La historia de las Canciones de ronda. Letras que todos aprendimos de memoria mientras jugábamos en el patio, pero de las que se desconoce todo lo demás. Misterios para develar.
Por Luis Mazas
Las tardecitas de Buenos Aires se ponen densas en otoño. A la hora pico, conseguir un asiento en el bondi es una lotería con premio consuelo. Ignorar la barriga tibia que nos arrima el señor de pie a nuestro lado suma experiencia religiosa. De todos los males del transporte público, ése es el menor. En el asiento de adelante, asomado peligrosamente por la ventanilla (pero no lo suficiente), el nene de delantalito babeado canta con voz de cuchillo que ralla vidrio: “Mambrú se fue a la guerra / chiribín, chiribín, chin chín”. Hace un bis en sin-fin, con variaciones. “¡Chiribinchiribinchinchín”! (sin puntos ni comas; y va nuevo). A los chinos esa perforación del hueso martillo del oído medio, se les escapó por un pelo. Casi todos los niñitos llevan adjunta una mamá, cuando no una abuela. Con suerte, hasta un papá. En este caso, lleva anexa una chica ya no tan chica, fijada en la última etapa de los auriculares para mp3. ¡Es maravilloso como se aísla de la realidad! El oído interno de la señora va saturado por una canción (creer o reventar) del ex grupo local Mambrú. El verso “no siempre digo basta / me cansa decir bastaaa”, trinado por el grupo pop obstruye el grito pelado del pibe que amenaza con acabar no sólo con nuestra paciencia actual: con el tiempo devendrá estrella de rocanrol. “¿Má, quién es Mambrú?”, pregunta el niñito. La duda me alcanza mientras toco el timbre al chofer. ¡Paren el mundo, que quiero bajarme… en Scalabrini Ortiz y Santa Fe! Uno se obsesiona por cualquier cosa hoy. Es el precio de la neurosis general. ¿¡Quién es Mambrú, por favor!? Sé que se fue a la guerra; pero, ¿qué le hicimos para que se fuera?, ¿por qué no vuelve más? “¡Ah ah áh, ah ah áh!, Mambrú no vuelve más…”
Antes, cuando había tiempo, se perdía mucho, mucho, buscando en la Enciclopedia Británica del estante de arriba. Ahora se pierde navegando sobre la pantalla táctil de la notebook. Copio el resultado del motor de búsqueda: “Mambrú se fue a la guerra” es la versión en español –en castellano querrá decir– de una vieja canción popular infantil francesa: ‘Marlborough s’en va-t-en guerre’”. Parece haber sido compuesta hacia 1709, tras la batalla de Malplaquet, donde en tiempos de la Guerra de Sucesión Española se enfrentaron los ejércitos de Gran Bretaña y Francia. La tonada fue compuesta como burla a John Churchill (1650-1722), primer duque de Marlborough, hombre de armas tomar al servicio de los Estuardo y político inglés venal y poco confiable. Un varón rudo y de avería si los hubo, aunque su retrato oficial pintado por Adriaen van der Werff, sugiera una sota de espadas. Fue varias veces aplaudido y otras tantas acusado de los peores crímenes contra la corona y el honor. Como capas de una cebolla, siempre hay en la Internet un pase encadenado hacia otra información conexa (o inconexa).
Así, Chateaubriand –un rebelde sin causa del siglo XVIII– planta una duda cartesiana: el amigo y enemigo de Napoleón, asegura que la canción de Mambrú no habla de Marlborough ni de ningún contemporáneo; que su antigüedad es aún mayor, acaso de origen árabe, importado a Francia por los cruzados. Fue todo un hit en la corte de Luis XVI, y prendió en la voz de cuna de la nodriza que mecía al rey sin cabeza cuando todavía la tenía puesta y era Delfín y gurrumín (o cualquier otra cosa terminada en “in”).
Ya nadie recuerda a Marlborough sino por esa cancioncita ramplona. Si se lo recordara de otra manera, podría confundirse con los cacofónicos cigarrillos Marlboro, deformación vulgar de “Marlborough” y marquilla de cigarrillos creada por Philip Morris en 1924. El nombre alude a la calle Great Marlborough, de Nueva Jersey, donde se localizaba la primera manufactura Morris. La política publicitaria ligó el consumo de ese tabaco rubio con la imagen indómita del hombre libre de las praderas del oeste. Individualista, áspero, y por idea afín, Marlboro patrocina desde entonces eventos deportivos de Fórmula 1 y combates de pugilato. ¡Las cosas que se fuma la gente junto a un pucho ruin!
