El fragmento inicial del libro de Alejandro Horowicz: Las dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional.
Cómo organizar una historia estructural del golpe de Estado? ¿Debemos leer en esa serie de crujidos sistémicos tan solo una gramática del independentismo militar? Una suerte de parche entre un orden político incumplible y una legalidad constitucional imposible, habida cuenta su falta de vigencia y continuidad en el tiempo.
En todo caso, ¿qué relación existe entre una cosa –orden político– y la otra –golpe militar–? ¿O sólo se trata de un conjunto de episodios inconexos con un cierto modus operandi común? Para enhebrar esta seguidilla de preguntas surge otra: ¿cuán común es el modus golpista?
Antes de responder conviene constatar lo obvio: entre 1930 y 1976 se produjeron los únicos golpes exitosos (entendiendo por golpe el acceso de las Fuerzas Armadas al control del aparato del Estado, bajo métodos extraparlamentarios que culminan con un acto de fuerza controlada); por fuera de esas fechas fracasaron. Sin olvidar que ambos topes coinciden con un ciclo histórico nacional completo.
Dos enfoques opuestos permiten acercarse al problema: en uno se trata de episodios de anomia social –desajustes sistémicos– que deben ser corregidos mediante una nueva cultura política de la sociedad civil. Esta aproximación tuvo en el pasado reciente un exponente clásico: Raúl Alfonsín en la pluma de Juan Carlos Portantiero. Debemos admitir que este extendido abordaje continúa a través de múltiples expositores académicos. En el otro, la siguiente hipótesis nos permite calar el problema: una política de clase dominante que aplicada en ciertas condiciones históricas ¿permite? remontar la crisis que el capitalismo dependiente impone al bloque hegemónico, y a la sociedad en su conjunto. El problema, entonces, requiere saber cuáles son –¿en qué consisten?– las mentadas condiciones, y cómo afectan el recorrido y la resolución de la crisis.
Desde la perspectiva académica tradicional para los investigadores de historia política argentina el núcleo a observar se diluye en el campo cultural, desde la otra se trata de organizar un abordaje estructural. Esto es, una sistematización que permita dar cuenta de la naturaleza del problema, sin ignorar que alimenta una cierta cultura política que retroalimenta su propia producción de sentido.
La serie a pensar contiene los siguientes episodios: 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Una primera lectura permite constatar que la puesta en escena de cada golpe no es idéntica. El de 1930 contuvo una intervención militar mínima –sólo los cadetes del Liceo– al tiempo que la participación de los partidos de oposición a la UCR resultó decisiva; en 1943, por el contrario, los partidos no jugaron inicialmente ningún papel protagónico, y las Fuerzas Armadas casi actuaron por su cuenta, con cierta independencia. En 1955, una aguda crisis política se transformó en militar, y la militar en golpe programático –la Revolución Libertadora– donde los partidos de oposición cogobernaban con el cuadro de oficiales. Tanto que los golpes de 1962 y 1966 pueden inteligirse como corolarios obligados de 1955, y así se explica que los oficiales superiores deliberaran semi públicamente, dejando las logias definitivamente atrás. Con una sola condición: no se podía conservar mando de tropa, integrar el cuadro de oficiales, y ser peronista. Ese era un límite de clase negativo.
La deliberación construyó, cristalizó, transformó alineamientos relativamente fluidos en estables al interior del Ejército –azules y colorados– y el diferendo se saldó, por primera vez, con una costosa victoria azul en 1962, y la caída de Arturo Frondizi.
El punto merece alguna explicación, ya que victoria azul y continuidad desarrollista parecieran ir de la mano. Y esto será así en tanto desdibujada continuidad del programa de gobierno, de los instrumentos para afianzar la dirección frondizista. El diferendo, en cambio, remite a las condiciones de exclusión del peronismo. Para Frondizi era posible aceptar el peronismo sin Perón; para los azules la negociación con el peronismo suponía que Perón y el peronismo se avenían pacíficamente a las condiciones de la Libertadora.
Como esto encalló con la realidad pasaron del peronismo sin Perón al desarrollismo sin Frondizi. Era una ilusión trivial, y lo comprobaron con Arturo Humberto Illia.
En cambio, tanto el de 1966 como el de 1976 resultaron golpes cuarteleros en que la intervención de los partidos determinó muy indirectamente su orientación. Y el de 1976 terminó definitivamente con azules y colorados, mediante una aplastante victoria colorada. Ergo, la identificación de un modus operandi común –salvo en el sentido excesivamente amplio de la definición operativa– no parece muy halagüeña.
