El material que puede apreciarse en su disco A solas con el mundo hace prever una noche de alta belleza. Aquí, Pedro Aznar repasa los riesgos y placeres de actuar “sin cómplices”, su relación con los instrumentos, el encanto digital y varias cosas más.
Por Karina Micheletto
Por Karina Micheletto
A solas con el mundo, (se) propone Pedro Aznar. Grabó su nuevo disco a partir de una serie de presentaciones en solitario, un puñado de versiones que muestra en paralelo a los conciertos con su banda, un recorrido diferenciado. A solas también con Joni Mitchell y Cuchi Leguizamón, Bob Telson y Andrés Calamaro, George Harrison y Violeta Parra y la baguala y la copla con caja. Y a solas nuevamente, para reinterpretar ese vivo ya grabado en voz y guitarra, pero también en una cantidad de instrumentos a su cargo, en el concierto que dará hoy a las 21.30 en el Teatro Coliseo (Marcelo T. de Alvear 1125). Desnudez, salto sin red –sin la protección de algún tipo de “acolchonamiento musical”–, puesta en acto del cuerpo, cercanía, conciencia de la mirada del otro, del riesgo que ello implica. Todo esto se pone en juego, dice el cantautor y multiinstrumentista en las notas del disco, en una propuesta de estas características.
De todo esto parece estar hecho también el acercamiento de Aznar a la situación de entrevista, entre alguna forma arcaica de timidez, de inocultable y contagiosa incomodidad, y una distancia impuesta de antemano y pronto agigantada por el dato erróneo que –oh– cuela la cronista a poco de encendido el grabador. Una distancia que se va remontando a medida que se logra instalar algún clima, que los temas conceden la aceptación del juego hagamos como que charlamos. Y que finalmente se esfuma en seco tras el stop del grabador. Y faltan las fotos. Cuesta retomar el proceso en los escasos minutos disponibles. Sólo la cámara del talentoso Pablo Piovano podrá plasmar un juego temporal, a partir de una toma planteada desde otra toma recortada, que viene de unos años atrás.
Y al fin queda lo que vale. Las respuestas de Aznar no son ligeras ni obvias ni artificiosamente construidas ni pensadas para gustar. Se impone una conciencia de sí y de su obra que luce en el resultado, una diferencia con la media. Así, como su música.
El disco que hoy presentará Aznar abre con una bellísima versión de “Amelia”, de Joni Mitchell. Lo que logra con esta oda a la melancolía de la canadiense –que al parecer repasa uno por uno los pedidos de autorización para ser versionada, y se toma su tiempo para analizar si los acepta– es ir al núcleo del tema para encontrar aquello que tiene de esencial, retomándolo con una forma propia –en este caso, la operación se da también en la traducción, a cargo del propio Aznar–. Esta traducción, particularmente conmovedora, ya había sido grabada por Aznar junto a Roxana Amed en el primer disco de la cantante, que él produjo.
“No es un disco en vivo clásico, en el sentido de llevar sobre el escenario música que ya fue grabada”, dice Aznar sobre su A solas con el mundo. “A muchas de estas canciones las había grabado en formato de dúo y habían sido lanzadas en los discos de los respectivos colegas. Cuando las incorporé al show unipersonal, la gente empezó a preguntar en qué disco mío podía encontrarlas. Ahí me dieron ganas de hacer un disco que conservara la frescura del vivo y que tuviera todas estas canciones juntas.” Son todas obras ajenas: “Algunas fueron bises en algún momento, como las bagualas con caja; o ‘While my guitar gently weeps’, que hice por primera vez en un homenaje radial a The Beatles. A ‘Calling you’ (de la película Bagdad café) la había preparado para un festival de cine en Tucumán... Son gemitas que fueron quedando dispersas por ahí”.
–En las notas del disco habla del artista solo frente al público, de la exposición y la transformación que implica. ¿Cree que esto le ocurre también al público en esta situación?
–Sí, porque conectan con una interioridad tan fuerte como la del autor cuando escribió las canciones, o como la del intérprete cuando les está poniendo el cuerpo sobre el escenario. Es algo que nos atraviesa a los tres: al autor, que está presente en alma; al intérprete, que le está poniendo el cuerpo a esa voz poética, y al público, que está completando el ritual.
