Denunciaron por brutalidad policial a integrantes de la Comisaría 8ª. El albergue transitorio Jean Jaures está pegado a Cromañón, el boliche en el que murieron 194 chicos a fines de 2004.
Por Mariano Abrevaya Dios
A una de las habitaciones de ese hotel tres estrellas, a las 9 del sábado 25 de septiembre, ingresaron Alejandra y su cliente. A las dos horas abrieron la puerta de calle, acostumbraron la vista a la luz del día, y mientras caminaban juntos hasta Rivadavia, el hombre, un rubio robusto y de ojos claros que llevaba un casco de moto en una de sus manos, disconforme con el servicio que le había dado la mujer, le exigió que le devolviera la plata. El hombre cambió palabras por manos, y le tiró un golpe. Ella se lo devolvió. El pegó más fuerte y ella empezó a gritar. Algunas personas detuvieron el paso. Alertados por un vecino, aparecieron con paso cansado tres uniformados de la Policía Federal. También varias compañeras de la morena, todas afroamericanas, entre ellas Carla, que llegó corriendo junto a su hijo, Lucas, de trece años.
Las chicas no conocían al rubio que a los gritos denunciaba que Alejandra le había robado. Cuando le exigieron que se calme, recibieron trompadas con la mano libre y golpes con el casco. El nene también cobró. Los agentes empezaron a forcejear con las mujeres. Uno de ellos pidió refuerzos. En la puerta de la iglesia Universal del Reino de Dios, que está enfrente, varios curiosos estiraban el cuello. Pararon algunos taxis. En menos de dos minutos aparecieron cinco patrulleros, que dispersaron a la gente y les ordenaron a los automovilistas que circulasen.
Sin ningún tipo de mediación, los policías reprimieron a las mujeres con los bastones y a patadas. Ante la vista de los trabajadores que iban y venían a plaza Once, los uniformados, mientras repartían goma, vomitaban intolerancia verbal: “Negras de mierda, putas sucias, váyanse de nuestro país”. Al final, sólo se llevaron detenida a una de las chicas, apodada Gabi. También al rubio.
La policía se retiró en caravana y a alta velocidad. Las chicas decidieron ir a la Comisaría 8ª, en la calle Urquiza al 600, para reclamar la libertad de su compañera. Mientras gritaban con ganas frente a la fachada de la dependencia, a la una de la tarde, por la puerta principal, salió disparado un pelotón de quince policías –por lo menos dos eran mujeres y más de uno estaba vestido de civil– dispuestos a terminar con la revuelta de las inmigrantes.
Golpiza en la comisaría. La represión fue brutal. Gas pimienta, golpes, patadas e insultos. Las dominaron doblándoles los brazos sobre la espalda, tiradas boca abajo sobre el pavimento. Las esposaron y las hicieron parar. Eran ocho mujeres, y Lucas, al que aparentemente le apuntaron con un arma larga en la cabeza para amedrentarlo. Acodado en el mostrador de la sala de entrada de la comisaría, el rubio sonreía con gesto canchero.
Al nene lo tiraron dentro del calabozo de los varones, junto a varios adultos, y a las mujeres en otro. Su madre, desesperada, escuchaba el llanto de su hijo, del otro lado de la pared. Con la situación, ahora sí bajo control, los agentes continuaron con los golpes y los insultos denigrantes y xenófobos. Al rato les tomaron las huellas dactilares, les sacaron fotos y les exigieron la firma de unas actas en las que las responsabilizaban por daños y perjuicios. Ellas se negaron y los policías les dijeron que no les darían la libertad. Tuvieron que firmar, con miedo a que esos papeles significaran una complicación para los trámites migratorios. En ningún momento les permitieron hacer un llamado.
Las dejaron en libertad 14 horas después, a las cuatro de la mañana del domingo pasado. A Lucas, un rato antes, a las seis de la tarde del mismo sábado. El lunes a primera hora las mujeres, junto al nene, se acercaron al local de la Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos (Ammar), una organización fundada en 1995 para hacerle frente a la violencia policial y luchar por la derogación de los códigos contravencionales. Las recibieron la presidenta y la tesorera. Entre todas, y en desorden, les contaron la historia. La tesorera fue corriendo a una de las habitaciones y trajo una cámara de fotos. Se tomaron varios minutos para registrar los moretones y cortes en la piel. Les dijeron que había que ir al hospital y las acompañaron hasta el Ramos Mejía. Después de hacerse placas y de haber tomado calmantes, de nuevo en el edificio, ya más tranquilas y contenidas, recibieron una nueva recomendación: hacer la denuncia.