El golpe del año treinta desalojó al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen del poder, el de 1943 evitó la victoria electoral fraudulenta de Robustiano Patrón Costas, sin incluir solución parlamentaria directa. En 1955, derrocaron al gobierno constitucional del general Perón; tanto en 1962 como en 1966 el golpe tuvo un solo objeto: impedir el triunfo electoral del peronismo.
Y el de 1976 se ejecutó bajo la pancarta de evitar el triunfo de la guerrilla revolucionaria. Dicho epigramáticamente: dos golpes se hicieron contra presidentes de legalidad perfecta (Yrigoyen y Perón), tres para evitar un resultado electoral (1943, 1962 y 1966), y uno para instalar una dictadura burguesa terrorista unificada, iniciando así un nuevo ciclo de la historia nacional de muy relativa estabilidad institucional, pero sin golpes de Estado. Si se tiene en cuenta que los dos presidentes de legalidad perfecta son al mismo tiempo los líderes fundadores de su respectiva fuerza, y que se trata de los dos partidos de tradición popular mayoritaria, va de suyo que existe una relación entre golpe y el sistema político. Dicho de otra manera: el golpe de Estado –en términos funcionales– corregía los efectos “indeseados” de la ley Sáenz Peña, era un instrumento político legítimo –desde la perspectiva del bloque de clases dominantes– de ese ciclo histórico.
Entre 1880 y 1976 los ciudadanos votaron según las garantías de la Constitución en las siguientes oportunidades: 1916, 1922, 1928, 1946, 1951 y 1973. De modo que la democracia representativa a lo largo de una centuria está asociada a tres nombres propios: Yrigoyen, Alvear y Perón. Si se añade que dos de los tres presidentes soportaron golpes de Estado en su segundo mandato, sin olvidar que Alvear fue proscrito en 1931, se entiende que la pancarta de la democracia representativa quede asociada a yrigoyenismo y peronismo.
Una sencilla contabilidad política permite establecer que en el período considerado la presidencia cambió de manos en 32 oportunidades. Una regla de tres simple alcanza para saber que en 96 años, de respetarse el lapso constitucional para la rotación del cargo, el número de presidentes debía ascender a 16. La duplicación de esa cifra evidencia un sistema político de muy baja aptitud para el respeto de sus propias reglas. En todo caso, las reglas establecidas en el texto constitucional difieren con las efectivamente practicadas. La afirmación cobra pleno sentido entre 1930 y 1976; en 46 años, 20 presidentes se alternaron en el cargo y 12 fueron militares. Con un agregado: el número de presidentes debía ascender a ocho, y al octavo mandato todavía le debían faltar dos años para concluir. Si se contrastan los 96 años –medición completa– con los 46 de nuestro estudio, se verifica una tendencia a incrementar la velocidad de rotación en el cargo presidencial. Y si el análisis se focaliza en los ministros de Economía, el tiempo vuelve a acelerarse. Dicho de un tirón: la sociedad argentina nunca fue gobernada bajo los métodos representativos y republicanos de la Carta Magna. Es que debajo de esa Constitución parlante rige una muda, rosista, mal emparentada con la tradición democrática. Esto no impide afirmar a un afamado historiador profesional lo que sigue: “La democracia constituye nuestra auténtica y perdurable tradición política, no tenemos otra; el hecho es tan notorio y tan característico del proceso americano que basta enunciarlo –como punto de partida– para estar eximido de la prueba. La democracia fue el signo bajo el cual surgieron a la vida independiente los países americanos; era la llamarada que incendiaba a Europa desde fines del siglo XVIII y siguió brillando pese a la férrea resistencia que le opusieron las fuerzas políticas constituidas”.
La afirmación no puede sino dejarnos perplejos. En primer lugar, por la curiosa enunciación (“estar eximido de prueba”) ya que si algo no se admite en ciencias sociales es precisamente tal eximición. Y en segundo término –como sobradamente demostramos unas pocas líneas más arriba–, la postura de José Luis Romero no resiste verificación alguna. Con un añadido: “La llamarada que incendiaba Europa”, la revolución burguesa, tampoco abrió el ciclo democrático, sino más bien burgués en un sentido muy amplio. Ese es el punto: como no resiste verificación, está eximida de prueba. Y contra esa mítica democracia fundada en 1810 se contrastan los gobiernos reales. El método tiene una ventaja edificante: se puede ser tan impiadoso como se quiera contra el gobierno sometido a este modelo de crítica. Entonces, la justificación del golpe va de suyo.