–¿La conexión es más directa, o es simplemente otro tipo de propuesta?
–No sé si es más directa, es más íntima. Tenés menos refugio en lo orquestal. Es un fenómeno en solitario, hay un instrumento y una voz, y lo único más despojado que podría haber es cantar a capella. Eso propicia un cierto tipo de encuentro mío con la música, especial, y con el público, me pasa una cosa diferente. Es un desafío importante.
–Todo debe estar multiplicado, para bien y para mal...
–Sí, no estás con tus cómplices compartiendo las pérdidas y las ganancias, estás solito y tu alma. Pero eso es como un deporte de riesgo, cuando aterrizás suavemente, te invade una adrenalina muy especial, porque te la jugaste por entero. Y sabés que, si salía mal, salía muy mal.
Título
En la biografía de Pedro Aznar apabulla ese camino recorrido al que refiere ahora Aznar, que con 16 años ya estaba tocando el bajo –y cómo– en “Madre Atómica”. Llaman la atención también un par de menciones personales: la importancia de Revolver, el primer disco que le regalaron. “Fue el disco que revolucionó la música de un grupo que revolucionó la música. Y a mí me marcó: esperaba un disco beatle yeah yeah yeah y me encontré con ‘Tomorrow never knows’, a los 7 años. Creo que eso me hizo un daño irreparable”, se ríe –¡al fin!– Aznar.
También está el detalle de una colección de discos de colores que había en su jardín de infantes: “Divinos. Combinaban mi pasión por la música y por los discos, con esos colores como caramelitos de distintos sabores. Sublime. No los volví a ver. Si los encontrara por ahí, los compraría inmediatamente”. Y la primera guitarra, regalo de su padre músico, comprada con un tío bandoneonista. “Todavía está por ahí, toda rota”.
–¿Tiene algún arraigo particular con los objetos?
–Con los objetos... más o menos. Ahora, un instrumento no califica como objeto. Un instrumento ni siquiera es una herramienta, es una voz más allá de la voz del cuerpo. Una voz más que le ponés a tu cuerpo. Una extensión de tu cuerpo, o mejor: de tu alma. No es algo externo, es una parte tuya.
–Pero para que sea eso primero tiene que haber pasado por uno.
–Absolutamente. Eso se da a partir de una relación de tiempo con el instrumento, o de una magia que a veces se produce de manera muy espontánea. Hay instrumentos que he sentido como propios desde la primera vez que los toqué. Y otros que tengo hace años, con los cuales me trato de usted. Instrumentos preciosos, que suenan divinos, que anhelé tener mucho tiempo. Pero aun así están ahí, los saco cada tanto, grabo algo y los guardo. Para contar mis instrumentos, los que son míos de verdad, me alcanza con los dedos de una mano.
–Está describiendo una relación amorosa: amor a primera vista, o “me gustás pero no llegaremos a nada juntos”...
–Se parece mucho a lo humano, sí...
–Es conocida su pasión por la exploración del sonido, desde los tiempos de Seru Giran. Si con los instrumentos tiene una relación humana, ¿cuál es su relación con la tecnología, en la búsqueda del sonido?
–Siempre tomé el sonido como parte de la magia de la música. El sonido es una parte indivisible de la música, y la búsqueda de un sonido es la búsqueda de una música. Tiene tanto de musa –origen de la palabra música–, como la propia música: ese soplo inspirador, esa cosa intangible que define al hacer música, también está en el sonido. La música se hace no solamente de una indicación de notas en un pentagrama, sino también del fenómeno sonoro que termina ocurriendo con el aire en movimiento. Y la búsqueda de la manera en que se expresa esa sonoridad es una búsqueda artística, sin lugar a dudas. Para mí eso fue claro desde el principio.
–¿Lo entusiasma tanto como la interpretación?
