El Museo Penitenciario, a metro de la Plaza Dorrego.
San Telmo es uno de los barrios turísticos por excelencia de esta querida ciudad. En los últimos diez años florecieron en la zona hostels al por mayor, los precios de la propiedad subieron y ya no es aquel barrio bohemio y barato, aunque algo de eso aflore de tanto en tanto. Los domingos, la zona vive su día de gloria comercial. El tango y el gaucho, el arrabal y la pampa -igualmente míticos- conviven con las antigüedades de tradición europea. Pero siempre hay un hueco entre los estereotipos.
La esquina más cotizada de la feria es la de Humberto 1º y Defensa. Allí, eternos bailarines reproducen al infinito una coreografía tanguera. A media cuadra, al lado de la iglesia de San Pedro Telmo, el visitante entra en otro mundo, un viejo edificio colonial, de las pocas construcciones del siglo XVIII que quedan en la ciudad. Con la bienvenida, un folleto (impreso en azul y gris, los colores de la fuerza) le explica que está en el Museo penitenciario. Es gratis.
Si el visitante tiene buen comportamiento, abrirá el folleto y seguirá el recorrido que propone. Pero, como no hay guardias ni guías, puede hacer lo que quiera: hablar en voz alta, sacar fotos sin restricción alguna y hasta tomar cerveza. Lo primero es informarse: este antiguo colegio jesuita fue, desde fines del siglo XVIII, “Casa de meretrices y mujeres abandonadas”, en 1822 pasó a la órbita estatal y fue, hasta la inauguración del la Penitenciaría Nacional hospicio de enfermos mentales, cárcel de deudores, de menores y asilo correccional de mujeres.
En la sala “De doctrinas y doctrinarios” se puede ver el escritorio que usaba José Ingenieros en el Anexo Psiquiátrico de la Penitenciaría Nacional. Al lado, una foto de Roberto Pettinato (padre) en el primer congreso de las Naciones Unidas sobre el tema. Si pasó de largo, la sala inicial “Actualidad penitenciaria”, paradójicamente lo pondrá al tanto del pasado del edificio: máquinas de coser y prontuarios de las internas.
Si avanza, se encontrará con objetos de lo más variado: un imponente escritorio de madera tallada que fue “regalo” de los presos del penal de Ushuaia al presidente Ortiz (1938-42), unas fantasmales figuras de cerámica que muestran los castigos físicos de la época colonial -y se supone que un poco más en el tiempo también- como el cepo, el garrote vil, etc. La sala “Cárceles emblemáticas” -custodiada por un oficial de cartapesta tamaño natural- exhibe los grilletes que usaban los presos de Ushuaia: “Se los ponían en los pies”, dice un visitante. “¡Qué cruel”, responde su mujer y agrega: “Igual, a algunos les pondría yo… ” En un rincón, se puede ver también la silla de fusilamiento y un cartel a su lado menciona a Simón Radowitzky, Severino Di Giovanni y al general Valle. Se supone que no es esa silla, ni la única silla, si no una silla.
“Con cualquier cosa inventaban…”, la sala “De fabricación casera” suscita más comentarios. Facas varias: “Te lo clavan en un ojo y…”, juegos de naipes dibujados, un zapato con taco hueco, pipas para fumar marihuana, máquinas de tatuar y hasta una escopeta, también “casera”. Es todo “artesanal”, incautado y catalogado por el servicio y observado por los visitantes. Al final del recorrido, del pasillo, de la galería -todas las palabras suenan muy cargadas, a eufemismo-, hay dos celdas recreadas: en la de la cárcel de Caseros, un maniquí se aferra a la reja de su celda, decorada con motivos tumberos poco logrados. La del Cabildo, más amplia, está vacía. Un zumbido eléctrico, -accidental o deliberado- que evoca una máquina de tatuar. Todo puede reproducirse.
Después del paseo, se siente el deseo intenso de salir al patio y descansar un poco, pero no hay dónde sentarse. El espacio está adornado con gigantografías de afiches de Mercedes Sosa: en Japón, en Finlandia…, restos de algún evento. A la salida, el señor de la puerta dice que los domingos visitan el lugar más de mil personas. Llevan la cuenta como en el truco: trazando palitos hasta formar cuadraditos con una diagonal que suma cinco. Así, las personas van pasando y siguen con el paseo: a tomar algo, ver un espectáculo callejero y comprar un souvenir. Y aquí no ha pasado nada.
