Por Ricardo Foster
Las terribles escenas de la represión policial en Bariloche con su espantoso saldo de tres muertos (dos de ellos menores de edad) nos regresan sobre un tema no saldado por la democracia argentina. Como si no hubieran transcurrido 26 años desde que concluyera la brutal noche de la dictadura; como si varios gobiernos no se hubieran sucedido dándole forma al más largo período de estabilidad democrática que hemos conocido; como si no estuviéramos atravesando un momento signado por los juicios a los genocidas y por el camino hacia la recuperación de memoria, justicia e identidad… como si todas estas cuestiones decisivas de nuestra vida cotidiana y de este peculiar y fecundo momento de nuestra historia no hubieran logrado transformar a la maldita policía. Ayer pudo ser la Federal, la Bonaerense o cualquier otra, hoy esa tradición homicida, esa que les viene de los tiempos de Ramón Camps y los esbirros que se sentían más allá de toda responsabilidad y absolutamente impunes para decidir sobre la vida y la muerte, se encarna en la policía de la provincia de Río Negro y en su supuesto grupo comando que descargaron en San Carlos de Bariloche una represión salvaje y asesina. Nuevamente la seguridad de los ciudadanos es puesta en peligro no por los delincuentes sino por aquellos que supuestamente han sido formados para custodiar lo más preciado de todo que es, precisamente, la vida de las personas. Nada de eso ocurrió durante un par de días espantosos en los que la belleza del paisaje quedó violentamente opacada por la crueldad policial, una crueldad que parece asumir la forma de la impunidad, de esa que siempre se descarga sobre los más pobres.
La democracia se agrieta cuando sus fuerzas encargadas de proteger vida y bienes se convierten en un ámbito de impunidades y violencia. La democracia se envilece cuando es sobre el cuerpo de los más débiles sobre el que suele descargarse la más cruda represión, cuando con una furia homicida los cosacos, de ayer y de hoy, vuelcan su fuerza inconmensurable y desigual sobre quienes tienen en la protesta o en la ocupación de las calles uno de los escasos instrumentos para hacerse visibles. Ellos, los pobres, son los sucios, feos y malos, los que deben ser custodiados y reprimidos, los impresentables en medio de un paisaje bucólico que busca invisibilizar a esa otra ciudad oculta, escarnecida y que muestra las heridas dejadas por la injusticia social que se hace más cruda allí donde los contrastes son insoportables. Nada más doloroso que la pobreza enfrentada al lujo y al entretenimiento de los ricos. Nada más oscuro que la nieve que habilita la llegada de miles de turistas ansiosos por esquiar entre lugares maravillosos, y el frío brutal que cae como una piedra sobre miles de argentinos apiñados en las barriadas del alto Bariloche, allí donde los servicios escasean y donde la pobreza se siente más duramente cuando las heladas caen sobre quienes apenas si tienen un cobijo decente.
Bariloche es el nombre de un lugar soñado, la expresión de una naturaleza bellísima que derrama todas sus virtudes únicas para que las personas puedan disfrutar de un paisaje espléndido, de esos que dejan marca en las retinas y que transforman a muchos turistas ocasionales en soñadores de la utopía sureña. Lugar de vacaciones inolvidables y de festejos estudiantiles; nombre que inmediatamente abre la imaginación sobre escenas de una belleza que deja vacías a las palabras que intentan describirla. Bariloche, además de ser ese nombre y ese esplendor de la naturaleza, es una cruda metáfora que nos ofrece la triste oportunidad de observar la persistencia de la desigualdad y el peso brutal de la injusticia. Y lo hace desde la presencia de una dicotomía tremenda, esa que se abre para separar a los que siguen enriqueciéndose con el negocio turístico y a aquellos otros que ponen su esfuerzo cotidiano a cambio, muchas veces, de magros salarios y de condiciones de vida que dejan mucho que desear. Lo fastuoso junto con la escasez; lo frívolo del jet set nacional e internacional junto a los signos visibles de una pobreza que no disminuye. Bariloche es ese lugar de contrastes que en la última semana protagonizó una brutal regresión de la democracia y de sus instituciones.
2. Porque se trató principalmente de una represión ferozmente descargada sobre el pobrerío, de una represión que se cebó con los más jóvenes y que lo hizo sintiéndose impune, intocable y sabiendo, como lo sabe desde el retorno de la democracia, que esa impunidad se relaciona con prebendas que provienen del poder, sea político y/o económico. Nada más antagónico con el Estado de derecho que esas policías bravas que se apropian de la violencia y la utilizan con discrecionalidad como si todavía persistieran, ominosas, las arbitrariedades de la época de la dictadura. La democracia, su trama más profunda y decisiva, queda malamente expuesta y dañada cuando la fuerza pública, aquella que debe cuidar muy especialmente de qué modo hace uso de la violencia, rompe la legalidad y se desenvuelve como si fueran facinerosos que se abalanzan sobre los más débiles imponiendo un código de terror y muerte. El silencio de las autoridades se vuelve complicidad y perpetúa la impudicia de un sistema represivo que ha transformado a la policía, y no sólo a la rionegrina, en una máquina de atropellar derechos y garantías constitucionales.
