lunes, 12 de julio de 2010

TESTIGOS DE LA LARGA NOCHE DEL SAQUEO DE ROMA


El 6 de mayo de 1527 comenzó el asedio feroz de las fuerzas de Carlos V sobre la ciudad del Papa. Tres hombres –el ascendente escultor Benvenuto Cellini, el filósofo León Hebreo, agonizante, y el mago castellano Eugenio Torralba– contaron a su manera ese aquelarre tenaz e interminable.



Por: Pablo Maurette



El jueves santo de 1527 Giulio di Giuliano de' Medici, el séptimo Clemente entre los Papas, se disponía a salir a la plaza San Pedro para dar su lánguida bendición a las masas de feligreses que esperaban desde hacía horas, apiñados como ganado, sudando en la humedad tiberina, cuando uno de sus consejeros más cercanos lo detuvo en seco.

Desde afuera llegaban rumores de agitación, se escuchaban alaridos, juramentos, improperios y se sentía el temblor del paso redoblado de la guardia suiza. Clemente VII volvió a palacio y se asomó a la ventana para ver a un hombre de aspecto inefable colgado de la estatua de San Pablo. Desnudo, con su larga cabellera roja cubriéndole los hombros y buena parte de la cara, Bartolomeo Brandano, profeta notorio y ermitaño sienés, anunciaba a voz en cuello la inminente ruina de Roma.

Las vicisitudes que llevaron a la debacle del 6 de mayo de 1527 importan poco. Si fue el conflicto estratégico entre el Sacro Imperio y la Liga de Cognac, si fue el odio infinito entre los Medici y los Colonna, si fue la desidia de Carlos V, si fue el tedio atroz de sus ejércitos hambreados, si fueron los vaticinios portentosos de Brandano importa bien poco. A fin de cuentas nada ni nadie puede explicar el pandemonio horripilante y la tormenta de sangre que se desató en Roma aquel día fatídico de hace casi quinientos años. El horror es tan absurdo como el amor, pobre de quien intente comprenderlos. Lo cierto es que Roma nunca fue la misma después de aquella pesadilla. Occidente ya no fue el mismo.

En sus memorias del saqueo, Marcello Alberini recuerda padres degollando a sus mujeres e hijas para salvarlas del deshonor a manos de los mercenarios españoles, recuerda a los Lansquenetes luteranos jugando al fútbol con las calaveras de San Pedro y San Pablo por las calles del Trastevere, recuerda piernas, brazos y torsos a medio sepultar que apestaron las calles durante meses, recuerda la Basílica de San Pedro convertida en establo para los caballos de Carlos V, pero sobre todo recuerda los gritos, que en su memoria atribulada acabaron siendo un solo grito, descarnado y ensordecedor, que duró meses, años. Los eclécticos ejércitos mercenarios del Sacro Imperio, sin duda, superaron en brutalidad a las consecutivas hordas de bárbaros que habían puesto fin al Imperio Romano en los albores de la Edad Media. Algo funesto e inenarrable percibió Alberini en el raid genocida de tres días, algo que acaso anticipase los horrores inéditos de la modernidad.

Aquel 6 de mayo tres hombres de oficios, origen y temperamentos muy distintos fueron protagonistas de la hecatombe romana.

Sus peripecias de aquel día son fascinantes instantáneas de una de las jornadas más proverbiales de la historia de Occidente.


El artista

Benvenuto Cellini, "sabandija suprema del Renacimiento", como lo apodó la maledicencia de Oscar Wilde, pasó la noche del 5 de mayo en vela. Estaba en casa de su amigo, el comerciante Alessandro del Bene. Cellini gozaba ya, a los 27 años, de una fama incipiente que le había valido los elogios del mismísimo Papa. Sus obras de orfebrería y escultura comenzaban a llamar la atención de poderosos mecenas, y el joven florentino había encontrado en Roma el rincón más propicio para desenvolver su destino artístico. En su autobiografía, paroxismo del amor propio y de la autocomplacencia, Cellini relata los acontecimientos del 6 de mayo (La Vita, cap. 34) y sorprende al lector con una increíble confesión.

