Por Natalia Paez
Una veintena de voluntarias civiles, en su mayoría enfermeras, viajaron a la zona de conflicto a bordo de buques mercantes y del rompehielos Irízar. Sólo siete desembarcaron en las islas. Tiempo Argentino reunió a dos de ellas.
En Malvinas, bajo el fuego cruzado del teatro de operaciones en el Atlántico Sur, también hubo mujeres argentinas. Civiles, voluntarias. Fueron siete las que pisaron Puerto Argentino y hubo en total unas 20 distribuidas en el corro de buques mercantes que rodeaba la escena de fuego. Seis de ellas eran instrumentadoras del rompehielos Almirante Irízar, entonces convertido en hospital. Otra era una enfermera: la única mujer del buque Formosa, una embarcación célebre por haber burlado dos veces el bloqueo inglés a las islas. Muy jóvenes, habían dejado sus vidas cotidianas para ir a defender la soberanía nacional. Forman un grupo casi desconocido: el de las veteranas de Malvinas.Una de ellas, Silvia Barrera, llegó a la zona de conflicto a bordo del Irízar. Otra, también argentina pero de nombre anglófono, Doris West, viajaba como enfermera en el buque mercante Formosa. A 29 años del fin de la guerra, volvieron a verse, convocadas por Tiempo Argentino.“Encontrar a un veterano es como volver a ver a un amigo de toda la vida, aunque pasen años”, dice Silvia, luego de un afectuoso abrazo. En 1982 trabajaba como enfermera en el Hospital Militar Central, tenía apenas 22 años cuando comenzó el conflicto. “El 8 de junio nos reunieron en el hospital y nos dijeron que necesitaban instrumentadoras quirúrgicas para viajar a Malvinas. Nos ofrecimos 20. Nos dijeron: ‘Hay que salir mañana’. Entonces quedamos cinco”, recuerda. Las otras que se embarcaron rumbo a Río Gallegos fueron Norma Navarro, María Marta Lemme, Susana Maza, María Ricchieri y María Angélica Sendes (que era enfermera en el Hospital de Campo de Mayo). Todas tenían entre 18 y 25 años.Silvia tenía el pelo muy largo y un novio militar que no tomó a bien que “una mujer” fuera a la guerra (sobre todo porque él debía quedarse en su base a trabajar). Recién ese año, el Ejército Argentino enroló mujeres como enfermeras, y en el ambiente castrense eran vistas como extraterrestres. “Hombres hay muchos, pero guerra hay una sola”, cuenta Silvia que pensó. Entonces le dijo adiós a su novio, se fue a una peluquería y se cortó el pelo bien cortito “porque yo pensaba que mi pelo largo iba a ser un problema práctico en Malvinas, sin comodidades para arreglarlo”. Dice que, como otras chicas de su edad, en ese momento su preocupación mayor era: “¿Qué me pongo para ir a Sunset? Porque en aquella época ya existía.” Pero ella no dudó ni en las cuestiones de estética ni en las de la patria. Se embarcó al día siguiente rumbo al sur. Y llegó a Puerto Argentino el 10 de junio Saca de una cartera las fotos prolijamente ordenadas en un álbum, que ella misma pudo tomar, y que salvó de que se las secuestraran escondiéndolas en su ropa. “Algunos rollos nos los sacaron los ingleses y otros Inteligencia, pero yo tenía unos guardados en el pantalón de combate.” Las instrumentadoras se habían embarcado en el Irízar, que en 48 horas había sido transformado en buque hospital, para atender a los heridos. Le habían puesto 260 camas, equipando sus bodegas con dos salas de terapia intensiva, tres quirófanos, una sala de terapia intermedia y dos de terapia general, además de laboratorios bioquímicos, sala de quemados y de radiología.Una antigua creencia del mundo de los marineros afirma que “las mujeres y los curas traen mala suerte a bordo”. Esto, sumado a que los militares de carrera no tenían costumbre de trabajar con mujeres, fue el decorado de una escena en la que se sintieron extrañas: “A la tripulación del Irízar no le habían avisado que llegábamos. Tuvieron que buscarnos un camarote para las seis.” Hasta les hicieron un examen bucal para poder tener un registro de reconocimiento en caso de que murieran