miércoles, 9 de mayo de 2012

EL SURGIMIENTO DE LA NO-CIUDADANIA

En el libro que edita Sudamericana, el historiador Ezequiel Adamovsky presenta una síntesis de las investigaciones más recientes sobre la vida de los sectores populares. Aquí, un fragmento del capítulo dedicado a los cambios a nivel del Estado y los ciudadanos en los ’90.
 
Por Ezequiel Adamovsky



Uno de los cambios más evidentes que produjeron las reformas neoliberales fue el del papel del Estado. La premisa del momento era que cada individuo debía proveerse el acceso al bienestar por sus propios medios. Todo lo público debía reducirse; quienes pudieran pagarlo, deberían adquirir en el mercado aquello que necesitaran, incluyendo servicios de salud, de educación y seguridad. Para los demás, la asistencia a cargo del Estado se reduciría a una mínima expresión. Así, en estos años se desfinanciaron dramáticamente los sistemas de salud, de previsión y de educación públicos. Las jubilaciones se redujeron a montos insignificantes. La calidad de servicio en los hospitales empeoró notoriamente y lo mismo sucedió con el nivel educativo en las escuelas. La combinación del retiro del Estado con las altas tasas de desocupación y de empleo informal significó que una proporción mucho mayor de las clases populares se quedaron sin cobertura médica. Por los mismos motivos, el acceso a la educación sufrió un proceso similar. Un estudio de mediados de los años ’90 mostró que sólo un 50 por ciento de los jóvenes de los estratos sociales más bajos en edad de asistir al secundario estaba concurriendo a alguna institución educativa. De la mitad que no lo hacía, sólo un 25 por ciento tenía un trabajo, lo que significa que una enorme cantidad de jóvenes pobres no tenía ninguna actividad durante el día que le permitiera progresar o integrarse (...).
Paralelamente, para mantener bajo control el creciente fenómeno de la pobreza y la indigencia, el Estado nacional y los estados provinciales y municipales ampliaron de manera sostenida las políticas de asistencia focalizada. Desde los primeros ensayos con el Programa Alimentario Nacional que Alfonsín lanzó en 1985, hasta los subsidios para desempleados que implementó Menem en su segundo mandato, pasando por las iniciativas que pusieron en marcha diversos gobernadores e intendentes desde mediados de los años ’80, las políticas asistencialistas del Estado se multiplicaron. La política social se fue redefiniendo entonces como una cuestión de gestión de las necesidades de diversos segmentos de la población a través de subsidios puntuales o entrega de alimentos. Así, las vías por las que el Estado se ocupó de las necesidades de las clases populares ya no pasaron principalmente por la ampliación de los derechos o los beneficios que colectivamente podían reclamar los ciudadanos. La nueva política social procedía más bien identificando los focos posibles de conflicto para otorgar alguna ayuda puntual que los mantuviera encapsulados y bajo control. El horizonte de la eliminación de la pobreza pasó a ser una mera fórmula retórica: más que acabar con ella, al Estado le interesaba gestionarla. Ya no fue la fábrica o el lugar de trabajo el sitio privilegiado por el que pasaba la política social, sino el barrio.
Pero como los planteles de funcionarios y empleados estatales se reducían día a día, las nuevas políticas asistencialistas fueron en general implementadas aprovechando las organizaciones no estatales y las redes informales de autoayuda que ya existían en el mundo popular. No sólo las ONG y las iglesias fueron utilizadas como canal para la asignación y distribución de la asistencia: los militantes sociales y las organizaciones de base también fueron tentados para desempeñar la misma función. En los distritos bajo control de los peronistas, esta estrategia fue particularmente exitosa. Las Unidades Básicas y los referentes locales del movimiento se volcaron masivamente a gestionar en cada barrio los recursos que venían del Estado. Aunque algunos consiguieron resistir este proceso, en pocos años muchos activistas de base vieron transformarse su misión y su papel. La militancia social se fue volviendo cada vez más la gestión de las necesidades puntuales del barrio mediante el acceso a la ayuda estatal. La dependencia respecto del Estado contribuyó a despolitizarla, privándola de la posibilidad de plantarse en antagonismo respecto de los políticos y los gobiernos. Con el tiempo, muchos de los líderes “naturales” de los barrios y referentes de base terminaron convirtiéndose en “mediadores” o “punteros” al servicio de la maquinaria asistencialista del Estado. La contracara de este mismo proceso fue la rápida expansión del clientelismo, es decir, el intercambio de favores personales (aunque financiados por el Estado) por apoyo electoral. Así, un nuevo entramado político fue articulando y comunicando al Estado con el mundo de las clases populares. Este entramado ya no pasaba tanto por los sindicatos o los partidos políticos, ni mucho menos por las leyes o las instituciones estatales, como por las redes de lazos personales, organizadas territorialmente, que vinculaban a cada barrio con políticos o funcionarios locales, y a éstos con el gobierno central. Los límites entre lo estatal, lo privado y lo partidario quedaron de este modo desdibujados (...).
