Un testimonio sobre los crímenes en la ESMA. Ana María Cacabelos cuenta la historia de su hermana y cuñado asesinados, y la desaparición de otros dos hermanos. El recuerdo de la militancia y el diálogo con Néstor Kirchner.
Por Gabriela Juvenal
El amor más grande que uno puede tener es dar la vida por sus amigos. Juan 15 (13). Hasta la victoria, siempre”. Eran las palabras que se leían en la tarjeta de invitación al casamiento de Edgardo de Jesús Salcedo y Esperanza María Cacabelos para el 27 de octubre de 1973. Hacía meses estaban enamorados y hacía años que habían jurado entrega, amor y pasión por un proyecto de país por el que la gran mayoría de los jóvenes de entonces soñaba. Aquel día en que contrajeron matrimonio nadie lo olvidaría. “El Edgardo y la Esperanza son soldados de Perón/ los gorilas tienen miedo/ tienen miedo al paredón”, cantaba con euforia una multitud en la puerta de la Parroquia Nuestra Señora de la Guardia de Florida del Padre Poli. La marcha peronista, religiosamente, resonaba una y otra vez. Era el clima de época. Hacía 15 días que Juan Domingo Perón había asumido su tercera presidencia.
La inolvidable primavera camporista había pasado y tras el último retorno de Perón la pareja se había arrimado hacía la izquierda peronista. En 1974, al año de casada, Esperanza daba a luz a su hijo Gerardo Ernesto (por Burgos y el Che Guevara). Y poco después, ya bajo la sombra de los militares, su vida se había tornado riesgosa. No por ello renunciarían a su actividad política. Y se quedaron. Su último espacio político había estado canalizado en Montoneros. La dictadura, que ya se había llevado a un puñado de compañeros, ahora iba por ellos. A las 22.40 del 12 de julio de 1976, el grupo de tareas 3.3.2. de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) junto a fuerzas policiales tiró abajo la puerta de su departamento del piso 11 de Avenida Santa Fe y Fray Justo Santa María de Oro, en Palermo. Estaban junto a su hijo de apenas 2 años, que sobrevivió. Lo habían escondido envuelto en una frazada en la bañadera, y el destino quiso que no fuera apropiado. A ellos los mataron a los tiros. La misma suerte correría gran parte de su familia. Cecilia y José, hermanos de Esperanza, fueron vistos también en la ESMA. Hasta hoy, están desaparecidos. Ana María logró sobrevivir de allí. Y hoy puede contar esta historia.
A 37 años, Ana María Cacabelos declaró en la causa unificada por los crímenes cometidos en la ex ESMA que lleva el Tribunal Oral Federal 5, en donde están citados 900 testigos por 789 casos y que tiene en el banquillo a 67 represores. Lo hizo por su detención, por el asesinato de su hermana y cuñado y por la desaparición de otros dos hermanos.
Cristianismo y revolución. José Cacabelos Muñiz y Esperanza de la Flor, un matrimonio que desde los años ´40 estuvo alineado con la Acción Católica y en donde llegaron a ser dirigentes, vivían sobre la ruta 8 y calle Cuba, en el partido de San Martín. Eran dueños de esa casa que habían obtenido gracias al plan de viviendas de Eva Perón. El primer peronismo no era ajeno a su fervor militante respecto de sus preceptos cristianos. Esto no sería igual, años después, cuando el enfrentamiento con la Iglesia ya no tenía retorno.
Su primera hija, Esperanza, había nacido el 14 de marzo de 1949. Luego llegarían cuatro más: Cristina, Ana María, José y Cecilia. Por cuestiones laborales del padre, la familia se mudó a Córdoba, en donde Esperanza terminó el secundario. Poco antes del Cordobazo, volverían; y Pachi, como le decían a ella, estudió en El Salvador el profesorado de Historia. Amaba la lectura y la política; ergo, de allí su compromiso social. Paralelamente, se sumó a un grupo jesuita vinculado con el movimiento tercermundista. Por caso, su referente había sido el cura villero José Pichi Meisegeier, conocido por su trabajo en Saldías y luego en Cristo Obrero, la iglesia de la villa 31 en donde vivió por 20 años hasta los ´80, en reemplazo del padre Carlos Mugica, que había sido asesinado en 1974 por la Triple A. La confianza era tal que había sido él quien la casaría poco después. Ella fue una de las que viajó con el grupo de Pichi a Entre Ríos, donde convivió en 1972 junto a los marginados trabajadores hacheros de quienes bien conocía todas sus luchas. Maestra en la primaria y profesora en todas las divisiones del Instituto Ceferino Namuncurá de Florida –escuela en la que también hubo varios pibes secuestrados– era “una joyita”. Así la consideran sus ex alumnos.
En 1972, durante la dictadura de Lanusse, Pachi se incorporó a Montoneros junto a Edgardo, quien luego sería su marido. Aquel muchacho que la había conquistado por su trayectoria militante y su trabajo en las villas había vivido su infancia junto a sus nueve hermanos en el seno de una familia de clase obrera.
Luego de haber estudiado Derecho e Historia en la UBA, su militancia había crecido por demás. En 1966 fue uno de los argentinos que llegó en un avión de Aerolíneas que desviaron hacia las Islas Malvinas, que se plantó e izó la bandera. Se trató del “Operativo Cóndor”, el mismo que recientemente la presidenta Cristina Fernández homenajeó con una vitrina en el Senado. Esa incursión le había costado la prisión por orden del entonces presidente de facto Juan Carlos Onganía. Delegado del gremio telefónico, uno de los más fuertes en la década setentista, Salcedo venía del Tacuara, tenía amistad con Carlos Dasso, con quien se formó con referentes como Hernández Arregui y William Cooke; y terminó en la JTP.