en combate.Dice Silvia que entre la adrenalina de escuchar los bombardeos, el trabajo de atender a los heridos, a los que también tenían que contener afectivamente, y la experiencia nueva de estar en un buque en altamar, durante los diez días que estuvo en Malvinas casi no durmió. “Desde aquellos días nunca más volví a dormir bien. Esto es algo que compartimos muchos veteranos de guerra”, explica. A su vuelta, dejó a aquel novio militar. Y conoció a un “civil” con el que se casó y tuvo cuatro hijos, que hoy tienen entre 24 y 9 años, cada uno con su propia visión de la historia de esta guerra. “Durante años no quise dar reportajes porque se asociaba haber ido a Malvinas con la dictadura militar. Nosotras fuimos a defender la soberanía argentina. Si nos hubiera mandado la presidenta Cristina Fernández, también hubiéramos ido sin dudarlo. Malvinas fue un hecho patriótico y los civiles fuimos como voluntarios”, dice Silvia.Doris West escucha el relato de su antigua colega y comienza a hacer memoria. Ella ingresó a trabajar en 1978 a la desaparecida ELMA (Empresa Líneas Marítimas Argentinas) como enfermera de buques mercantes. “Veníamos de un viaje desde el Golfo de México, y al llegar al puerto de Buenos Aires nos enteramos que habían invadido las islas. Estábamos en guerra. Cargaron el barco, subieron militares con pertrechos y salimos con rumbo desconocido hasta llegar a Puerto Quilla, en Santa Cruz, a las 7 de la tarde del 2 de abril”, recuerda. En ningún momento tuvo ganas de abandonar el barco: “Lo hubiera vivido como una traición, nunca pensé en bajarme.” Ella iba en el Formosa, el buque mercante que logró burlar en dos oportunidades el bloqueo inglés, trasladando municiones y comida para los soldados. “Llegué a Malvinas el 24 de abril y estuve hasta el 1 de mayo. En Puerto Argentino, los aviones ingleses ya habían empezado a bombardear”, recuerda. “En las islas te cruzabas con los soldaditos, caminando sin ropa adecuada, sintiendo frío. Por eso las mayores afecciones que atendía eran las respiratorias.” La tarde del 1 de mayo, Doris estaba en la enfermería preparando vacunas y medicamentos cuando escuchó, primero, el sonido de un avión que volaba a baja altura, y enseguida un estruendo de hierros abriéndose en la cubierta del barco, y ruido de ametralladoras. Una bomba había caído en la bodega, pero de milagro no detonó. Fue un error. El atacante era un avión argentino, tripulado por el capitán Pablo Carvallo. “Los hombres de la tripulación estaban lívidos, muertos de miedo”, cuenta. “Recién al año de que la guerra terminara, supimos que el ataque había sido de fuego amigo.” Doris recuerda a uno de los soldados que atendió, “un chico llamado Gustavo Polo, de La Plata”, que le encargó llamar a su mamá y a su novia para darles un mensaje de su parte. “Luego lo vi, y supe que se casó con esa novia.”Silvia dice que el peor momento fue cuando se enteraron que habían firmado el cese de hostilidades. Era la rendición. “Todos lloraban, sentían una congoja terrible.” Pero también el regreso a Buenos Aires no fue como lo esperaba: “La gente en la calle ni hablaba de Malvinas. Los años que siguieron fueron de ‘desmalvinización’, yo lo puedo ver en mis hijos, que no tienen mucha información sobre el conflicto. Ahora, la más chica, que tiene 9 años, empieza a interesarse, se está hablando de nuevo del tema.” Dice que la indignó que los medios cubrieran como lo hicieron el casamiento del príncipe Guillermo. Y se pone peor –se le llenan los ojos de lágrimas- cuando dice que vio a un muchachito periodista decir que el príncipe “iría en misión a Puerto Stanley. Nombrar a Puerto Argentino con el nombre que usan los ingleses habla de una gran ignorancia y desinterés acumulado en años. Me da tanta bronca, me dan ganas de llorar. Será que me estoy poniendo vieja”, dice Doris, tocando una de sus medallas de veterana.<
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