Por Gustavo Varela
El tango es hijo de la diversidad, la misma que es Buenos Aires a fines del siglo XIX: inmigrantes, prostitutas, niños bien, hombres de campo y criollos marginales; arrabal y señores de comité; habanera, milonga y tango andaluz. Y negros. La hilera de esclavos que requiere la modernidad económica en la Conquista desparrama ritmo y sonidos por toda la extensión del continente. Es negro spiritua l y blues en el norte, rumba y samba en el centro, candombe y tango en el sur. Buena parte de América se hace sonora bajo la hegemonía rítmica africana.
Tratándose de una música popular, la diversidad y la mezcla de los orígenes levantan una bruma sobre la génesis del tango que hace que el historiador peregrine entre el mito y la verdad: si nació en los prostíbulos, si se bailaba sólo entre hombres, si es la expresión de las clases populares o participaron en su gestación los sectores acomodados, si era música prohibida, si era alegre o cadencioso y triste.
La presencia de los negros en el relato sobre el origen aparece, en general, de un modo ornamental. La idea de encontrar una esencia inalterable que defina y ordene el sentido de todo el tango deja a la influencia negra, a veces como una cita sin despliegue posterior y otras, olvidada y sin presencia. Las razones de este “olvido” exceden la historia del tango y responden más a la necesidad de conformar un relato sobre la identidad nacional en el momento de la gestación del Estado moderno argentino. Hacia 1880 el proyecto de Nación requería de una genealogía occidental, europea y blanca que no incluía la presencia ni de los indios ni de los negros. El tango no quedó al margen de este proceso de “higienización” nacional e incluso su historia es contada a partir de una doble depuración: moral, cuando se explica el pasaje de su origen prostibulario y lúbrico al tango que canta penas y traiciones de amor; y étnica, cuando la influencia negra se torna invisible debido a la necesidad de identificar al tango como una música auténticamente nacional.
Juan Carlos Cáceres está radicado en París desde fines del los años 60. Músico y profesor de historia del arte, acaba de publicar el libro Tango negro.
La historia negada: orígenes, desarrollo y actualidad del tango (Planeta). El título es elocuente: hay un descuido, si no un rechazo explícito a reconocer la presencia afroamericana en las raíces del tango.
Entonces, la historia del tango pierde su palidez y se abre con raíces candomberas, con color de instrumentos rítmicos y percusivos, tambor y baile, comparsas de carnaval, erotismo y milonga. Para Cáceres lo que parecía atrofiado se revela como un destino que el tango no puede eludir. Las raíces negras se ven en toda la historia del tango, a pesar de todo, en “El negro alegre” de Villoldo, y en “Tango de los negros” de Arturo de Nava, grabados en 1907; en “Milonga negra”, interpretada por Mercedes Simone; en la voz de Alberto Castillo, que en la milonga-candombe “Estampa del 800” se pregunta “¿Qué pasó?...” (la misma pregunta que se hace Cáceres respecto de los negros en el tango); en “Tanguango”, de Astor Piazzolla o en “Taquito militar” de Mariano Mores. También en los músicos o compositores afroamericanos (el payador Gabino Ezeiza o el pianista Rosendo Mendizábal) y en el origen del vocabulario: canyengue, quilombo, matungo, yumba o la misma palabra tango , todas de origen negro).
Para Cáceres “las teorías y prácticas racistas ayudaron a que al tango –y en particular su nexo con la tradición africana– históricamente, primero se lo haya marginalizado, luego no analizado y por último desprestigiado”.
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