La “privatización” de partes del Estado en los años del neoliberalismo se manifestó de varias maneras. La vida política comenzó a regirse cada vez más por los principios empresariales. Alfonsín fue pionero en este sentido, al utilizar los medios de comunicación y el marketing para promocionar su candidatura en 1983. Desde entonces, se utilizaron cada vez más los “asesores de imagen” y las encuestas de opinión al modo de los estudios de mercado, para “instalar” un candidato, tal como se hacía con la marca de un producto. Pero la privatización de lo político no se restringió a eso. Aunque los principales grupos empresarios siempre habían condicionado fuertemente las políticas estatales, ahora tuvieron una participación directa en el manejo de la cosa pública. En una de sus primeras medidas de gobierno, Menem entregó el Ministerio de Economía a uno de los grupos económicos más poderosos. La sorpresa y regocijo de los más ricos quedó graficada en la declaración que la millonaria Amalia Lacroze de Fortabat hizo en 1989: “Ahora todos los de la clase alta somos peronistas”. En el plano más bajo, en los barrios, como acabamos de señalar, los recursos del Estado fueron canalizados cada vez más a través de redes clientelares en las que los fondos públicos se utilizaban para fines privados. Entre ambos niveles de la política se habilitaron también conexiones inéditas. El pionero en este caso fue el empresario Alberto Pierri, quien, sin haberse dedicado jamás a la política, se aseguró un lugar como candidato a diputado del PJ a cambio de una jugosa contribución monetaria para la campaña de 1985. Aprovechando los recursos que habilitaba su puesto de diputado, se dedicó desde entonces a armarse una red de punteros propia en La Matanza. La agrupación que allí creó se organizó a la manera de una empresa: los militantes fueron rentados y se repartieron cargos públicos sobre la base de la eficiencia de cada cual a la hora de movilizar apoyo político. Con su propio dinero y con los recursos que conseguía a través de su control de la presidencia de la Cámara de Diputados, consiguió comprar la lealtad de una buena cantidad de punteros. Ello le permitió finalmente, en 1991, desplazar al líder peronista que históricamente había gobernado La Matanza, alzándose con el control de la municipalidad. Con el acceso a los fondos del municipio, Pierri expandió su red clientelar y llegó a manejar 480 Unidades Básicas, lo que lo convirtió en uno de los hombres más fuertes del peronismo bonaerense. Su ascenso fue tan veloz y notorio que, desde entonces, varios empresarios aplicaron con éxito la misma receta.
Una forma similar de “privatización” se verificó con la Policía. El hábito de la impunidad que venía del Proceso, el desfinanciamiento de la institución en los años ‘80 y los bajos salarios no hicieron sino acentuar la tentación de usar la autoridad del uniforme para el enriquecimiento personal. Las actividades de “autofinanciamiento” fueron pasando del simple pedido de coimas a quienes desarrollaban actividades ilegales –prostíbulos, desarmaderos, lugares de juego, etc.– a la organización directa de redes delictivas, en particular dedicadas al robo o al tráfico de drogas. Los policías involucrados en ellas se conectaron pronto con autoridades del Poder Judicial y otras del poder político, especialmente en el ámbito local y provincial, de modo de asegurarse la impunidad. Las formas de “recaudación clandestina” alimentaron así no sólo a los policías sino también a algunos fiscales y jueces, convirtiéndose asimismo en una de las fuentes de financiamiento de la política clientelar. Esta “zona gris” en la que funcionarios estatales y el hampa se entrecruzaban, se desarrolló especialmente en las regiones más devastadas por las políticas neoliberales, particularmente en el Gran Buenos Aires y las periferias de otras ciudades marcadas por la pobreza, donde la vulnerabilidad de la población fue terreno propicio para la instalación de puntos de expendio de drogas o para el reclutamiento de personas dispuestas a integrar las bandas delictivas. A comienzos de los años ’90, el gobierno de la provincia de Buenos Aires propuso un pacto con la Policía, por el que les prometía hacer la “vista gorda” frente a sus actividades de autofinanciamiento a cambio de que aseguraran el mantenimiento de niveles aceptables de inseguridad. Desde entonces, la seguridad se volvió prenda de negociación política entre los gobiernos y la Policía. La relativa impunidad así concedida se tradujo en un sostenido aumento en la tasa de letalidad en el uso de la fuerza (es decir, la proporción de civiles muertos por acción policial como porción del total de la población y del total de heridos), cuyas víctimas fueron especialmente personas de clase baja.
Así, extensos segmentos del país –especialmente las zonas urbanas más empobrecidas– se transformaron en lo que un estudioso llamó “regiones neo-feudalizadas”, espacios en los que lo que queda de las organizaciones estatales, devastadas, funcionan como parte de redes de poder privatizadas. Para las clases populares, la ciudadanía perdió allí el significado que pudo haber tenido en otras épocas. En el modelo político que proponía el neoliberalismo ya no existía una dimensión de “ciudadanía social” que involucrara el acceso a derechos básicos garantizados. Para los desempleados o quienes tenían trabajos precarios, los sindicatos ya no ofrecían un canal para incidir colectivamente en la alta política. Los partidos, colonizados por el mundo empresario, mucho menos. Sumidos en la pobreza, los sectores más postergados tampoco podían participar de la vida nacional como consumidores, la manera de “ser parte” que la publicidad presentaba con insistencia creciente. El modelo de ciudadanía política que quedaba en pie para los más pobres era una de muy baja intensidad o directamente la exclusión (es decir, no ser parte, una no-ciudadanía).

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