No alcanzará para ser una novela de Graham Greene, pero tiene ingredientes suficientes para parecerlo. Tal vez en un tiempo alguien se inspire, pero la trama que llevó a la decisión del gobierno de Cuba a liberar a medio centenar de opositores presos está cruzada por movimientos, personajes y situaciones dignas de ficción.
Mayo derretía La Habana cuando los dos hombres enfundados en sobrios trajes negros descendían del auto y con pasos rápidos sorteaban los escasos escalones de la entrada del Consejo de Estado cubano. Allí, un jovial septuagenario de alba guayabera los recibía con la sonrisa franca y los brazos abiertos. Todos lucían frescos y sin rastros de sudor, aún cuando estaban a punto de encarar una febril faena. Entonces, el presidente de Cuba, Raúl Castro, y el jefe de la iglesia católica de la isla, Cardenal Jaime Ortega y el Arzobispo Dionisio García, de la Conferencia Episcopal, comenzarían a delinear los trazos finos de las gestiones que habían comenzado informalmente a través de la oficina que atiende a los religiosos en el Comité Central del Partido Comunista.
Tres factores de poder se vieron involucrados en las silenciosas negociaciones que acaban de concluir con la decisión de liberar a los reclusos miembros del Grupo de los 75, quienes fueron condenados a largas penas de privación de libertad en 2003, en juicios sumarísimos que provocaron una fuerte repulsa internacional y la adopción de sanciones diplomáticas por la Unión Europea.
La relación entre la jerarquía católica y la máxima dirigencia de la revolución cubana fue en ascenso en estos últimos veinte años. Los obispos dejaron de lado la virulencia discursiva contra el sistema socialista y desde la visita de Juan Pablo II en 1998, el gobierno mantuvo un fluido diálogo con los hombres del Vaticano. Las reuniones entre funcionarios y prelados se centraron más en la problemática situación de la economía y las mejoras en las condiciones de vida del pueblo.
Luego del fallecimiento del prisionero Orlando Zapata tras 80 días en huelga de hambre, las críticas del exterior y la presión mediática comenzaron a pesar hacia adentro. Sumado esto a los cambios socioeconómicos que Raúl intenta impulsar en la sociedad cubana, para paliar los efectos de la crisis internacional y la falta de acceso a mercados más favorables, empujaron al mandatario a tomar medidas más drásticas para descomprimir y eliminar escollos en las relaciones diplomáticas y comerciales con la UE, como la anulación de la Posición Común, creada en 1996 por iniciativa del ex presidente José María Aznar, que arrastró a los países de la UE a tomar una postura de mayor dureza hacia Cuba.
Allí entra en escena el canciller español Guillermo Moratinos, quien se sumó luego del encuentro con su par cubano, Bruno Rodríguez, el 10 de junio en París. En ese momento, Moratinos tuvo un desliz y lanzó la frase “habrá gratas sorpresas”, al ser consultado sobre su posterior visita habanera. Ese mismo día viajó al Vaticano y se entrevistó con el canciller de Benedicto XVI, Dominique Mamberti, quien a mediados de ese mes visitó La Habana para respaldar la mediación de la Iglesia. Mientras el hermano menor de Fidel recibía a Maberti, Moratinos se reunía con sus iguales europeos en Luxemburgo para ponerlos al tanto de las negociaciones y sacarles el compromiso de una respuesta positiva en el tratamiento hacia la administración cubana, de cumplirse lo acordado. La operación de liberación estaba en marcha, sólo faltaba una vuelta de llave.
Una reservadísima fuente diplomática confió a Miradas al Sur que en la reunión Castro-Ortega, el primero ya había decidido conceder la amnistía a los condenados y que la condición innegociable era la salida del país de todos ellos. La razón: Raúl cree que la mayoría volverá a las andadas y que Estados Unidos aprovechará para querer alzarlos como representantes de una opción política, que no tiene raigambre social pero sí puede ser una pieza de provocación. Cuba no les reconoce entidad política y para el resto de los negociadores pueden ser un escollo. Por eso, el único interlocutor fue la curia y España sirvió de garante del acuerdo, además de puente para la salida de los liberados.
Ni el enviado del Vaticano ni Moratinos se reunieron con la disidencia, como tampoco el jefe de los católicos cubanos aceptó las presiones del último opositor huelguista, Guillermo Fariñas, quien pretendía ser informado directamente por las máximas autoridades eclesiásticas sobre lo que se estaba negociando. De hecho, fueron los teléfonos del Arzobispado los que comunicaron la buena nueva a los familiares de los beneficiados con la libertad.
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