Francisco Isauro Arancibia era maestro rural en Monteros, a 54 kilómetros de San Miguel de Tucumán. Encabezaba la Agremiación Tucumana de Educadores Provinciales (Atep) e impulsó la lucha por la concientización docente y gremial. Tenía 46 años cuando lo acribillaron junto a su hermano Arturo el 24 de marzo de 1976. Fueron los primeros muertos de la dictadura comandada por Jorge Rafael Videla.
El viernes pasado, la Justicia tucumana condenó a prisión perpetua, y en cárcel común, a Luciano Benjamín Menéndez y a los policías que actuaron en el centro clandestino de detención que funcionaba en la Jefatura de Policía. La hermana de Isauro y Arturo, Italia Arancibia, también docente, continúa exigiendo que se juzgue a Antonio Domingo Bussi –que sigue sosteniendo que no era gobernador en ese entonces– y al pelotón que asesinó a sus hermanos. Italia sigue viviendo en Tucumán y Miradas al Sur dialogó con ella en Buenos Aires. Viajó para dar una charla en Suteba.
–¿Cómo recuerda aquellos años previos al golpe?
–Me acuerdo que el Operativo Independencia no había empezado el día que firmaron el decreto, sino mucho antes. La violencia ya existía desde antes. Salíamos con mucho terror y desconfianza, teníamos que acompañar a nuestros hijos a donde fueran y después ir a buscarlos, porque todos los días alguien desaparecía, alguien ya no estaba. Los socios de la Atep íbamos a una hostería de Tafí del Valle. Hacer ese camino era muy peligroso. Uno no sabía de dónde salía quién, porque son cerros selváticos, y era fácil esconderse, siempre había policías, nos hacían bajar a todos de los autos, de los micros, nos revisaban enteros, daban vuelta los asientos, nos palpaban. Y el paisaje era siempre el mismo: lo único que se veía eran militares y policías, jamás gente común. Por el sólo hecho de ser milicos, uno los miraba mal, les tenía desconfianza. ¡Es que habían hecho tantas cosas en la comisaría de Monteros! Mi hermana vivía pegada a la comisaría. Cuando se escuchaban gritos o disparos, nos venían a decir: “No se preocupen, no hay de qué temer”.
–¿Cuál era el papel del gobernador Amado Juri?
–Don Juri estaba todavía en su cargo, pero el aire que se respiraba ya era otro, de mucho temor. A muchas personas les estaban llegando papelitos con amenazas de la Triple A. Nunca pudimos saber quién fue el que se los mandaba a Isauro, si alguien de afuera o los propios de adentro, pero llegaban siempre a su escritorio.
Una de las notas que le habían dejado a Isauro forma parte del expediente: “Francisco Isauro Arancibia ya te advertimos una vez, lobo disfrazado de oveja, estás sentenciado a muerte: serás ejecutado como todos los extremistas. Te damos la última oportunidad: debes desaparecer antes del 1 de marzo. Cuando terminemos en Córdoba se inicia la etapa final en Tucumán. Adiós guerrillero. A.A.A.”.
–¿Cómo reaccionaba Isauro frente a las amenazas?
–Me decía: “Le voy a mostrar esto para que borre todos los problemas que tenga, y piense lo que me están diciendo acá”. Eran amenazas espantosas, le pedían que se vaya porque los iban a matar a todos de las maneras más horribles. Por eso yo siempre he tenido desconfianza. Teníamos que cuidar hasta con quiénes hablaban nuestros hijos, porque en Canal 10 –el único que se veía en ese momento– durante todo el día transmitían una publicidad con un número de teléfono para llamar, por si alguien veía algún movimiento raro o si había muchas personas que entraban a una casa. En realidad, se estaba fomentando la delación, y mucha gente aprovechó esa oportunidad para desquitarse de gente que nada tenía que ver con política ni con guerrilla.
–¿Cómo les llegaban las noticias de que iban desapareciendo gente?
–Era de oído en oído. Los militares han matado gente que vivía en la orilla del río, gente que vivía en las montañas, extranjeros que lo único que hacían era llamar a sus animales con un silbido. Yo estoy segura de que no sabían ni quien era la presidenta ni quién era el gobernador. A todos los mataron: a los que vivían en los cerros, en los montes. Y en la ciudad, la gente que entraba a la comisaría de Monteros no salía más: era trasladada a la Escuelita de Famaillá –a 25 kilómetros– que todavía no estaba inaugurada, y sin embargo fue cárcel y lugar de torturas. A esa escuela fue un día el monseñor Pío Laghi, a ver cómo estaban los presos, en qué condiciones. Luego nos contaron que ese día estaban todos bien peinados, lavados y con camperas prestadas. Pero, a esta altura, ya no se si realmente esos eran los presos o eran otros, porque estaban bastante gorditos, y ahí no les daban de comer. Eran varones y chicos jóvenes de 17, 18 años.
–¿Cómo fue ese 23 y 24 de marzo?