Las tropas imperiales que pugnaban por tomar la ciudad esa mañana estaban lideradas por el grácil Carlos III, octavo Duque de Borbón. No era aún de día y al pie de los muros del Borgo, detrás del Vaticano, ya corría sangre. Liderados por Del Bene, Cellini y un grupo de jóvenes, entre ellos su amigo Raffaele da Montelupo, otro escultor toscano, llegaron hasta los muros, ansiosos por ver de cerca lo que estaba pasando, y se encontraron con un escándalo de tiros, humo y niebla. Lo que sucedió allí ya ha entrado en el reino indescifrable de lo mítico.

En sus memorias, escritas tres décadas más tarde, Cellini recuerda haber visto a un hombre que sobresalía entre la turba de invasores del otro lado del muro. "Sollevato dagli altri" (que se erguía sobre los demás), explica el artista, entendemos que por su majestad.

Dice haber propuesto entonces a sus compañeros disparar los arcabuces al mismo tiempo contra la masa humana. El pelotón improvisado disparó y luego Cellini se asomó para ver que aquel hombre sobresaliente yacía herido de muerte entre sus soldados, pasmados de horror. Era el Borbón.

La mirada encabritada de los soldados españoles aterrorizó a Cellini y la comitiva se dio a la carrera hasta llegar al santuario de Castel Sant' Angelo. Desde allí Benvenuto Cellini vio cómo la ciudad eterna se metamorfoseaba en un infierno terrenal. Dadas sus dotes para la orfebrería, el Papa le ordenó fundir las alhajas del tesoro vaticano con las que sobornaría a la canalla invasora. En estos menesteres pasó el mes interminable que duró la toma de la ciudad y luego siguió con su vida brillante y maldita. Quién sabe si cuando esculpió su magnífico Perseo, verdugo de la Medusa, no estaba copiando escenas de la carnicería de mayo de 1527.


El filósofo

En la portada de la edición aldina de los Diálogos de Amor (Venecia, 1541) se dice de León Hebreo: "de nacionalidad hebreo y luego convertido al cristianismo". Sabemos que la primera edición de su obra, en 1535, fue póstuma; sabemos que se editó en Roma, ciudad que muy probablemente fuese la última patria de este tránsfuga genial.

Imaginemos que rompía el alba y que, ajeno al estropicio que se desataba al pie de los muros de Roma, León Hebreo –nacido Judah Abravanel– despertaba al que acaso fuera su último día. En casa de su amigo Mariano Lenzi, cuya formidable biblioteca atraía a intelectuales de todas las persuasiones, el genial médico y filósofo portugués agonizaba tranquilamente.

Poca gente quedaba en la casa. Los sirvientes habían huido de la ciudad hacia el Sur. Lenzi se había quedado con su viejo amigo, velando junto a su cama, haciéndole compañía en espera del guantazo furtivo de Dios, que Lenzi anticipaba en cada expiración del judío enfermo.

León Hebreo había llegado a Roma hacía ya unos años, atraído por el ambiente de mayor tolerancia que se respiraba en la ciudad.

Su talento como médico y su genio filosófico le habían valido la admiración del Papa y de sus piramidales huestes de obispos; León Hebreo estaba acostumbrado a vivir huyendo de la intolerancia en busca del santuario de la inteligencia. Sin embargo su judaísmo, transitado de dualismo platónico y coloreado por los mitos griegos, estaba en jaque en aquellos últimos días de su vida.

Esa mañana de mayo, mientras caía Roma, León Hebreo, en su último o penúltimo día en el mundo, aceptó a Jesús como el Cristo.

Las razones que lo movieron nos son tan indescifrables como las que derivaron en la orgía de terror que duró tres días, los tres días más largos de la historia de la ciudad.