–Sí. El fenómeno del registro, la grabación del sonido, experimentar con eso, me fascinó desde chico. Me parecía un acto de magia, y me sigue pareciéndolo. Que uno pueda, a voluntad, hacer sonar una música en cualquier lugar, es maravilloso. Y ahora, al punto de que es como si las musas hubieran finalmente dominado al mundo: el soporte es cada vez menos físico, son números que están en no se sabe qué memoria, en un servidor andá a saber dónde, llegando por el aire, o qué sé yo. Se ha ido sutilizando cada vez más, al punto de hacerse cada vez más inmaterial. Pero, finalmente, la música, incluyendo su expresión sonora, sigue teniendo ese poder único de conmovernos. Porque un sonido –incluso un único sonido– tiene el poder de conmovernos. Si no, que lo digan los hindúes. Un solo sonido puede transformar tu mundo.
–Por lo visto lo suyo no es la apología analógica...
–¡Para nada! Entiendo que hay ciertos soportes materiales del audio o la imagen que tienen su propia personalidad, que le agregan a la obra una cierta cosa, es un sustento físico que trabaja de una cierta manera. Y hay ciertas cosas de la grabación en cinta analógica que son únicas, irreemplazables, que son un mundo sonoro en sí. Tenés que saber qué partido le sacás a cada soporte, con sus ventajas y desventajas. Pero para mí las ventajas de lo digital superan ampliamente a las desventajas. Y esas desventajas se han ido reduciendo muchísimo con el tiempo: el audio digital que escuchamos hoy no es el que escuchábamos hace 30 años, es infinitamente superior. Los primeros reproductores de CD eran bastante calamitosos, ahora cualquier reproductor de música tiene convertidores excelentes, y muy baratos. Tenerle fobia a lo digital hoy me parece un prejuicio más que otra cosa.
–¿Y cuáles fueron aquellos primeros experimentos de chico?
–El primer grabadorcito con cinta a carrete se lo capturé a mi hermana, pobre, se lo habían regalado mis viejos cuando cumplió quince años. Lo tengo ahí, lo quise guardar junto a toda la parafernalia ultramoderna, para no olvidarme de que es un juego, en el mejor sentido de la palabra. Para no olvidarme de lo creativo que yo era y del jugo que sacaba de eso. Pasaba las cintas al revés, cortaba, sobregrababa una pista sobre otra. Y después, cuando salieron los casetes, tenía un pasacasete de los de auto, le había puesto una batería, y un grabador a casete prestado. Ahí empecé a jugar a lo grande: copiaba de un grabador al otro, sumaba de un instrumento cada vez, regrababa, copiaba la sonoridad de grabaciones de discos que me gustaban... Era realmente mágico.
–¿Y esa magia sigue despertando su asombro?
–Sí. Voy a seguir gastando dinero en equipamientos de sonido, ¡hasta que me muera! ¡Voy a reventar todos mis ahorros en equipos por siempre!
Pedro Aznar se ríe otra vez. Con una suave intensidad.
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De todo esto parece estar hecho también el acercamiento de Aznar a la situación de entrevista, entre alguna forma arcaica de timidez, de inocultable y contagiosa incomodidad, y una distancia impuesta de antemano y pronto agigantada por el dato erróneo que –oh– cuela la cronista a poco de encendido el grabador. Una distancia que se va remontando a medida que se logra instalar algún clima, que los temas conceden la aceptación del juego hagamos como que charlamos. Y que finalmente se esfuma en seco tras el stop del grabador. Y faltan las fotos. Cuesta retomar el proceso en los escasos minutos disponibles. Sólo la cámara del talentoso Pablo Piovano podrá plasmar un juego temporal, a partir de una toma planteada desde otra toma recortada, que viene de unos años atrás.
Y al fin queda lo que vale. Las respuestas de Aznar no son ligeras ni obvias ni artificiosamente construidas ni pensadas para gustar. Se impone una conciencia de sí y de su obra que luce en el resultado, una diferencia con la media. Así, como su música.
El disco que hoy presentará Aznar abre con una bellísima versión de “Amelia”, de Joni Mitchell. Lo que logra con esta oda a la melancolía de la canadiense –que al parecer repasa uno por uno los pedidos de autorización para ser versionada, y se toma su tiempo para analizar si los acepta– es ir al núcleo del tema para encontrar aquello que tiene de esencial, retomándolo con una forma propia –en este caso, la operación se da también en la traducción, a cargo del propio Aznar–. Esta traducción, particularmente conmovedora, ya había sido grabada por Aznar junto a Roxana Amed en el primer disco de la cantante, que él produjo.