Al duque de Chi-ri-bín-chin-chín lo menciona Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad, como instructor castrense del coronel Aureliano Buendía. Y Neal Stephenson lo incorpora a El Ciclo Barroco, una alucinante, recomendable Sci-Fi sobre el mundo cibernético y las tecnologías conexas.
Lo cierto es que el señor Churchill gozó de ese rico cuarto de hora que a todos nos corresponde. Esos quince minutos de fama, que Andy Warhol le concede a cualquier hombre o mujer que en el mundo haya sido, sea o será. ¿Se acuerdan de Andy, otro que gastaba pelucas, pero de nylon flúo como un Moria Casan del Club 54? Dijo aquello de los quince minutos para significar que en la banalidad moderna no hace falta mucho para llamar la atención. Lo de la fama a bajo costo es tan consistente que hasta el propio Warhol resultó su cazador cazado. Un snob iconoclasta que iluminó una lata de sopas Campbell con efectos pop-art para demostrar que el gusto por el mal gusto es moneda constante de la publicidad americana. Al disparar contra la falta de originalidad ajena, cayó en su propia trampa. Adoró ser adorado como niño terrible del divino arte de la decadencia. Y se convirtió en aquello que denostaba, él mismo, un producto de consumo masivo... Con sus idas y sus venidas, Andy Warhol dejó expreso ese sentido de lo relativo de la fama que reluce como el oro pero sólo es un enchapado, muy diferente del prestigio. “Hacer dinero es arte, y si el trabajo es arte, un buen negocio es el mejor arte”, sinceró su codicia por el dólar. En ese gran deschave arrastró a todo un Olimpo de la posguerra. “Lo que es genial de Estados Unidos es que ha iniciado una tradición en la que los consumidores más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los más pobres. Podés estar viendo en la tele un anuncio de Poca-Cola y sabés que el Presidente bebe Poca-Cola, Liz Taylor bebe Poca-Cola. Y pensás que vos también podés tomar tu Poca-Cola. Una cola es una cola, y ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una mejor que la que está bebiéndose el mendigo de la esquina. Liz Taylor lo sabe, el Presidente lo sabe, el mendigo lo sabe, y vos lo sabés”. Divina democracia decadente. Los quince minutos de fama a la Warhol hablan de la inconsistencia de la fama en un capitalismo salvaje.
Yendo y viniendo (que son gerundios), aquel Mambrú que nadie sabe bien cómo ni por qué se fue a la guerra, hasta tuvo su propia banda de rock. Mambrú fue el grupo vocal porteño de música pop que gozó de su corto momento de relumbrón. Se formó en 2002, surgida del reality televisivo local Popstars a través de un casting al que se presentaron más de 4.000 aspirantes y se deformó en 2005. Su primer disco, auto-titulado Mambrú, fue triple platino y vendió más de 120.000 placas, pero no alcanzó el suceso de Bandana. Al menos dos de sus componentes, Gerónimo Rauch y Hernán Tripel, sobrevivieron al olvido y están haciendo brillantes carreras en el musical vernáculo e internacional.
Volviendo al Mambrú-Mambrú, María Elena Walsh sostiene que fue una epidemia de resfrío lo que en realidad acabó con la guerra del guerrero aquel. “Es mejor la paz resfriada / que la guerra con saluuuu”, aúllan una docena de pibes en la salita verde del jardín Deaquialavuelta. No puedo evitar la tentación de juntar ese verso de “La canción del estornudo”, con este otro: “…se lo llevan preso / a un coronel / por pinchar la mermelada / con un alfiler / yo no sé por qué”, de la “Canción para tomar el té”. Acaso sólo jugaba con las palabras por el gusto de jugar. Detenido, juzgado y condenado como se debe, ése fue el destino de aquel duque de Marlborough. Lo cierto es que la guerra aquella de Mambrú terminó y no va a volver, como terminaron ya de sonar las canciones de los Mambrú. No hay deuda que no se pague ni plazo que no se venza. Yo no sé por qué...
Fuente: Revista Veintitrés.
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