El cineasta Michel Moore arremete contra el corazón del “sueño americano” y propone eliminar el capitalismo. Su voto de confianza a Obama, la quimera cooperativa y la acusación a Wall Street.
Por Luz Laici
Un uno por ciento de la población concentra la mayor porción de la riqueza. El 99 por ciento restante de la torta, cada vez más abajo, se debate entre las hipotecas que no puede pagar y el desempleo que acosa en el corazón del primer mundo. Sin embargo, a un operador de Wall Street parece no preocuparle esa bestial inequidad. El principal problema de los Estados Unidos, escribe en un paper, es que la mayoría, peligrosamente, todavía puede votar. Aunque, se sabe, a algunos congresistas díscolos se los puede comprar con dinero. Y mientras la perversión capitalista agobia, Michael Moore se pregunta: ¿cuándo comenzará a organizarse la rebelión del pueblo?
Con Capitalismo: una historia de amor –su última película que acaba de editarse directo en DVD–, el cineasta norteamericano regresa a la columna vertebral de su obra: la sátira –vestida de comparación entre el Imperio Romano y los Estados Unidos o imaginando a un Jesús capitalista– que abre paso a la risa, las preguntas que apelan a la reflexión, las historias de vida que calan hondo en la angustia contenida, los datos económicos que subrayan el desequilibrio, las entrevistas con los que saben, el enojo con los acusados, las imágenes de los excluidos, la voz de los que se animan, la furia otra vez y alguna rendija para la esperanza. Si pertenecer tiene sus privilegios, Moore se sumerge sin anestesia –y menos pretensión de impacto– en la crisis financiera de los Estados Unidos para desmenuzar una realidad que benefició a unos pocos, a costa de unos cuantos, a los que busca despertar.
“La gente quiere creer que no es el sistema económico lo que está en la base de todo lo malo, la idea de las manzanas podridas”, explicó Moore durante una entrevista que le hizo Naomi Klein, autora de No-logo, para el diario norteamericano The Nation. “Pero el hecho pertinente es que el capitalismo es un sistema de codicia legalizada. La codicia ha estado entre los seres humanos desde siempre y el capitalismo no sólo no le pone restricción alguna sino que la estimula, la recompensa. Me planteo esta cuestión a diario porque la gente se queda muy sorprendida al final de mi película al oírme decir que hay que eliminarla completamente. ‘¿Qué hay de malo en ganar dinero?’ ‘¿Por qué no puedo abrir una zapatería?’, me preguntan. Y me doy cuenta de que, como no se nos enseña economía en el bachillerato, no pueden entender qué significa todo esto.”
La finalidad de Moore no será la revolución, pero sí un activismo político que esboza cuestionamientos al statu quo norteamericano. Sobre todo, a las corporaciones económicas. Aquellas que se funden con los gobiernos de turno –con el beneficio de la duda que le otorga a Barack Obama– y tejen un entramado de desigualdad extrema. “Tal vez sea demasiado optimista –confiesa Moore– pero Obama fue educado por una madre sola y los abuelos, y no creció con dinero. Y aunque fue lo suficientemente afortunado para ir a Harvard y licenciarse, no fue allí para estudiar algo que pudiera hacerlo rico y decidió trabajar en los barrios de la ciudad de Chicago (...) Creo que ha mostrado a lo largo de su vida muchas cosas reveladoras de dónde está su corazón. Durante la campaña electoral tuvo el desliz de decirle a Joe, el plomero, que creía en la distribución equitativa de la riqueza. Tendrá que hacer más para fomentar la participación en este país. Así que espero que entienda la carga que lleva sobre sus espaldas y haga lo correcto.”
El desafío es el cambio. Y Moore alimenta el terreno: tras la denuncia del crimen cometido por los digitadores del capitalismo –“la mafia” que fomentó el rescate económico de los mismos que crearon el desastre–, sobreviene la nostalgia por los tiempos pasados –que siempre son mejores, como cuando Franklin Delano Roosevelt tomó las riendas del poder– y las opciones a futuro. Entonces aparecen los trabajadores despedidos que toman la fábrica para exigir su indemnización y discuten convertirla en cooperativa, el significado del socialismo, la recuperación del trabajo digno y el bienestar social, con salud, educación y vivienda para todos. La adicción a la provocación, con reflejo en sacerdotes que condenan abiertamente el sistema, torna en proclama convocante. Moore, a quien sus detractores lo acusan de mentiroso y distorsionador, se confiesa cansado de luchar solo y llama a los ciudadanos a sumarse en su camino. “Por algún motivo, los americanos quieren castigar a sus compatriotas si pierden su trabajo o se enferman –reflexiona el cineasta–. Si uno pasa por un mal momento es entonces cuando, como pueblo, somos excepcionalmente crueles con el que está en el piso. La gente en Estados Unidos es buena de forma individual, pero de forma colectiva estamos enojados (...) no nos importa lo que nos pasa a nosotros mismos. Hay 44 millones de analfabetos en los Estados Unidos. Los medios refuerzan esa estupidez e ignorancia, lo que hace más fácil manipular a la gente con el miedo. Los han convertido en estúpidos. Pero creo en una bondad básica de la gente.” Y a esa virtud, justamente, apela Moore. Para cambiar el rumbo perdido. Para decir basta. Para poner en práctica el célebre eslogan de Obama: “Yes, we can”.