“No es un disco en vivo clásico, en el sentido de llevar sobre el escenario música que ya fue grabada”, dice Aznar sobre su A solas con el mundo. “A muchas de estas canciones las había grabado en formato de dúo y habían sido lanzadas en los discos de los respectivos colegas. Cuando las incorporé al show unipersonal, la gente empezó a preguntar en qué disco mío podía encontrarlas. Ahí me dieron ganas de hacer un disco que conservara la frescura del vivo y que tuviera todas estas canciones juntas.” Son todas obras ajenas: “Algunas fueron bises en algún momento, como las bagualas con caja; o ‘While my guitar gently weeps’, que hice por primera vez en un homenaje radial a The Beatles. A ‘Calling you’ (de la película Bagdad café) la había preparado para un festival de cine en Tucumán... Son gemitas que fueron quedando dispersas por ahí”.
–En las notas del disco habla del artista solo frente al público, de la exposición y la transformación que implica. ¿Cree que esto le ocurre también al público en esta situación?
–Sí, porque conectan con una interioridad tan fuerte como la del autor cuando escribió las canciones, o como la del intérprete cuando les está poniendo el cuerpo sobre el escenario. Es algo que nos atraviesa a los tres: al autor, que está presente en alma; al intérprete, que le está poniendo el cuerpo a esa voz poética, y al público, que está completando el ritual.
–¿La conexión es más directa, o es simplemente otro tipo de propuesta?
–No sé si es más directa, es más íntima. Tenés menos refugio en lo orquestal. Es un fenómeno en solitario, hay un instrumento y una voz, y lo único más despojado que podría haber es cantar a capella. Eso propicia un cierto tipo de encuentro mío con la música, especial, y con el público, me pasa una cosa diferente. Es un desafío importante.
–Todo debe estar multiplicado, para bien y para mal...
–Sí, no estás con tus cómplices compartiendo las pérdidas y las ganancias, estás solito y tu alma. Pero eso es como un deporte de riesgo, cuando aterrizás suavemente, te invade una adrenalina muy especial, porque te la jugaste por entero. Y sabés que, si salía mal, salía muy mal.
Título
En la biografía de Pedro Aznar apabulla ese camino recorrido al que refiere ahora Aznar, que con 16 años ya estaba tocando el bajo –y cómo– en “Madre Atómica”. Llaman la atención también un par de menciones personales: la importancia de Revolver, el primer disco que le regalaron. “Fue el disco que revolucionó la música de un grupo que revolucionó la música. Y a mí me marcó: esperaba un disco beatle yeah yeah yeah y me encontré con ‘Tomorrow never knows’, a los 7 años. Creo que eso me hizo un daño irreparable”, se ríe –¡al fin!– Aznar.
También está el detalle de una colección de discos de colores que había en su jardín de infantes: “Divinos. Combinaban mi pasión por la música y por los discos, con esos colores como caramelitos de distintos sabores. Sublime. No los volví a ver. Si los encontrara por ahí, los compraría inmediatamente”. Y la primera guitarra, regalo de su padre músico, comprada con un tío bandoneonista. “Todavía está por ahí, toda rota”.
–¿Tiene algún arraigo particular con los objetos?
–Con los objetos... más o menos. Ahora, un instrumento no califica como objeto. Un instrumento ni siquiera es una herramienta, es una voz más allá de la voz del cuerpo. Una voz más que le ponés a tu cuerpo. Una extensión de tu cuerpo, o mejor: de tu alma. No es algo externo, es una parte tuya.
–Pero para que sea eso primero tiene que haber pasado por uno.
–Absolutamente. Eso se da a partir de una relación de tiempo con el instrumento, o de una magia que a veces se produce de manera muy espontánea. Hay instrumentos que he sentido como propios desde la primera vez que los toqué. Y otros que tengo hace años, con los cuales me trato de usted. Instrumentos preciosos, que suenan divinos, que anhelé tener mucho tiempo. Pero aun así están ahí, los saco cada tanto, grabo algo y los guardo. Para contar mis instrumentos, los que son míos de verdad, me alcanza con los dedos de una mano.