Al otro día, Carla, su hijo, y otras dos compañeras, fueron a la Defensoría del Pueblo porteña, donde detallaron los hechos. Declararon, firmaron, y se retiraron con una nueva sugerencia: hacer una denuncia, esta vez en la Justicia. Miradas al Sur habló con la abogada que las acompañó a la Cámara Penal. Dijo que “Carla hizo la denuncia penal el miércoles y al día siguiente la ratificó en la Fiscalía de Instrucción N° 18, donde tramita la causa contra los integrantes de la Comisaría 8ª”. La abogada también informó que la intención es que todas las damnificadas declaren en la causa la próxima semana. La Defensoría del Pueblo va a presentar la semana próxima las denuncias de las otras dos damnificadas en la causa y va a solicitar que se tomen medidas en relación a la brutalidad policial.
Miradas al Sur se acercó hasta las oficinas de Ammar, frente a plaza Once. Zula Lucero y Margarita, la tesorera, fueron muy claras en relación con la lectura política que hacen de uno de los oficios más antiguos: “Prevenimos a las niñas y adolescentes que están en situación de vulnerabilidad social para que no caigan en la prostitución, e intentamos que las que ya están ejerciendo conozcan sus derechos y los límites que tiene la policía a la hora de labrarles un acta o detenerlas”. “En ese sentido –agregaron– somos abolicionistas, ya que no consideramos ni reivindicamos a la prostitución como un trabajo”.
Ellas son las que acompañan a las mujeres que tienen que enfrentar un proceso judicial, como sucedió con Carla, su hijo, y el resto de las afroamericanas. Cuentan con un equipo interdisciplinario de trabajo, y tienen firmados convenios con la Dirección de Niñez y Adolescencia. Zula contó: “Salimos a la calle a promocionar campañas contra el VIH y por la educación sexual, aprovechando el conocimiento de la calle que tenemos por haber estado también ahí”.
Por Mariano Abrevaya Dios
A una de las habitaciones de ese hotel tres estrellas, a las 9 del sábado 25 de septiembre, ingresaron Alejandra y su cliente. A las dos horas abrieron la puerta de calle, acostumbraron la vista a la luz del día, y mientras caminaban juntos hasta Rivadavia, el hombre, un rubio robusto y de ojos claros que llevaba un casco de moto en una de sus manos, disconforme con el servicio que le había dado la mujer, le exigió que le devolviera la plata. El hombre cambió palabras por manos, y le tiró un golpe. Ella se lo devolvió. El pegó más fuerte y ella empezó a gritar. Algunas personas detuvieron el paso. Alertados por un vecino, aparecieron con paso cansado tres uniformados de la Policía Federal. También varias compañeras de la morena, todas afroamericanas, entre ellas Carla, que llegó corriendo junto a su hijo, Lucas, de trece años.
Las chicas no conocían al rubio que a los gritos denunciaba que Alejandra le había robado. Cuando le exigieron que se calme, recibieron trompadas con la mano libre y golpes con el casco. El nene también cobró. Los agentes empezaron a forcejear con las mujeres. Uno de ellos pidió refuerzos. En la puerta de la iglesia Universal del Reino de Dios, que está enfrente, varios curiosos estiraban el cuello. Pararon algunos taxis. En menos de dos minutos aparecieron cinco patrulleros, que dispersaron a la gente y les ordenaron a los automovilistas que circulasen.
Sin ningún tipo de mediación, los policías reprimieron a las mujeres con los bastones y a patadas. Ante la vista de los trabajadores que iban y venían a plaza Once, los uniformados, mientras repartían goma, vomitaban intolerancia verbal: “Negras de mierda, putas sucias, váyanse de nuestro país”. Al final, sólo se llevaron detenida a una de las chicas, apodada Gabi. También al rubio.