Dicho brutalmente: es la tesis analítica central –en el terreno discursivo del liberalismo histórico– de toda política articulada en la quiebra del orden legal, en la configuración del Estado de excepción que permita recuperar –más adelante– la mítica democracia revolucionaria conculcada.
En todo caso, ¿qué relación existe entre una cosa –orden político– y la otra –golpe militar–? ¿O sólo se trata de un conjunto de episodios inconexos con un cierto modus operandi común? Para enhebrar esta seguidilla de preguntas surge otra: ¿cuán común es el modus golpista?
Antes de responder conviene constatar lo obvio: entre 1930 y 1976 se produjeron los únicos golpes exitosos (entendiendo por golpe el acceso de las Fuerzas Armadas al control del aparato del Estado, bajo métodos extraparlamentarios que culminan con un acto de fuerza controlada); por fuera de esas fechas fracasaron. Sin olvidar que ambos topes coinciden con un ciclo histórico nacional completo.
Dos enfoques opuestos permiten acercarse al problema: en uno se trata de episodios de anomia social –desajustes sistémicos– que deben ser corregidos mediante una nueva cultura política de la sociedad civil. Esta aproximación tuvo en el pasado reciente un exponente clásico: Raúl Alfonsín en la pluma de Juan Carlos Portantiero. Debemos admitir que este extendido abordaje continúa a través de múltiples expositores académicos. En el otro, la siguiente hipótesis nos permite calar el problema: una política de clase dominante que aplicada en ciertas condiciones históricas ¿permite? remontar la crisis que el capitalismo dependiente impone al bloque hegemónico, y a la sociedad en su conjunto. El problema, entonces, requiere saber cuáles son –¿en qué consisten?– las mentadas condiciones, y cómo afectan el recorrido y la resolución de la crisis.
Desde la perspectiva académica tradicional para los investigadores de historia política argentina el núcleo a observar se diluye en el campo cultural, desde la otra se trata de organizar un abordaje estructural. Esto es, una sistematización que permita dar cuenta de la naturaleza del problema, sin ignorar que alimenta una cierta cultura política que retroalimenta su propia producción de sentido.
La serie a pensar contiene los siguientes episodios: 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Una primera lectura permite constatar que la puesta en escena de cada golpe no es idéntica. El de 1930 contuvo una intervención militar mínima –sólo los cadetes del Liceo– al tiempo que la participación de los partidos de oposición a la UCR resultó decisiva; en 1943, por el contrario, los partidos no jugaron inicialmente ningún papel protagónico, y las Fuerzas Armadas casi actuaron por su cuenta, con cierta independencia. En 1955, una aguda crisis política se transformó en militar, y la militar en golpe programático –la Revolución Libertadora– donde los partidos de oposición cogobernaban con el cuadro de oficiales. Tanto que los golpes de 1962 y 1966 pueden inteligirse como corolarios obligados de 1955, y así se explica que los oficiales superiores deliberaran semi públicamente, dejando las logias definitivamente atrás. Con una sola condición: no se podía conservar mando de tropa, integrar el cuadro de oficiales, y ser peronista. Ese era un límite de clase negativo.
La deliberación construyó, cristalizó, transformó alineamientos relativamente fluidos en estables al interior del Ejército –azules y colorados– y el diferendo se saldó, por primera vez, con una costosa victoria azul en 1962, y la caída de Arturo Frondizi.
El punto merece alguna explicación, ya que victoria azul y continuidad desarrollista parecieran ir de la mano. Y esto será así en tanto desdibujada continuidad del programa de gobierno, de los instrumentos para afianzar la dirección frondizista. El diferendo, en cambio, remite a las condiciones de exclusión del peronismo. Para Frondizi era posible aceptar el peronismo sin Perón; para los azules la negociación con el peronismo suponía que Perón y el peronismo se avenían pacíficamente a las condiciones de la Libertadora.
Como esto encalló con la realidad pasaron del peronismo sin Perón al desarrollismo sin Frondizi. Era una ilusión trivial, y lo comprobaron con Arturo Humberto Illia.
En cambio, tanto el de 1966 como el de 1976 resultaron golpes cuarteleros en que la intervención de los partidos determinó muy indirectamente su orientación. Y el de 1976 terminó definitivamente con azules y colorados, mediante una aplastante victoria colorada. Ergo, la identificación de un modus operandi común –salvo en el sentido excesivamente amplio de la definición operativa– no parece muy halagüeña.
El golpe del año treinta desalojó al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen del poder, el de 1943 evitó la victoria electoral fraudulenta de Robustiano Patrón Costas, sin incluir solución parlamentaria directa. En 1955, derrocaron al gobierno constitucional del general Perón; tanto en 1962 como en 1966 el golpe tuvo un solo objeto: impedir el triunfo electoral del peronismo.