La esquina más cotizada de la feria es la de Humberto 1º y Defensa. Allí, eternos bailarines reproducen al infinito una coreografía tanguera. A media cuadra, al lado de la iglesia de San Pedro Telmo, el visitante entra en otro mundo, un viejo edificio colonial, de las pocas construcciones del siglo XVIII que quedan en la ciudad. Con la bienvenida, un folleto (impreso en azul y gris, los colores de la fuerza) le explica que está en el Museo penitenciario. Es gratis.
Si el visitante tiene buen comportamiento, abrirá el folleto y seguirá el recorrido que propone. Pero, como no hay guardias ni guías, puede hacer lo que quiera: hablar en voz alta, sacar fotos sin restricción alguna y hasta tomar cerveza. Lo primero es informarse: este antiguo colegio jesuita fue, desde fines del siglo XVIII, “Casa de meretrices y mujeres abandonadas”, en 1822 pasó a la órbita estatal y fue, hasta la inauguración del la Penitenciaría Nacional hospicio de enfermos mentales, cárcel de deudores, de menores y asilo correccional de mujeres.
En la sala “De doctrinas y doctrinarios” se puede ver el escritorio que usaba José Ingenieros en el Anexo Psiquiátrico de la Penitenciaría Nacional. Al lado, una foto de Roberto Pettinato (padre) en el primer congreso de las Naciones Unidas sobre el tema. Si pasó de largo, la sala inicial “Actualidad penitenciaria”, paradójicamente lo pondrá al tanto del pasado del edificio: máquinas de coser y prontuarios de las internas.
Si avanza, se encontrará con objetos de lo más variado: un imponente escritorio de madera tallada que fue “regalo” de los presos del penal de Ushuaia al presidente Ortiz (1938-42), unas fantasmales figuras de cerámica que muestran los castigos físicos de la época colonial -y se supone que un poco más en el tiempo también- como el cepo, el garrote vil, etc. La sala “Cárceles emblemáticas” -custodiada por un oficial de cartapesta tamaño natural- exhibe los grilletes que usaban los presos de Ushuaia: “Se los ponían en los pies”, dice un visitante. “¡Qué cruel”, responde su mujer y agrega: “Igual, a algunos les pondría yo… ” En un rincón, se puede ver también la silla de fusilamiento y un cartel a su lado menciona a Simón Radowitzky, Severino Di Giovanni y al general Valle. Se supone que no es esa silla, ni la única silla, si no una silla.
“Con cualquier cosa inventaban…”, la sala “De fabricación casera” suscita más comentarios. Facas varias: “Te lo clavan en un ojo y…”, juegos de naipes dibujados, un zapato con taco hueco, pipas para fumar marihuana, máquinas de tatuar y hasta una escopeta, también “casera”. Es todo “artesanal”, incautado y catalogado por el servicio y observado por los visitantes. Al final del recorrido, del pasillo, de la galería -todas las palabras suenan muy cargadas, a eufemismo-, hay dos celdas recreadas: en la de la cárcel de Caseros, un maniquí se aferra a la reja de su celda, decorada con motivos tumberos poco logrados. La del Cabildo, más amplia, está vacía. Un zumbido eléctrico, -accidental o deliberado- que evoca una máquina de tatuar. Todo puede reproducirse.
Después del paseo, se siente el deseo intenso de salir al patio y descansar un poco, pero no hay dónde sentarse. El espacio está adornado con gigantografías de afiches de Mercedes Sosa: en Japón, en Finlandia…, restos de algún evento. A la salida, el señor de la puerta dice que los domingos visitan el lugar más de mil personas. Llevan la cuenta como en el truco: trazando palitos hasta formar cuadraditos con una diagonal que suma cinco. Así, las personas van pasando y siguen con el paseo: a tomar algo, ver un espectáculo callejero y comprar un souvenir. Y aquí no ha pasado nada.
Humberto 1º 378. Jueves a domingos de 14 a 18 horas. Entrada libre.
Fuente: Diario Z
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