Acaso quiso que una vida dedicada a comprender el amor que une a todos los seres en esa "copulación divina con Dios" culminase en el mensaje de amor de Cristo. Acaso el miedo a la muerte y la compañía fiel de su amigo cristiano lo quebrasen. Acaso las hordas bárbaras que vejaban la ciudad inspirasen su solidaridad con la capital del catolicismo. ¿Por qué no imaginar al gran filósofo del amor recibiendo el bautismo en el umbral de la muerte, repitiendo la escena de aquella otra mañana también de mayo, más de mil años antes? También en aquella ocasión Roma anticipaba el apocalipsis, también en aquella ocasión un gran hombre, Constantino, se hizo bautizar justo antes de morir.


El mago

Aquella misma noche, muy lejos de Roma, en la aridez de la Castilla septentrional, el doctor Eugenio Torralba dormía el sueño de los hechiceros cuando lo despertó el llamado imperativo de Zequiel, su espíritu acompañante. Dáimon consejero y bienhechor, Zequiel frecuentaba a Torralba desde hacía muchos años. Se le aparecía con harta frecuencia vestido de rojo y negro mefistofélico, le hablaba en latín o en italiano y no se dejaba tocar jamás. Un día Torralba, arrebatado de agradecimiento, había querido abrazarlo y Zequiel le dijo: "No me toques". Con la ayuda de su etéreo sirviente e inspirado por los estudios incendiarios de Pietro Pomponnazzi, Torralba se había convertido en un celebérrimo médico y notable nigromante.

Sus extravagancias habían sabido impresionar a Doña Leonor, reina de Portugal y su fama sería inmortalizada en boca del Quijote algunas décadas más tarde. Sin embargo aquella velada de mayo de 1527, Eugenio Torralba era un durmiente más en la negrísima noche europea, noche que moriría en el día más negro.

Zequiel lo despertó y le explicó lo que estaba a punto de suceder en Roma. Según Menéndez y Pelayo (Historia de los Heterodoxos Españoles, vol. IV) Torralba quiso de inmediato ir a Roma –ya había volado por los aires con Zequiel en repetidas ocasiones– "para presenciar la catástrofe a su gusto".

Hay quienes, en cambio, aseguran que el doctor fue obligado por el genio a volar. Lo cierto es que en su declaración ante el inquisidor Ruesca de Cuenca, Torralba luego dejaría claro que a eso de las 11 de la noche del día 5 salieron a la oscuridad vallisoletana y que, a orillas del Pisuerga, Zequiel lo hizo montarse "sobre una estaca ñudosa" y que juntos, guiados por una nube de fuego, volaron durante una hora y media hasta llegar a la ciudad eterna. Volaron al ras del mar y Torralba extendió los brazos y se mojó las manos. Volaron tan cerca de la luna que Torralba creyó poder tocarla. Volaron tan lejos de la tierra que Torralba no abrió los ojos para no caerse.

Una vez en Roma presenciaron el asesinato del Borbón desde Torre de Nona, conversaron con los mercenarios españoles, vieron una pandilla de vándalos luteranos bautizando un burro y luego volvieron volando a Valladolid.

"Oh, cuánta pena mereció tu libertad y el no templarte, Roma...", lamenta con cinismo malicioso Francisco Delicado en la epístola al lector, agregado capcioso a La Lozana Andaluza (1528).

Su lozana, preciosa y turbulenta, es más piadosa, llora los horrores, añora volver a Roma y consuela a sus compañeras de mala vida descubriendo el anagrama más bello del mundo: "voltando las letras, dice Roma, Amor". Quién habría de vejar con tamaña violencia a la ciudad más bella y amada, se pregunta la lozana. ¿Cuántas veces el mero hecho de una existencia bella ha suscitado la ira destructiva de los recios y de los ásperos de espíritu? La rosa –lo dijo Angelus Silesius, Borges lo citó hasta el cansancio– es sin porqué. El gusano que la enferma también.

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