–Está describiendo una relación amorosa: amor a primera vista, o “me gustás pero no llegaremos a nada juntos”...
–Se parece mucho a lo humano, sí...
–Es conocida su pasión por la exploración del sonido, desde los tiempos de Seru Giran. Si con los instrumentos tiene una relación humana, ¿cuál es su relación con la tecnología, en la búsqueda del sonido?
–Siempre tomé el sonido como parte de la magia de la música. El sonido es una parte indivisible de la música, y la búsqueda de un sonido es la búsqueda de una música. Tiene tanto de musa –origen de la palabra música–, como la propia música: ese soplo inspirador, esa cosa intangible que define al hacer música, también está en el sonido. La música se hace no solamente de una indicación de notas en un pentagrama, sino también del fenómeno sonoro que termina ocurriendo con el aire en movimiento. Y la búsqueda de la manera en que se expresa esa sonoridad es una búsqueda artística, sin lugar a dudas. Para mí eso fue claro desde el principio.
–¿Lo entusiasma tanto como la interpretación?
–Sí. El fenómeno del registro, la grabación del sonido, experimentar con eso, me fascinó desde chico. Me parecía un acto de magia, y me sigue pareciéndolo. Que uno pueda, a voluntad, hacer sonar una música en cualquier lugar, es maravilloso. Y ahora, al punto de que es como si las musas hubieran finalmente dominado al mundo: el soporte es cada vez menos físico, son números que están en no se sabe qué memoria, en un servidor andá a saber dónde, llegando por el aire, o qué sé yo. Se ha ido sutilizando cada vez más, al punto de hacerse cada vez más inmaterial. Pero, finalmente, la música, incluyendo su expresión sonora, sigue teniendo ese poder único de conmovernos. Porque un sonido –incluso un único sonido– tiene el poder de conmovernos. Si no, que lo digan los hindúes. Un solo sonido puede transformar tu mundo.
–Por lo visto lo suyo no es la apología analógica...
–¡Para nada! Entiendo que hay ciertos soportes materiales del audio o la imagen que tienen su propia personalidad, que le agregan a la obra una cierta cosa, es un sustento físico que trabaja de una cierta manera. Y hay ciertas cosas de la grabación en cinta analógica que son únicas, irreemplazables, que son un mundo sonoro en sí. Tenés que saber qué partido le sacás a cada soporte, con sus ventajas y desventajas. Pero para mí las ventajas de lo digital superan ampliamente a las desventajas. Y esas desventajas se han ido reduciendo muchísimo con el tiempo: el audio digital que escuchamos hoy no es el que escuchábamos hace 30 años, es infinitamente superior. Los primeros reproductores de CD eran bastante calamitosos, ahora cualquier reproductor de música tiene convertidores excelentes, y muy baratos. Tenerle fobia a lo digital hoy me parece un prejuicio más que otra cosa.
–¿Y cuáles fueron aquellos primeros experimentos de chico?
–El primer grabadorcito con cinta a carrete se lo capturé a mi hermana, pobre, se lo habían regalado mis viejos cuando cumplió quince años. Lo tengo ahí, lo quise guardar junto a toda la parafernalia ultramoderna, para no olvidarme de que es un juego, en el mejor sentido de la palabra. Para no olvidarme de lo creativo que yo era y del jugo que sacaba de eso. Pasaba las cintas al revés, cortaba, sobregrababa una pista sobre otra. Y después, cuando salieron los casetes, tenía un pasacasete de los de auto, le había puesto una batería, y un grabador a casete prestado. Ahí empecé a jugar a lo grande: copiaba de un grabador al otro, sumaba de un instrumento cada vez, regrababa, copiaba la sonoridad de grabaciones de discos que me gustaban... Era realmente mágico.
–¿Y esa magia sigue despertando su asombro?
–Sí. Voy a seguir gastando dinero en equipamientos de sonido, ¡hasta que me muera! ¡Voy a reventar todos mis ahorros en equipos por siempre!
Pedro Aznar se ríe otra vez. Con una suave intensidad.
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Yo fui a verlo, y realmente fue una fiesta. Es increíble como músico, tiene un talento de otro mundo y una voz tan bella que me resulta difícil poner un adjetivo...
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