jueves, 10 de mayo de 2012

EL SILENCIO DE LOS INOCENTES

Por Miguel Russo
Infanticidio. La utilización de los chicos como moneda de cambio. Cuando los celos o la separación se transforman en asesinato.

La escena corresponde al film francés Aime ton père, donde se tensa hasta el límite una relación conflictiva entre padre e hijo. “Te odiaba; muchas veces quise matarte”, dice Paul Sheperd, el hijo. “Un hijo debe odiar a su padre, así funciona el mundo”, dice Léo Sheperd, el padre. Más allá del diálogo y de la doble pirueta de la relación (Gérard Depardieu, papá, hace de Léo, el padre, mientras Guillaume Depardieu, el nene, hace de Paul, el hijo), la cosa es arte, relato de una ficción por más basada en la realidad que se pretenda. Termina cuando aparece la siguiente película. La realidad, en cambio, es brutal, continua, y revierte la ecuación sostenida desde la ficción: Candela tenía 11 años cuando la mataron; Tomás Dameno tenía 9; Gastón Bustamante, 12. Más allá de las particularidades en cada uno de los casos, la condición de los chicos asesinados como moneda de cambio –por aberración sexual, por deudas entre delincuentes, por sinrazones disfrazadas de desamor, por simple robo, por lo que sea– forma parte de esa realidad brutal y continua. Brutalmente continua.
Porque muy poco cambió desde el año 70 cuando Plutarco daba sus sermones morales sobre los sacrificios de niños entre los cartagineses: “Con pleno conocimiento e intención, ofrecían a sus propios hijos y los que no los tenían se los compraban a los pobres y los degollaban como si fueran otras tantas ovejas o aves; entretanto, la madre asistía a la escena sin una lágrima ni un gemido, pero si dejaba escapar un solo gemido o derramaba una sola lágrima, perdía la suma de dinero convenida y su hijo era sacrificado de todos modos”. Lo supo sin saberlo Sofía, de 9 años, cuando murió apuñalada, al igual que su mamá, Silvia, el 1º de enero de este año en su casa de Villa Urquiza. Su padre, Juan Carlos, que había sido denunciado varias veces por su esposa por maltrato, está detenido como principal sospechoso de ambos crímenes.
Jeremías, de tres meses, jamás llegará a saber que unos 50 años antes de Cristo, un tipo llamado Séneca escribía que “a los perros locos les damos un golpe en la cabeza, a la oveja enferma la degollamos para que no contagie al rebaño, matamos a los engendros, ahogamos incluso a los niños que nacen débiles y anormales. Pero no es la ira, sino la razón la que separa lo malo de lo bueno”. El 5 de febrero, en Santa Fe, Mariano, su padrastro, en medio de una discusión, lo arrebató de los brazos de su madre Jennifer y lo arrojó contra el piso. Nadie va a poder explicarle a Jeremías qué es la ira y qué es la razón. Murió cuando lo trasladaban al hospital.
Monedas de cambio, siglos y siglos de ser utilizados como pago por algo sobre lo que nunca tuvieron ninguna injerencia. Monedas de cambio para el sacrificio “religioso” que practicaban los celtas de irlanda, los galos, los escandinavos, los egipcios, los fenicios, los moabitas, lo ammonitas y, en determinados períodos, los israelitas. Monedas de cambio cuando en el Imperio Romano se daba muerte a los hijos del enemigo. Monedas de cambio cuando los chicos presenciaban la muerte de otros chicos de su edad por las calles de Roma mientras sobrevivían o no según la fortuna política de sus padres. Algo que jamás podrá saber Josefina, la hija de dos años de Débora y José Alberto. El 27 de marzo, a la casa de Rosario donde vivían ella y su madre, llegó José Alberto para poner en claro ciertas cuestiones de la separación. Poner en claro, para el agente de policía José Alberto, fue discutir ásperamente, gritar para imponer su voluntad y, al ver la escasa fortuna de sus órdenes, encerrarse con la nena en el baño y dispararle un tiro en la cabeza para luego suicidarse. Josefina murió seis días después.
Tampoco pudo saberlo el hijito de Javiera y Ángel, en un inquilinato del barrio de Flores. Una tarde de abril, Ángel discutió con su pareja, Javiera. De la discusión, el hombre pasó a los hechos: apuñaló a su mujer con un cuchillo de cocina y, creyéndola muerta, fue hacia la habitación donde dormía su hijo de cuatro años y le cortó el cuello. El chiquito murió de inmediato.
Eduardo Galeano, en una de sus tantas miniaturas, proporcionó el recorrido ideológico de arriba hacia abajo de la violencia. Fue en 1978, y a veces, más allá de las generalidades, todavía sigue siendo: “El sistema que programa la computadora que alarma al banquero que alerta al embajador que cena con el general que emplaza al presidente que intima al ministro que amenaza al director general que humilla al gerente que grita al jefe que prepotea al empleado que desprecia al obrero que maltrata a la mujer que golpea al hijo”.
Los hijos, como último escalón a tener en cuenta de una pirámide que se caracteriza por dar mayor preponderancia al dinero que al sujeto. Ahora y siempre. Si no, cómo comprender los esfuerzos infructuosos que se hicieron durante el siglo IV para que los padres recibieran plata para que conservaran vivos a sus hijos a fin de aumentar la población romana en descenso. Cómo comprender, si no, que dar muerte a los niños no comenzó a ser considerado como asesinato en las leyes hasta el año 374. Es sabido que cualquier ley puede ser derogada, pero que lo que jamás se podrá derogar son las consecuencias de no haber promulgado esa ley antes.