Un uno por ciento de la población concentra la mayor porción de la riqueza. El 99 por ciento restante de la torta, cada vez más abajo, se debate entre las hipotecas que no puede pagar y el desempleo que acosa en el corazón del primer mundo. Sin embargo, a un operador de Wall Street parece no preocuparle esa bestial inequidad. El principal problema de los Estados Unidos, escribe en un paper, es que la mayoría, peligrosamente, todavía puede votar. Aunque, se sabe, a algunos congresistas díscolos se los puede comprar con dinero. Y mientras la perversión capitalista agobia, Michael Moore se pregunta: ¿cuándo comenzará a organizarse la rebelión del pueblo?
Con Capitalismo: una historia de amor –su última película que acaba de editarse directo en DVD–, el cineasta norteamericano regresa a la columna vertebral de su obra: la sátira –vestida de comparación entre el Imperio Romano y los Estados Unidos o imaginando a un Jesús capitalista– que abre paso a la risa, las preguntas que apelan a la reflexión, las historias de vida que calan hondo en la angustia contenida, los datos económicos que subrayan el desequilibrio, las entrevistas con los que saben, el enojo con los acusados, las imágenes de los excluidos, la voz de los que se animan, la furia otra vez y alguna rendija para la esperanza. Si pertenecer tiene sus privilegios, Moore se sumerge sin anestesia –y menos pretensión de impacto– en la crisis financiera de los Estados Unidos para desmenuzar una realidad que benefició a unos pocos, a costa de unos cuantos, a los que busca despertar.
“La gente quiere creer que no es el sistema económico lo que está en la base de todo lo malo, la idea de las manzanas podridas”, explicó Moore durante una entrevista que le hizo Naomi Klein, autora de No-logo, para el diario norteamericano The Nation. “Pero el hecho pertinente es que el capitalismo es un sistema de codicia legalizada. La codicia ha estado entre los seres humanos desde siempre y el capitalismo no sólo no le pone restricción alguna sino que la estimula, la recompensa. Me planteo esta cuestión a diario porque la gente se queda muy sorprendida al final de mi película al oírme decir que hay que eliminarla completamente. ‘¿Qué hay de malo en ganar dinero?’ ‘¿Por qué no puedo abrir una zapatería?’, me preguntan. Y me doy cuenta de que, como no se nos enseña economía en el bachillerato, no pueden entender qué significa todo esto.”
La finalidad de Moore no será la revolución, pero sí un activismo político que esboza cuestionamientos al statu quo norteamericano. Sobre todo, a las corporaciones económicas. Aquellas que se funden con los gobiernos de turno –con el beneficio de la duda que le otorga a Barack Obama– y tejen un entramado de desigualdad extrema. “Tal vez sea demasiado optimista –confiesa Moore– pero Obama fue educado por una madre sola y los abuelos, y no creció con dinero. Y aunque fue lo suficientemente afortunado para ir a Harvard y licenciarse, no fue allí para estudiar algo que pudiera hacerlo rico y decidió trabajar en los barrios de la ciudad de Chicago (...) Creo que ha mostrado a lo largo de su vida muchas cosas reveladoras de dónde está su corazón. Durante la campaña electoral tuvo el desliz de decirle a Joe, el plomero, que creía en la distribución equitativa de la riqueza. Tendrá que hacer más para fomentar la participación en este país. Así que espero que entienda la carga que lleva sobre sus espaldas y haga lo correcto.”
El desafío es el cambio. Y Moore alimenta el terreno: tras la denuncia del crimen cometido por los digitadores del capitalismo –“la mafia” que fomentó el rescate económico de los mismos que crearon el desastre–, sobreviene la nostalgia por los tiempos pasados –que siempre son mejores, como cuando Franklin Delano Roosevelt tomó las riendas del poder– y las opciones a futuro. Entonces aparecen los trabajadores despedidos que toman la fábrica para exigir su indemnización y discuten convertirla en cooperativa, el significado del socialismo, la recuperación del trabajo digno y el bienestar social, con salud, educación y vivienda para todos. La adicción a la provocación, con reflejo en sacerdotes que condenan abiertamente el sistema, torna en proclama convocante. Moore, a quien sus detractores lo acusan de mentiroso y distorsionador, se confiesa cansado de luchar solo y llama a los ciudadanos a sumarse en su camino. “Por algún motivo, los americanos quieren castigar a sus compatriotas si pierden su trabajo o se enferman –reflexiona el cineasta–. Si uno pasa por un mal momento es entonces cuando, como pueblo, somos excepcionalmente crueles con el que está en el piso. La gente en Estados Unidos es buena de forma individual, pero de forma colectiva estamos enojados (...) no nos importa lo que nos pasa a nosotros mismos. Hay 44 millones de analfabetos en los Estados Unidos. Los medios refuerzan esa estupidez e ignorancia, lo que hace más fácil manipular a la gente con el miedo. Los han convertido en estúpidos. Pero creo en una bondad básica de la gente.” Y a esa virtud, justamente, apela Moore. Para cambiar el rumbo perdido. Para decir basta. Para poner en práctica el célebre eslogan de Obama: “Yes, we can”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario