Médicos infectaron a niñas guatemaltecas en 1946 para probar la penicilina. El drama todavía perdura.
Marta Orellana cuenta que estaba jugando con amigos en el orfanato cuando se escuchó la orden: “Orellana a la enfermería, Orellana a la enfermería”. Allí la estaban esperando varios médicos que ella nunca había visto antes. Hombres altos, corpulentos, que hablaban en un idioma que ella sospechaba que era inglés, más un médico de Guatemala. Tenían jeringas y pequeñas botellas. Le ordenaron que se acostara y que abriera las piernas. Avergonzada, cerró las rodillas y dijo que no. El médico guatemalteco le pegó una cachetada y ella comenzó a llorar. “Hice lo que me pidieron”, recuerda. Hoy, aquella niña de 9 años es una bisabuela de 74, pero la angustia de aquél momento perdura. Allí comenzó todo: el dolor, la humillación, el misterio. Era 1946 y huérfanos de la ciudad de Guatemala, junto con presos, conscriptos y prostitutas, fueron seleccionados para participar en un experimento médico que atormentaría a muchos y fue mantenido en secreto durante más de seis décadas. Estados Unidos, preocupado por los soldados que volvían al país con enfermedades sexuales, infectó a cerca de 1.500 guatemaltecos con sífilis, gonorrea y chancroide para probar un antibiótico recién descubierto, la penicilina. “Nunca me dijeron lo que estaban haciendo, y nunca me dieron la chance de decir que no”, contó Orellana. “Viví casi toda mi vida sin saber la verdad. Que Dios los perdone”. El gobierno norteamericano admitió la existencia de este experimento en octubre pasado, cuando la secretaria de Estado Hillary Clinton y la secretaria de Salud, Kathleen Sebelius, emitieron una declaración conjunta en la que pedían disculpas por “tan reprobable investigación”. El presidente Barack Obama llamó por teléfono a su colega guatemalteco, Alvaro Colom, para pedirle perdón. Susan Reverby, profesora en Wellesley College de EE.UU. descubrió en 2010 el experimento mientras investigaba el estudio sobre sífilis Tuskegee en el que cientos de norteamericanos de ascendencia africana fueron dejados sin tratamiento durante 40 años, desde los años 30. El estudio de Guatemala fue más allá todavía, ya que infectó gente de forma deliberada. No sólo violó el juramento hipocrático de no causar daño sino que se hizo eco de crímenes nazis puestos al descubierto en los juicios de Nuremberg. Las víctimas permanecieron mayormente en el anonimato todos estos años, pero The Guardian logró entrevistar a las familias de tres sobrevivientes identificados hasta ahora por Guatemala. Dieron cuenta de vidas signadas por la enfermedad, el abandono y las preguntas sin respuesta. “Mi padre no sabía leer y lo trataron como a un animal” contó Benjamín Ramos, hijo de Federico (87), un ex soldado. “Este fue el experimento del diablo” agregó. Mateo Gudiel contó que su padre, Manuel (87), otro antiguo conscripto, sufrió infecciones relacionadas con la sífilis, demencia y jaquecas. “Algunas de estas cosas las heredé yo, mis hermanos y mis hijos”. Los chicos pueden heredar, en efecto, la sífilis congénita. Más de la mitad de las víctimas eran s oldados de bajo rango derivados por sus superiores a médicos norteamericanos que trabajaban en una base militar de la capital. Los norteamericanos dispusieron inicialmente que prostitutas infectadas tuvieran sexo con prisioneros antes de descubrir que era más “eficaz” inyectar a soldados, pacientes psiquiátricos y huérfanos con la bacteria. La investigación oficial de Guatemala publicará su informe este mes. “Lo que más me llamó la atención fue el poco valor que se daba a estas vidas humanas. Eran vistos como cosas con las que había que experimentar” observó Carlos Mejía, miembro de la investigación y titular del Colegio de Médicos guatemalteco. La cooperación de Guatemala se logró ofreciéndoles cigarrillos a las víctimas y material a las instituciones sin recursos. Los pacientes psiquiátricos que no podían ni hablar fueron registrados con sobrenombres como “el mudo de San Marcos”. No está claro, de todos modos, qué era lo que se prometía a las Hermanas de la Caridad a cambio de los huérfanos que facilitaban a hombres altos de chaquetas blancas que las visitaban todas las semanas entre 1946 y 1948. “Nunca me dijeron por qué me habían elegido para esto”, dijo Orellana, que tenía cuatro años cuando fue enviada a una institución después de la muerte de sus padres. “Mi cuerpo me dolía y tenía sueño. No quería jugar”. Con el tiempo, un marido “paciente y amoroso” ayudó a Marta a superar varios temas relacionados con su intimidad. Hoy tiene 5 hijos y 20 nietos. Rudy Zuniga, el abogado que representa a las víctimas en una demanda colectiva en EE.UU. espera negociar las indemnizaciones con funcionarios norteamericanos en una reunión que tendrá lugar en agosto. El experimento A comienzos de 1946, por decisión del Gobierno de Estados Unidos se infectaron a huérfanos, presos, conscriptos y prostitutas de la ciudad de Guatemala. Estados Unidos estaba preocupado por los soldados que volvían al país con enfermedades sexuales e inoculó a los guatemaltecos con los virus de sífilis, gonorrea y chancroide. La intención era usarlos como “conejillos de Indias” para probar un antibiótico recién descubierto: la penicilina. El experimento se descubrió en 2010, cuando científicos investigaban el escándalo Tuskegee, en el que cientos de afroamericanos con sífilis fueron dejados sin tratamiento desde 1932 a 1972. En octubre pasado la Casa Blanca admitió el experimento. Obama pidió disculpas públicas.
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