No es fácil dar respuesta a la pregunta hacia dónde va la Iglesia. Especialmente porque se entremezclan expectativas realistas con sueños y deseos.
Por Eduardo de la Serna.
El mensaje final del reciente Sínodo de Obispos afirma: "Estamos convencidos de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él"(nº5). La Iglesia ya no es atractiva, ni renovada. Pero, ¿desde qué momento?, ¿hay responsables?, ¿por qué no lo es? Muchos tenderán –¡y tienden!– a pensar que la Iglesia tiene la luz de la verdad, es el mundo perverso el que no la reconoce, y por eso no resplandece: porque no la dejan. Otros –en cambio- pensamos en la Iglesia como una rara avis que pasa de la primavera del Vaticano II al invierno de los últimos papas. Ha dejado atrás el Concilio Vaticano II, negado Medellín y Puebla, tiempos en que brillaban obispos como Helder Cámara, Evaristo Arns, Samuel Ruiz, Oscar Romero, Enrique Angelelli –por aludir sólo a obispos– que mostraban un rostro de la Iglesia atractivo y resplandeciente; perseguidos también (incluso por Roma), pero que daban respuestas desde el Espíritu a los desafíos de nuestro tiempo y los clamores de los pobres. Una Iglesia que ha remplazado esos rostros por los de apañadores de pederastas, amantes de palacios y cercanía al poder, abandono de la Iglesia de los pobres, olvido de la sencillez evangélica, obispos del Opus Dei, Comunión y Liberación y hasta Heraldos del Evangelio... difícilmente pueda resplandecer ante la humanidad con ese rostro que no es atractivo para nadie salvo para amantes del poder y del dinero. Y –además– una Iglesia tan eurocéntrica, que difícilmente vaya hacia el Tercer Mundo, al que ignora, desprecia y hasta demoniza.
Muchos esperan que la Iglesia del futuro dé respuestas a temas que importan en Europa (que son los que más trascienden en los Medios, que se gestan allí); yo pretendo que de ello se preocupen los cristianos europeos; en lo personal espero una Iglesia que siga las huellas de Jesús, que vino "a anunciar buenas noticias a los pobres", que deja su huella porque "pasa haciendo el bien", que no tema levantar su voz –nada diplomática–denunciando todo lo que se opone al Reino de Dios, que es de justicia y de paz, de vida digna y esperanza (convengamos que en el mundo de hoy de guerras, opresiones, ajustes, injusticias, mentiras de voces hegemónicas, violencias y torturas, Dios no reina… y no se escuchan voces episcopales que lo reclamen). Sueño una Iglesia del Tercer Mundo (y no de Europa, como la que gestó el Papa renunciante ya desde el nombre escogido), una Iglesia pobre y de los pobres, una Iglesia de hermanos y hermanas, sin títulos nobiliarios (como Papa) y ornamentos reales, de pies en el barro más que papamóviles blindados. Y sueño que hacia allí se dirija la Iglesia y que escojan al obispo de Roma con esas perspectivas y propuestas. Sueño, pero debo confesar que no tengo demasiadas esperanzas.
Fuente: Tiempo Argentino
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