistema argentino– son una especie en extinción.
A pesar de su propia historia e ideas, Piñera parece haber acusado recibo de los cambios que se registran en el mundo y en la región. En su encuentro con la presidenta argentina Cristina Fernández, el presidente dijo al menos tres veces que el futuro está en la integración, la agregación de valor y la apuesta al promisorio mercado de consumo regional. Esas expresiones son toda una novedad en la política de ese país, que lleva décadas comportándose como una isla, separada del resto del continente por siete mil kilómetros de montañas. Y una historia de desencuentros más o menos recientes estimulados por la decadente prédica neoliberal.
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