Un regreso. Tras 17 años de exilio, el 17 de noviembre de 1972 era la vuelta no concretada de Perón. Bajo la lluvia, Esperanza y Edgardo, recién de novios, habían marchado. Luego, una seguidilla de hechos no haría más que hacerlos sentir que la revolución era cuestión de segundos. Y que ninguno de ellos era ajeno a la cuestión.
Cristina era la hermana que seguía; luego estaban Ana María y José Antonio, el único hombre de la familia y anteúltimo. También alumno del Ceferino, terminado su segundo año, el rector Norberto Salmerón lo invitó a buscar otro colegio. Le dijo que no le iba a renovar vacante sin mucha explicación. O, más bien, con muchas. José –“Jopo” para los amigos por sus rulos y peinados raros– había organizado el centro de estudiantes que nunca había tenido aquella escuela. No era poca cosa. José finalmente terminó el secundario en el La Salle. En su casa, hablaba mucho de política con Cecilia, la menor, que iba a la misma escuela. Sin desatender sus compromisos militantes, ella no dejaba de tejer al crochet, ni de cocinar y escribir. Nacida el 25 de noviembre de 1958, tenía 15 cuando, durante un recreo, en su tercer año una amiga la sorprendería leyendo “La razón de mi vida”. No bien la descubrió, escondió el libro y cambió de tema. La chica de aspecto menudo, pecas y mirada profunda, un tanto tímida e irónica, por más que quisiese no pasaba desapercibida.
El 20 de julio Perón regresaba para quedarse. Ana María, que no estaba encuadrada en un grupo, también marchó. Y José, que había pasado por Guardia de Hierro, desde entonces haría un giro a la Tendencia que se cristalizaría después de la tragedia que enfrentó a la militancia peronista. Ninguno pudo llegar a Ezeiza. Ana no lo olvida. Los disturbios, luego la muerte de Perón y las cacerías de la Triple A, habían sido una clara razón para que los hermanos se arrimaran hacía la izquierda peronista. Y así llegó la noche negra de la dictadura.
En ese contexto, los padres de los Cacabelos, si bien habían respirado política desde temprano, no asimilaban con naturalidad la causa de sus hijos. Tal vez imaginaban lo que se venía.
A José lo secuestraron en la noche del 7 de junio de 1976 en la avenida Mitre e Hipólito Yrigoyen, en Florida. Tenía una cita a la que nunca llegó. Consta que estuvo en la ESMA. Y que en ese infierno, el 30 de septiembre de 1976, cumplió sus 19 años de edad.
El 11 de octubre Cecilia fue secuestrada junto a Ana María. Estaban en el bar de Corrientes y Dorrego que se llamaba San Martín. Engañadas, el grupo de tareas se las había llevado encapuchadas hacia la ESMA. Desde ese gran centro clandestino, a Ana la obligaron a llamar a sus padres y decir que estaba con amigas.
Como se dijo, Esperanza y Edgardo fueron asesinados en su hogar. El empeño por la enseñanza y el sacrificio por los humildes, al parecer, simbolizaban un peligro para la seguridad nacional. Lo mismo se consideró de Cecilia y José, que aún están desaparecidos; y de Ana María que hoy cuenta esta historia.
Entre los responsables, además de los ya condenados y los que lo serán, resalta Jorge el Tigre Acosta, que en 2011, en la segunda etapa del juicio, consintió haber estado a cargo del operativo que tiró con saña a Edgardo y Esperanza.
Promesas de un pingüino. “Señor Presidente, yo también formo parte de una generación diezmada. Soy hermana de dos desaparecidos que la ESMA se tragó: José Antonio y Cecilia Inés. Soy hermana y cuñada de Esperanza y Edgardo, muertos durante un procedimiento en un departamento de Palermo. Soy tía de Gerardo, su hijo, huérfano desde sus escasos dos años. Soy, en fin, sobreviviente de la historia más oscura y nefasta que el país haya vivido y de las consecuencias que nos trajo.” Así comenzaba la carta que le había enviado Ana María Cacabelos al entonces presidente Néstor Kirchner, con la esperanza de que fuera recibida y la certeza de que fuera leída. Nada más.
Corría la noche del jueves 25 de marzo de 2004. Anita, como la llaman, ya había terminado de cenar. Tomaba un café junto a su marido y sus dos hijas, Paula y Cecilia. De pronto, se oyó el teléfono. Una cálida voz de mujer preguntaba entonces por ella. Había atendido Paula, ahora de 27. En medio de un bullicio, la mujer decía:
–Dígale que el Presidente quiere hablarle.
Cuestión de segundos, Poly, como le dicen, creyó que se trataba de una broma. Pocas palabras para que, con un suspiro y una sonrisa un tanto tímida, procediera:
-Mamá… –y guardó silencio por un instante. Siguió:
-Es Kirchner –soltó.
Anita, que tiene 58 años, quedó tumefacta. Se paralizó, sonrió, bromeó. Fue así que no bien tomó el teléfono, se puso de pie. Y, con apenas un hilo de voz, sólo atinó a decir: “Hola”.
Era el Presidente. Kirchner seguía hablando detrás del tubo. Le decía que no era sólo un presidente, sino un compañero. Que estaba emocionado, que admiraba su fuerza. Y sus palabras concluyeron con una firme promesa: “Confíe en mí, Ana. Habrá justicia y celebraremos todos”.
Ana sabe que lo imposible sólo tarda un poco más. Hoy espera la condena. Y, de esta forma, poder cerrar un pedacito de todas esas heridas que la larga noche de la dictadura quiso dejar para siempre.
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