La policía se retiró en caravana y a alta velocidad. Las chicas decidieron ir a la Comisaría 8ª, en la calle Urquiza al 600, para reclamar la libertad de su compañera. Mientras gritaban con ganas frente a la fachada de la dependencia, a la una de la tarde, por la puerta principal, salió disparado un pelotón de quince policías –por lo menos dos eran mujeres y más de uno estaba vestido de civil– dispuestos a terminar con la revuelta de las inmigrantes.
Golpiza en la comisaría. La represión fue brutal. Gas pimienta, golpes, patadas e insultos. Las dominaron doblándoles los brazos sobre la espalda, tiradas boca abajo sobre el pavimento. Las esposaron y las hicieron parar. Eran ocho mujeres, y Lucas, al que aparentemente le apuntaron con un arma larga en la cabeza para amedrentarlo. Acodado en el mostrador de la sala de entrada de la comisaría, el rubio sonreía con gesto canchero.
Al nene lo tiraron dentro del calabozo de los varones, junto a varios adultos, y a las mujeres en otro. Su madre, desesperada, escuchaba el llanto de su hijo, del otro lado de la pared. Con la situación, ahora sí bajo control, los agentes continuaron con los golpes y los insultos denigrantes y xenófobos. Al rato les tomaron las huellas dactilares, les sacaron fotos y les exigieron la firma de unas actas en las que las responsabilizaban por daños y perjuicios. Ellas se negaron y los policías les dijeron que no les darían la libertad. Tuvieron que firmar, con miedo a que esos papeles significaran una complicación para los trámites migratorios. En ningún momento les permitieron hacer un llamado.
Las dejaron en libertad 14 horas después, a las cuatro de la mañana del domingo pasado. A Lucas, un rato antes, a las seis de la tarde del mismo sábado. El lunes a primera hora las mujeres, junto al nene, se acercaron al local de la Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos (Ammar), una organización fundada en 1995 para hacerle frente a la violencia policial y luchar por la derogación de los códigos contravencionales. Las recibieron la presidenta y la tesorera. Entre todas, y en desorden, les contaron la historia. La tesorera fue corriendo a una de las habitaciones y trajo una cámara de fotos. Se tomaron varios minutos para registrar los moretones y cortes en la piel. Les dijeron que había que ir al hospital y las acompañaron hasta el Ramos Mejía. Después de hacerse placas y de haber tomado calmantes, de nuevo en el edificio, ya más tranquilas y contenidas, recibieron una nueva recomendación: hacer la denuncia.
Al otro día, Carla, su hijo, y otras dos compañeras, fueron a la Defensoría del Pueblo porteña, donde detallaron los hechos. Declararon, firmaron, y se retiraron con una nueva sugerencia: hacer una denuncia, esta vez en la Justicia. Miradas al Sur habló con la abogada que las acompañó a la Cámara Penal. Dijo que “Carla hizo la denuncia penal el miércoles y al día siguiente la ratificó en la Fiscalía de Instrucción N° 18, donde tramita la causa contra los integrantes de la Comisaría 8ª”. La abogada también informó que la intención es que todas las damnificadas declaren en la causa la próxima semana. La Defensoría del Pueblo va a presentar la semana próxima las denuncias de las otras dos damnificadas en la causa y va a solicitar que se tomen medidas en relación a la brutalidad policial.
Miradas al Sur se acercó hasta las oficinas de Ammar, frente a plaza Once. Zula Lucero y Margarita, la tesorera, fueron muy claras en relación con la lectura política que hacen de uno de los oficios más antiguos: “Prevenimos a las niñas y adolescentes que están en situación de vulnerabilidad social para que no caigan en la prostitución, e intentamos que las que ya están ejerciendo conozcan sus derechos y los límites que tiene la policía a la hora de labrarles un acta o detenerlas”. “En ese sentido –agregaron– somos abolicionistas, ya que no consideramos ni reivindicamos a la prostitución como un trabajo”.
Ellas son las que acompañan a las mujeres que tienen que enfrentar un proceso judicial, como sucedió con Carla, su hijo, y el resto de las afroamericanas. Cuentan con un equipo interdisciplinario de trabajo, y tienen firmados convenios con la Dirección de Niñez y Adolescencia. Zula contó: “Salimos a la calle a promocionar campañas contra el VIH y por la educación sexual, aprovechando el conocimiento de la calle que tenemos por haber estado también ahí”.
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