–Recuerdo que Juri estuvo toda la noche adentro de la Casa de Gobierno: estaba preso, no lo dejaban salir, no lo dejaban hablar. El 23, a las once de la noche, me llamó mi hermano Arturo para avisarme que estaba con Isauro en la casa de un hombre de la comisión directiva, arreglando y poniendo al día papeles, como despidiéndose y dejando todo prolijo. Arturo me había pedido que lo convenza a Isauro para que se vinieran a dormir los dos a mi casa. Unos minutos más tarde, lo llamé, le comenté mi idea y fue la primera vez en mi vida que me retó: “¡Cómo creés que voy a ir a tu casa! Es un peligro, ¡va a ser una matanza!”, me gritó. Algo sabía. Entonces, se fueron a dormir los dos a la Atep. Me acuerdo que para colmo llovía y estaba todo tan oscuro que no se veían ni las manos. Me contaron una amiga que vivía al lado del gremio y un señor que vivía enfrente, que a las 2.15 de la mañana, en la puerta de la Atep, pararon una ambulancia, dos carros de asalto, y un grupo de militares comenzó a caminar por las paredes vecinas, para llegar desde arriba al patio del lugar. Rompieron la puerta de adelante, una ventana y les tiraron cuatro granadas de gases lacrimógenos. Era una pieza pequeña, de 2 x 2, y mi hermano tenía únicamente un rifle de caza. Hubo un policía arrepentido que nos contó que los mató otro policía, pero que realmente no sabían ni a dónde habían ido ni a quién tenían que matar. Mi hermano alcanzó a herir a uno, pero no lo mató. El 24 a las nueve de la mañana me llamó mi hermana mayor, llorando, porque estaba todo cortado, no había clases, la gente se estaba volviendo a sus casas porque no abrían los bancos ni los negocios. Por la noche se habían sentido muchos tiros en Atep. Ya habíamos escuchado el discurso de Videla, y todos estábamos con más miedo del que ya teníamos. Había tanta gente que llenaba la cuadra. Cuando llegué, pregunté qué pasaba. Un muchacho me dijo: “Han matado a los hermanos Arancibia”, sin saber que yo era la hermana.
–¿Cómo fueron los días que siguieron?
–Después de mucho llanto, comenzamos a andar por las comisarías para reclamar los cuerpos. En la 1ª nos dijeron que habían estado, pero que después de unas horas los llevaron al Tribunal Federal. Allí nos recibió una jueza que nos preguntaba cada dos palabras si era cierto; es que mi hermano estaba trabajando con ella en un proyecto para sacar a los chicos de la calle. Esa jueza fue la única que nos ayudó: nos averiguó que lo habían llevado a un cementerio. Una vez allí, no me dejaban ingresar, así que entró mi marido. Luego me contó que adentro había pilas de cadáveres, y los de mis hermanos eran los últimos. Nos reservaron un lugar para bañarlos y vestirlos. Tuvimos que conseguirles cualquier ropa porque les habían robado todo. Desvalijaron la Atep. Cuando los paramos para ponerles una camisa, comenzaron a caer balas y balas de las espaldas. Isauro tenía 70 atrás, más las que tenía adelante, eran 120 en total. Arturo tenía algunas menos. Pero lo más horrible fue cuando el médico forense les hizo la autopsia: firmó los certificados de defunción que decían “muerte por anemia aguda”. Cuando me acuerdo de todo eso no puedo dejar de odiarlos. Había tanta gente el día del velatorio que los milicos cerraron las calles y orientaban a la gente para llegar. Me acuerdo que llegaban maestros y maestros con delantales blancos. Había que tener mucho coraje para ir al funeral de los Arancibia con guardapolvos. Luego de eso, el Ejército seguía revisando todas las casas, era cosa de todos los días. Pero nos empezaron a saltear, entraban a las casas del costado, a las de enfrente, pero nunca más entraron a la nuestra. Ese era su juego psicológico.
–¿En qué situación está la causa hoy?
–Comenzamos el expediente en el ’84, luego de hacer la denuncia por las muertes. Desde ese momento hasta ahora no ha pasado nada. Lo único que había pasado es que les habían dado prisión preventiva a doce policías de todo el pelotón que había intervenido esa noche. Pero el juez Daniel Bejas dejó en libertad a cuatro de ellos. Y la causa no corre. Por eso, lo único que le pido a Dios es que no se muera ese viejo asesino (Bussi) hasta tanto no lo sentencien. Porque sigue insistiendo con que a esa hora no era gobernador. Y es increíble que la gente de Tucumán lo haya votado, a sus hijos también. El terror se apoderó de la gente, porque nos veían como una familia peligrosa.
–¿Cómo era Isauro?
–Era una persona que se solidarizaba con todos los gremios. Apuntaba a sacar a los chicos de la calle, para que no sean desperdiciados. No luchaba sólo por los docentes. Es por eso que han dejado una huella muy profunda en Tucumán. Y eso da mucho dolor. Crees en un momento dado que ya todo pasó, pero mentira, no pasa nada. Tenés pesadillas, sueños espantosos. Yo tengo uno recurrente: en un carro llevaba los cuerpos de mis hermanos, y tenía que pegarles muy fuerte a las mulas porque me venían persiguiendo para quitármelos. Siempre me persigue el mismo sueño.
–¿Cómo ve los juicios a los represores?
–Es doloroso decirlo, pero van muy lentos. Lo ví a Videla, lo ví a Menéndez, pero no quiero hacerlo. Me dio la impresión de que estaban muy jóvenes, y Bussi también lo estaba, pero ahora con esa barba larga y desaliñado quiere inspirar lástima. ¿Sabés lo que me ha hecho desconfiar mucho a mí? El día del juicio por el asesinato del ex senador Guillermo Vargas Aignasse, los hijos de Bussi se burlaban de nosotros desde la azotea del Tribunal. Nosotros éramos pocos y estábamos abajo, con las fotos de nuestros familiares.
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