Lucas Lautaro no llegaría a comprenderlo nunca. El 9 de mayo fue asesinado a golpes por su padrastro. Tenía 5 años y murió por traumatismo de cráneo y derrame cerebral por los golpes recibidos. Tampoco lo llegaría a entender Jaquelín Bárbara, que la tarde del 13 de junio, cuando apenas tenía 3 años, fue estrangulada por su padre, Fabio, agente de policía, en la zona jujeña de Alto Comedero. ¿Importa saber que por la mañana, Fabio y su mujer, Leonor, habían discutido por motivos de celos?
Los historiadores medievalistas chocan con las afirmaciones de época que condenaban el infanticidio. El choque lo producen los documentos oficiales que señalan la tasa de natalidad de 156 varones por 100 mujeres (en el año 801) y de 172 varones por 100 mujeres (en el año 1391). Un indicio clave que habla de la magnitud del asesinato de hijas legítimas. Los datos, por supuesto, dan por descontada la práctica habitual de muerte de los hijos ilegítimos, allí sí sin división de sexos.
El 2 de agosto, en Santa Cruz, un año después de que su esposa, María, lo abandonara junto a sus dos hijos, Alejandro, policía provincial, mató y se mató. María, embarazada de seis meses, su hijo de 7 años y su hija de 4 fueron asesinados a tiros. Luego de los crímenes, Alejandro se suicidó, como si con eso pudiera expiar su culpa. Diez días después, en Capitán Bermúdez, Santa Fe, Ignacio, de un año y meses fue asesinado al arrojarlo contra una pared luego de que su madre, Eliana, fuera muerta por apuñalamiento. El parte policial dice que se detuvo a Matías Agustín, con quien Eliana mantenía una relación sentimental, por “un acto criminal desatado por la decisión de la joven de poner fin a la relación de noviazgo que llevaba varios meses”.
Siglos de historia con la misma herida: Inocencio III mandando a construir en Roma el hospital del Santo Spirito a fines del siglo XII dada la enorme cantidad de mujeres que arrojaban a sus hijos al Tíber. Los sacerdotes franceses que, en 1527, dejaron testimonio de que “en las letrinas resonaban los gritos de los niños echados en ellas por sus madres”. El testimonio de William Buchan, un eminente pediatra del siglo XVIII que escribió en su Domestic: “Casi la mitad de la especie humana perece en la infancia por trato inadecuado o descuido”.
No hubo descuido el 30 de agosto en la localidad correntina de Lomas del Mirador. Ese día, Andrea, de 12 años; Cynthya, de 7, y Jorge, de 4 fueron degollados en su casa mientras su madre, Zunilda, escapaba para pedir auxilio. “Yo le iba a dar todas sus cosas al Pablo para que se vaya y no viniera más, trajo una flor y una bolsa de caramelos para los chicos. Me dijo que quería hablar conmigo y yo le respondí que en la vereda. Entró y ahí comenzó el ataque”, dijo Zunilda en el expediente. Pablo era su pareja, padrastro de los chicos. Una semana antes de los asesinatos, Pablo le había pegado un martillazo en la cabeza a otro hijo de su ex mujer, un pibe de 10 años que se salvó de milagro. “Yo había pedido custodia en la Comisaría de la Mujer, pero no me escucharon”, agregó Zunilda al expediente.
No fue descuido tampoco lo que ocurrió el 27 de octubre en Ramallo. Esa noche, Jorge, de 9 años, fue golpeado brutalmente y asfixiado. Su cuerpo fue encontrado en un monte ubicado a 200 metros de la casa en la que vivía con su madre, Débora, y cuatro hermanos. Su padre, Jorge, está detenido como principal sospechoso. El pibe pagó con su vida la pelea de separación de sus padres.
Deudas, pagos: la realidad impone su discurso de mercado, repliega la vida al valor económico.
En la década de 1950, la mortalidad infantil en la colonia portuguesa de Guinea, en África, era de 600 muertes por cada mil nacimientos. Pero poco importaba a las autoridades lusitanas. Tampoco que sólo el uno por ciento de la población rural estuviera alfabetizada. Guinea aportaba su materia prima y su mano de obra sin chistar, Portugal pagaba, con esos ingresos, la posibilidad de pertenecer al mismo continente que Inglaterra, que Alemania, que los poderosos blancos de siempre. Poco importaba si Portugal era negra. África era más negra. Recién el 24 de septiembre de 1973, luego de años de guerra de guerrillas, el Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde logró sacudirse el yugo colonial. Un año después, Portugal reconoció la independencia. Había nacido Guinea-Bissau. Cuando en 1975, el brasileño Paulo Freire fue invitado por el gobierno revolucionario, se asombró como nunca le había pasado hasta el momento en su largo peregrinaje por el mundo intentando poner en práctica su teoría de la pedagogía del oprimido. En Guinea-Bissau tropezó con la rémora ideológica de la colonización y con las economías de autosubsistencia. Los padres campesinos no podían comprender su teoría. Continuaban utilizando a sus hijos como espantapájaros para ahuyentar a las manadas de monos que levantaban, literalmente, la cosecha de maní: para esa tarea no necesitaban saber leer ni escribir. Eran más económicos que los muñecos de madera y paja. Y, además, se movían al ver llegar a los monos. Por ese servicio, el último en la escala social, comían luego de que los animales domésticos hubieran saciado su hambre. No había dudas: las vacas, flacas y todo como estaban, proporcionaban una mínima cuota de las escasas ganancias que poseían. Y chillaban bufando ante el hambre. Los chicos sólo levantaban la voz ante los monos. Y eso, sólo a veces.

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