Cuando eso le ocurre a una sociedad, cuando sus custodios se convierten en esbirros y en matones, la fragilidad y la intemperie asaltan la vida cotidiana de los ciudadanos que se vuelven cada vez menos ciudadanos y más rehenes de una violencia que los acosa principalmente por ser pobres. Sería más que oportuno escuchar a aquellos que piden más república y más calidad institucional ejercer una severa crítica sobre uno de los puntos más enfermos y degradados de la misma república, aquel que tiene que ver con la seguridad y el control pero que se metamorfosea en complicidad con el crimen y la violencia. Recrear la república supone, también, denunciar esas estrategias de horadación de derechos y ejercer la dura mano de la ley sobre quienes se han apropiado de la fuerza pública en detrimento de una parte significativa de la población. En Bariloche, como en el Gran Buenos Aires o en Salta, se juega algo demasiado serio cada vez que la represión policial se ensaña con los pobres y con los jóvenes dejando inerme a poblaciones enteras que no encuentran otro camino que las puebladas a la hora de manifestar su repudio y en defensa de sus propias vidas amenazadas por quienes debieran custodiarlas.
A lo largo de los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández se honró una convicción cuya importancia para la vida argentina está directamente relacionada con la cuota de sangre, muerte y horror que pagamos como sociedad a través de nuestra historia. Esa convicción fue clara, sencilla y tajante: no reprimir las protestas sociales, no permitir que la policía, en este caso la Federal dada la competencia del Poder Ejecutivo, llevase armas de fuego a las manifestaciones. No se reprimió a los piqueteros ni tampoco se lo hizo con los empresarios agrícolas de la Mesa de Enlace ni con los asambleístas de Gualeguaychú. El kirchnerismo honró la vida del mismo modo que contribuyó a reabrir los juicios por la memoria, la verdad y la justicia que se vinculan directamente con esa decisión fundamental. Los sucesos brutales de Bariloche ponen en cuestión, aunque la policía rionegrina no caiga bajo la competencia y la jurisdicción del gobierno nacional, esa decisión virtuosa que enriqueció la vida democrática argentina demostrando que es posible construir convivencialidad sin hacer uso de la represión ni, mucho menos, de su forma brutal y delincuencial.
Así sucedió últimamente con el inicio de resolución del conflicto en el puente internacional. Mientras que sectores conservadores de la oposición y varios connotados periodistas “independientes” exigían represión (e incluso estaban deseando algún muerto), el Gobierno se mantuvo en su línea y avanzó notablemente en su resolución eludiendo la tentación de utilizar a la Gendarmería que era lo que deseaban los provocadores, aquellos que desde siempre se agazapan para debilitar la democracia y la participación popular. Ese camino que se viene implementando desde la gestión de Néstor Kirchner, y que les ha dado un giro esencial a las prácticas policiales estatales, es el que se busca poner en cuestión y destituir con hechos brutales como el de la represión y los asesinatos perpetrados en San Carlos de Bariloche. Pero también le cabe al propio gobierno nacional avanzar sobre un aparato, el policial, que sigue siendo reactivo, como ningún otro aparato del Estado, a convertirse en una fuerza legal y democrática. La deuda le cabe también a la Policía Federal como ahora le cabe a una policía provincial. El entramado de complicidades, la red de mutuas protecciones y envilecimientos atraviesan, permítaseme este giro, la “esencia policial” confiriéndole una opacidad y una discrecionalidad que afecta directa y decisivamente a la propia vida democrática.
Defender las instituciones y ampliar la fuerza republicana es también ponerle un límite a la represión policial, supone intervenir, de una vez por todas, en lo más profundo, enfermo e impune de un aparato que parece seguir respondiendo, en muchos de sus exponentes, a la lógica criminal heredada de la dictadura. En la búsqueda de solución de un problema de una gravedad inusitada se juega el destino de la paz social, de la justicia y de la democracia entre los argentinos. Su continuidad supone seguir descargando sobre los pobres y los más jóvenes todo el peso de una violencia homicida. Bariloche extravió por unos días su belleza para dejar que entrase el horror de la muerte injustificada. Que la nieve, con su pureza increíble, no oculte a los responsables de esas muertes.
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