Y el de 1976 se ejecutó bajo la pancarta de evitar el triunfo de la guerrilla revolucionaria. Dicho epigramáticamente: dos golpes se hicieron contra presidentes de legalidad perfecta (Yrigoyen y Perón), tres para evitar un resultado electoral (1943, 1962 y 1966), y uno para instalar una dictadura burguesa terrorista unificada, iniciando así un nuevo ciclo de la historia nacional de muy relativa estabilidad institucional, pero sin golpes de Estado. Si se tiene en cuenta que los dos presidentes de legalidad perfecta son al mismo tiempo los líderes fundadores de su respectiva fuerza, y que se trata de los dos partidos de tradición popular mayoritaria, va de suyo que existe una relación entre golpe y el sistema político. Dicho de otra manera: el golpe de Estado –en términos funcionales– corregía los efectos “indeseados” de la ley Sáenz Peña, era un instrumento político legítimo –desde la perspectiva del bloque de clases dominantes– de ese ciclo histórico.
Entre 1880 y 1976 los ciudadanos votaron según las garantías de la Constitución en las siguientes oportunidades: 1916, 1922, 1928, 1946, 1951 y 1973. De modo que la democracia representativa a lo largo de una centuria está asociada a tres nombres propios: Yrigoyen, Alvear y Perón. Si se añade que dos de los tres presidentes soportaron golpes de Estado en su segundo mandato, sin olvidar que Alvear fue proscrito en 1931, se entiende que la pancarta de la democracia representativa quede asociada a yrigoyenismo y peronismo.
Una sencilla contabilidad política permite establecer que en el período considerado la presidencia cambió de manos en 32 oportunidades. Una regla de tres simple alcanza para saber que en 96 años, de respetarse el lapso constitucional para la rotación del cargo, el número de presidentes debía ascender a 16. La duplicación de esa cifra evidencia un sistema político de muy baja aptitud para el respeto de sus propias reglas. En todo caso, las reglas establecidas en el texto constitucional difieren con las efectivamente practicadas. La afirmación cobra pleno sentido entre 1930 y 1976; en 46 años, 20 presidentes se alternaron en el cargo y 12 fueron militares. Con un agregado: el número de presidentes debía ascender a ocho, y al octavo mandato todavía le debían faltar dos años para concluir. Si se contrastan los 96 años –medición completa– con los 46 de nuestro estudio, se verifica una tendencia a incrementar la velocidad de rotación en el cargo presidencial. Y si el análisis se focaliza en los ministros de Economía, el tiempo vuelve a acelerarse. Dicho de un tirón: la sociedad argentina nunca fue gobernada bajo los métodos representativos y republicanos de la Carta Magna. Es que debajo de esa Constitución parlante rige una muda, rosista, mal emparentada con la tradición democrática. Esto no impide afirmar a un afamado historiador profesional lo que sigue: “La democracia constituye nuestra auténtica y perdurable tradición política, no tenemos otra; el hecho es tan notorio y tan característico del proceso americano que basta enunciarlo –como punto de partida– para estar eximido de la prueba. La democracia fue el signo bajo el cual surgieron a la vida independiente los países americanos; era la llamarada que incendiaba a Europa desde fines del siglo XVIII y siguió brillando pese a la férrea resistencia que le opusieron las fuerzas políticas constituidas”.
La afirmación no puede sino dejarnos perplejos. En primer lugar, por la curiosa enunciación (“estar eximido de prueba”) ya que si algo no se admite en ciencias sociales es precisamente tal eximición. Y en segundo término –como sobradamente demostramos unas pocas líneas más arriba–, la postura de José Luis Romero no resiste verificación alguna. Con un añadido: “La llamarada que incendiaba Europa”, la revolución burguesa, tampoco abrió el ciclo democrático, sino más bien burgués en un sentido muy amplio. Ese es el punto: como no resiste verificación, está eximida de prueba. Y contra esa mítica democracia fundada en 1810 se contrastan los gobiernos reales. El método tiene una ventaja edificante: se puede ser tan impiadoso como se quiera contra el gobierno sometido a este modelo de crítica. Entonces, la justificación del golpe va de suyo.
Dicho brutalmente: es la tesis analítica central –en el terreno discursivo del liberalismo histórico– de toda política articulada en la quiebra del orden legal, en la configuración del Estado de excepción que permita recuperar –más adelante– la mítica democracia revolucionaria conculcada.
Fuente: Miradas al Sur
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